sábado, 27 de junio de 2015

MAD MAX: ROAD FURY






Max sin Max.

Dicho de otro modo, la lógica de la franquicia en su máxima expresión: mantenemos el nombre pero cambiamos el producto.

Del personaje apenas quedan un esbozo fantasmal que remite al pasado. La culpa, los reproches que le asaltan por vía alucinatoria, el torpe embate de insulsas infografías. Potenciar Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) habría supuesto, para empezar, mantener el aura legendaria del héroe desde un tratamiento muy distinto del personaje. Más hermético, áspero, sin concesiones al humor o la ternura.

En aquella bastaban el prólogo y el epílogo para que nos cautivase su misterio, la maldición del solitario que no tiene hogar al que regresar: únicamente hizo falta el acelerón de una moto para dejarle a solas con un odio compañero. Max era el héroe sin atributos. Parco en palabras, su nihilismo era proporcional al desafecto por un mundo en el que, paradójicamente, se afana por sobrevivir, perseverar spinozianamente en su ser. Sin esperanza ni objetivos más allá de proveerse de gasolina. 

Quizá Max, en su afirmación absurda de un mundo quemado, sea el mejor ejemplo del nihilista positivo. Max era un Jeff Webster post-apocalíptico que descree de proyectos colectivos y abjura de los nuevos comienzos. Y que como aquél en The Far Country (1954; Anthony Mann), pasará por su particular calvario antes de asumir el compromiso. 

Pero a diferencia de Jeff, a Max la soledad se le pega al cuero hecho jirones. Él es parte del viejo mundo, no puede, no debe participar en la construcción del nuevo mundo. Acaso ningún hombre pueda y sea tarea solo apta para mujeres y niños.


Los hombres son mastines, pasto de la guerra. Material de derribo. 

  
 Algo de todo esto pervive en Mad Max: Road Fury (2015), pero de Max hay más bien poco (algo que nos duele especialmente tratándose del gran Tom Hardy). 



El personaje es el de Imperator Furiosa (Charlize Theron), Max la acompaña, ayuda y le hace ver que no existe el paraíso de la infancia, el único hogar es el que habitamos ahora, y lo demás solo es una huida a ninguna parte. Aquí remite, mejorándolo sustancialmente, al motivo del mesianismo presente en Mad Max 3: Más allá de la Cúpula del Trueno (1985; Miller/Ogilvie).

Miller da lo que prometía. Acción. Nadie rueda vehículos en movimiento como el australiano, eso es un hecho. En El guerrero de la carretera sentíamos que estábamos dentro de la persecución. Desterró para siempre el punto de vista de la vaca (quizá porque en aquel áspero desierto no había ninguna) y lo sustituyó por el vértigo de una planificación y un montaje asombrosos. 

Algo de eso hay en Road Fury aunque minimizado por la asepsia digital y esa borrachera de omnipotencia que embriaga a los realizadores cuando no encuentran límites a su fantasía, y reducen la acción a una coreografía de acrobacias imposibles en el que se desvirtúa su misma esencia.

Lo siento, será que soy un carca, lo mío es que me hagan sentir el polvo y el humo, los golpes y le fuego. Con las infografías, igual que con algunas mujeres, no siento nada. Agradezco de todo corazón el empeño que ponen en agradar rizando el rizo, buscando el asombro, persiguiendo la sorpresa, pero no me las creo. Me aburren.

El guerrero de la carretera era brutal, seca, áspera. Violenta coño. Violenta. Carne magullada, quemada, desgarrada, aplastada, ruedas triturando huesos, violaciones, amputaciones, laceraciones.
Son los tiempos, lo sé. El simulacro, los videojuegos, la wii de los cojones y el coño de la Bernarda, entre todos nos han hecho de la distopía post-apocalíptica algo un poco menos negro, digerible, apta para los más pequeños o los más gilipollas, que ya se ven los brotes verdes y no es cuestión de que la peña se nos amohíne.

Con todo, Road Fury es una película excelente, no se vayan a creer. Apasionante por momentos, vibrante siempre, brillante en lo visual, barroca y delirante, que consigue, además de construir personajes sin apenas bajarlos de los vehículos en marcha y sortear con habilidad las ñoñerías que arruinaban la segunda secuela, construir un discurso lúcido (pese a la locura) y harto coherente.




sábado, 13 de junio de 2015

Drácula (1958)




1.

Christopher Lee fue el Drácula más icónico, se apropió de los rasgos del vampiro a despecho de la caracterización que de él hiciera Bram Stoker (a la que trata de ceñirse, sin embargo, en la peculiar El Conde Drácula de Jesús Franco), y a pesar de contar con el antecedente de la carismática del gran Bela Lugosi.

Alto, espiritado, vigoroso, el óvalo de su rostro contenía el trazo de unas facciones contundentes que solo al principio de su andadura vimos distendidas, pero que, incluso entonces, dejaron traslucir un fondo oscuro. Pronto su semblante y la majestad del porte devienen encarnadura de una maldad abstracta cuando los guionistas de la serie tengan a bien convertirlo en una presencia silente, ominosa, a menudo, una herramienta en manos de los vivos; un ministro del diablo que, sin embargo, carecerá del poder de su arquetipo literario.


2.

Mi primer Drácula fue Jack Palance, protagonista estelar en una estupenda y olvidada adaptación para la televisión de 1973, escrita por Richard Matheson y dirigida por Dan Curtis. 





Cuando llegué a Horror of Drácula (1958) también me había golpeado la belleza inconmensurable del Drácula de Bram Stoker (1992). Pero reconozco que el momento preciso de la aparición de Christopher Lee en el filme de Fisher, es mi favorito de cuantas adaptaciones he visto.

Lo vemos antes de verlo. Aparece, se devela como el Ser, se muestra, oculto como estaba, su presencia surge en el horizonte visual de la sensual mujer que está a punto de clavar sus colmillos en el cuello de un Harker que, no por advertido, parece recelar de sus encantos de dama desvalida (la vanidad masculina es temeraria cuando no estúpida). 






El semblante de ella se endurece, con la mirada clavada en un punto más allá del encuadre, ciego para el espectador. Entonces ella huye, contrariada más que temerosa. Harker, sigue la escapada desconcertado, quizá algo decepcionado por no poder ofrecerle su ayuda (o no gozarla), luego desplaza la mirada hacia el mismo punto que ella, sin especial precipitación, con curiosidad más que inquietud, y ahí está.











Y ahí estaba. La sorpresa se dibuja en su rostro.

Bañado por las sombras, en lo alto de la escalera, ligeramente escorado a nuestra derecha del encuadre. Vertical, inmóvil, enmarcado  entre las columnas salomónicas, aguardando a ser visto antes de actuar (“Yo te permito que me veas”). Algo más abajo, el vértice de un candelabro tenebrario, parece señalar su presencia, el centro de la sala, el lugar desde el que emana una fuerza magnética irresistible que imanta la mirada de Harker a la par que la del espectador. A la izquierda del encuadre vemos un escudo de armas, huella de su antiguo servicio a la iglesia en las campañas contra los turcos. 












Apenas un par de segundos se mantiene la expectación, hasta que la amenazadora silueta se anima en movimiento y con inusitado vigor, se aproxima a Harker bajando las escaleras. Una de las características del Drácula de Fisher (diría que de todo su cine) es el carácter físico de su imagen, sensación que se comunica con el movimiento, en ocasiones violento, de los actores. Drácula se sacude el hieratismo de Lugosi y Schreck, se acerca con paso firme hacia el eje de la cámara (que no coincide nunca con la mirada de Harker aunque tampoco se nos ofrezca su escorzo para señalar la dirección de los pasos del Conde, con lo que se refuerza la identificación del espectador con el huésped), imponiendo al plano su presencia.




He aquí el gran acierto de la puesta en escena de Fisher, suponemos que gracias al concurso y talento de Jack Asher, su cinematógrafo. La transición de Drácula del plano general a un gran primer plano en cuestión de pocos segundos. Cuando llegué a su destino, su rostro ocupa todo el espacio, un espacio que para siempre dominará, incluso durante su ausencia constituirá un horizonte en el que la aparición de Drácula es más que probable.
Fisher comprendió como nadie la fenomenología del fantástico. La poética que él inaugura contra la rancia fórmula de la estética expresionista se fundamenta -aparte de en la utilización del color -en el dominio físico de ese espacio semantizado por el mal, pese a estar libre de sus significantes clásicos (la herrumbre, la decadencia física). El mal es metafísico; la decadencia, estética, es decir, esteticismo, es decir, una belleza que ya no remite a la idea platónica hermana del Bien; es decir, una belleza que no preña el alma y engendra más belleza, sino que esclaviza, somete, infecta, perpetúa su legado y abre un hiato con el Bien.
La suntuosidad de los decorados que acompaña los nuevos espacios, altamente habitables, incluso confortables y en abierta renuncia a la inhóspita habitación de los decrépitos castillos de antaño, delata esa presencia seductora del mal. El mal es ahora tan atractivo como destructivo. La joven cautiva que pide ayuda a Harker, luce hermosos senos y labios promisorios sobre la carne pútrida que emerge apenas la estaca atraviese ese dulce pecho.    
En correspondencia con lo anterior, Drácula se conduce, inopinadamente, con toda naturalidad y cordialidad, sin acentos ajenos ni expresiones que delaten intenciones aviesas o lo domicilien en un plano de existencia distinto (será la última vez que lo veremos hablar). Un rostro sereno pese a la sombra que se posa sobre uno de sus lados. Un hombre que subirá los escalones de dos en dos cargando el equipaje de Harker, lleno de vigor.
Lo fantástico irrumpió, los fantasmas salieron al encuentro del peregrino, pero la perturbación apenas se ha sentido, las leyes de la física rigen, aparentemente, para todos los cuerpos, vivos y muertos.
Más tarde veremos al vampiro con sus característicos ojos inyectados en sangre y los formidables caninos, agente de un terror nuevo, un terror tangible, manifiesto,  que ya no se insinúa en la sombras;  el espacio se llena con la violencia del rostro de un nuevo tipo de terror que señala al cuerpo, al placer y al dolor;  se aloja en la carne e invoca a la sangre, que es la vida.



Un terror que señala a la década de los 60 y 70. Un terror que ya nunca nos dejaría.   


Epílogo.
        
Las obras de Terence Fisher para la Hammer coinciden en el tiempo que las adaptaciones de Poe (y Lovecraft) que llevó a cabo Roger Corman, así como con los grandes títulos de Mario Bava. Estudiar afinidades y divergencias temáticas y estilísticas, daría para un libro.  Contentémonos con apuntar que entre los tres reescribieron el cine de terror, lánguido, luego de una década en la que predominó una visión más “científica” o “política” del fantástico, más centrada en los terrores colectivos que en los demonios personales, más preocupado por la dominación de la mente y la destrucción del cuerpo que por la metafísica del mal, la teología o el psicoanálisis; y donde solo destaca alguna obra maestra de Tourneau, semper fidelis.