viernes, 11 de diciembre de 2015

Impostores en el Parnaso



A mis amigos, que saben.


El alumbrado navideño, con su cendal multicolor aposentado sobre las calles, prestaba a la noche un ambiente de vísperas, cercanías de natividad. La comitiva se allegaba de oriente y occidente, norte y sur, con su dádiva de gratitud envuelta en papel regalo. En las inmediaciones del paraninfo, resonaban ecos de liras, quejidos de zampoñas, llantos de guitarra (que rompen apliques en la antesala). Disturbios de Heno de Pravia amasaban la atmósfera endurecida por la calefacción, demasiado alta, a despecho de que esa noche el frío de los cuerpos iba a ser mitigado por el fuego de las almas avivado por mor del candil lírico; la llama viva de la poesía que tiernamente hiere y dulcemente inflama; las pavesas de la ilocutio y las ascuas de la retórica: ¡mariposa en metáforas desatada!
En pocos minutos, el Poeta presentaba su última obra. Se podía ver la expectación de la concurrencia en los visajes, la cercanía de los éxtasis del Parnaso, en el brillo turbio de los ojillos aguanosos. Todo estaba dispuesto, los ejemplares se alineaban impecables, cerrados sobre una secreta promesa, celosos de la ambrosía verbal que había destilado el ministro dilecto de las Musas, al que sin duda, habían dispensado sus más íntimos favores. Nunca antes, aquella humilde sala de apenas cien butacones, había albergado en su seno, semejante acontecimiento y, en consecuencia, nunca antes, tantos y tan mullidos butacones habían sido ocupados por tantas y tan mullidas posaderas (con perdón).
Los organizadores retrasaron cortésmente, apelando a la paciencia del Poeta, el evento para que nadie se quedara fuera. Un lema comenzó a extenderse como la pólvora, que pronto adquirió forma de “hastag” y categoría de “trending topic”: #Niunofuera. No permitamos que el tráfico impida a ningún lector del Poeta, con independencia de sexo, condición, religión, situación laboral, estado civil, ranking en el Fifa 2015, filiación sindical o simpatías futboleras, dejar de asistir a un solo minuto de la intervención (ellos no lo harían, Él no lo querría). Así, butaca tras butaca, fila tras fila, el paraninfo se fue llenando hasta dejar tan solo algún hueco vergonzante, la desdichada butaca solitaria que debía arrostrar la chanza y el vituperio, la sorna y la mofa de sus afortunadas compañeras.
Los infiltrados, alertas de su intrusión, temerosos de que el estigma de la impostura la proclamara, se refugiaron, emboscados, en la última bancada, armados con munición de libreta y esgrima de bic azul, para tomar notas. Pues aquello, quién lo duda, sería para ellos una clase magistral, la sesión intensiva de un taller de escritura improbable: el testimonio de la transubstanciación de la palabra humana en verbo divino.
Al fin, para solaz y regocijo de la asistencia, el acto comenzó. Luego de las enojosas  presentaciones (¡eran necesarias!) que pusieron a prueba la paciencia soberana de la congregación, comenzó a hablar el Poeta. Esa palabra serena, ese verbo forjado con metales nobles, ese chascar de la lengua, ese tascar en el pasto rancio de la verba clasicista, la sintaxis decimonónica, el término oxidado que cobra nueva vida en el alambique divino de este alquimista del idioma.
Uno alcanzaba a ver a través del bosque de iphones que había brotado apenas el Poeta tomó la palabra (¿he dicho “tomó”?, meció, arrulló, sedujo la palabra), las cabezas solidarias vueltas hacia su destino, el sol que ponía luz a sus fatigas, quitaba lastre a sus miserias, compartía brillo con la atonía gris de los suscritos a la prosa anodina de los que no nacimos bajo el signo de Apolo.   
El Poeta había tenido a bien regalarnos con una recreación lírica de sus memorias, esas que se reparte en paseos con el padre al calor de un amor firme y viril, las caricias de la madre, el volar de las cigüeñas, estrellas en las cornisas, paz bajo los pórticos, esperanzas al socaire de los dinteles, vocaciones crecidas en la intimidad de los soportales. Todo lo que aguardaba a ser vivificado por la palabra “en el extremo septentrional de la memoria”. El álbum familiar, el jardín recoleto de Cándido adonde el Poeta se retira, bucólico, del mundanal ruido. Ese jardín amenazado de continuo por el avance pertinaz de las malas hierbas intrigantes que ponen desvelos en la madurez del jardinero lírico y enturbian la serenidad casi inquebrantable de su ánimo calmo, de su sabia molicie, de la infinita benevolencia que exudan sus palabras.
Y todo sería beatitud, todo solaz campesino, beatus ille!, belleza jardinera y oficio de labriego, si no fuera por esa nota fúnebre, ¡ay!, la presencia imprevista de la cruel igualadora de condiciones, ingrata saqueadora de dicha, dura enemiga de todo lo vivo. Y te llevaste al perrillo, el perrillo faldero que cogía con la boca la pelota que el poeta le tiraba con la misma mano que escribe estas prosas líricas. ¡Ay! al perrillo que olisqueaba en el arriate con la nariz, escarbaba con la patita, lamía esa mano benévola con su lengua húmeda y rugosa, oteaba el horizonte con sus ojillos, meaba la araucaria con ese penecillo peludo y emboscado, el jodío.
Pero para que su memoria no se perdiera en el piélago del tiempo, el Poeta apesadumbrado, dejó bajo el limonero, donde el animalillo se protegía de la solana y que ahora aloja en su tierra ubérrima ese cuerpecillo menudo y sin vida, la correa volandera con su nombre inscrito en una plaquita plateada: “Cuco” .
El aplauso restalló, hizo saltar los quicios, descoyuntó puertas y caderas, apagó las luces y estremeció la sala entera. La lectura había llegado a su fin. Llegados a este punto, los ojos se fundían en lágrimas, las manos se trenzaban en oración, los feligreses se rendían a la lectura sagrada con entrega devota. Los que aún no se habían hecho con el libro (hombres de poca fe) corrieron a proveerse de los escasos ejemplares que se hallaban disponibles. Los impostores intercambiaban miradas de incredulidad, sentían el rejonazo de la envidia al tiempo que el bálsamo del agradecimiento sellaba su herida. Ninguno se atrevió a allegarse al Poeta, ninguno osó a pedir una dedicatoria, tan indignos se sentían.
A la salida, el Poeta, benévolo, luego de cumplir pacientemente con el centenar de devotos fieles, los encontró en un rincón, los cuatro, ateridos bajo el fino ropaje de la mediocridad que apenas conforta, esquinados contra su propio abandono, insignificantes en el palacio señorial de las Musas. El Poeta los miró y dijo, con infinita condescendencia: “ En verdad os digo que aquí hay mucho infiltrado, mucho fariseo, mucho sepulcro blanqueado”.
Los impostores no pudieron menos que rendir la mirada arrasada de vergüenza, inclinar al unísono las cabezas apesadumbradas, uncidas bajo el yugo de los elegidos para servir en el Parnaso. Y solicitar el perdón por no haber llevados sus ejemplares (que nunca adquirieron, los muy gualtrapas) para que fueran rubricados por aquella mano santa.
¡Ay!, ¡ ay! y tres veces ¡ay!


sábado, 27 de junio de 2015

MAD MAX: ROAD FURY






Max sin Max.

Dicho de otro modo, la lógica de la franquicia en su máxima expresión: mantenemos el nombre pero cambiamos el producto.

Del personaje apenas quedan un esbozo fantasmal que remite al pasado. La culpa, los reproches que le asaltan por vía alucinatoria, el torpe embate de insulsas infografías. Potenciar Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) habría supuesto, para empezar, mantener el aura legendaria del héroe desde un tratamiento muy distinto del personaje. Más hermético, áspero, sin concesiones al humor o la ternura.

En aquella bastaban el prólogo y el epílogo para que nos cautivase su misterio, la maldición del solitario que no tiene hogar al que regresar: únicamente hizo falta el acelerón de una moto para dejarle a solas con un odio compañero. Max era el héroe sin atributos. Parco en palabras, su nihilismo era proporcional al desafecto por un mundo en el que, paradójicamente, se afana por sobrevivir, perseverar spinozianamente en su ser. Sin esperanza ni objetivos más allá de proveerse de gasolina. 

Quizá Max, en su afirmación absurda de un mundo quemado, sea el mejor ejemplo del nihilista positivo. Max era un Jeff Webster post-apocalíptico que descree de proyectos colectivos y abjura de los nuevos comienzos. Y que como aquél en The Far Country (1954; Anthony Mann), pasará por su particular calvario antes de asumir el compromiso. 

Pero a diferencia de Jeff, a Max la soledad se le pega al cuero hecho jirones. Él es parte del viejo mundo, no puede, no debe participar en la construcción del nuevo mundo. Acaso ningún hombre pueda y sea tarea solo apta para mujeres y niños.


Los hombres son mastines, pasto de la guerra. Material de derribo. 

  
 Algo de todo esto pervive en Mad Max: Road Fury (2015), pero de Max hay más bien poco (algo que nos duele especialmente tratándose del gran Tom Hardy). 



El personaje es el de Imperator Furiosa (Charlize Theron), Max la acompaña, ayuda y le hace ver que no existe el paraíso de la infancia, el único hogar es el que habitamos ahora, y lo demás solo es una huida a ninguna parte. Aquí remite, mejorándolo sustancialmente, al motivo del mesianismo presente en Mad Max 3: Más allá de la Cúpula del Trueno (1985; Miller/Ogilvie).

Miller da lo que prometía. Acción. Nadie rueda vehículos en movimiento como el australiano, eso es un hecho. En El guerrero de la carretera sentíamos que estábamos dentro de la persecución. Desterró para siempre el punto de vista de la vaca (quizá porque en aquel áspero desierto no había ninguna) y lo sustituyó por el vértigo de una planificación y un montaje asombrosos. 

Algo de eso hay en Road Fury aunque minimizado por la asepsia digital y esa borrachera de omnipotencia que embriaga a los realizadores cuando no encuentran límites a su fantasía, y reducen la acción a una coreografía de acrobacias imposibles en el que se desvirtúa su misma esencia.

Lo siento, será que soy un carca, lo mío es que me hagan sentir el polvo y el humo, los golpes y le fuego. Con las infografías, igual que con algunas mujeres, no siento nada. Agradezco de todo corazón el empeño que ponen en agradar rizando el rizo, buscando el asombro, persiguiendo la sorpresa, pero no me las creo. Me aburren.

El guerrero de la carretera era brutal, seca, áspera. Violenta coño. Violenta. Carne magullada, quemada, desgarrada, aplastada, ruedas triturando huesos, violaciones, amputaciones, laceraciones.
Son los tiempos, lo sé. El simulacro, los videojuegos, la wii de los cojones y el coño de la Bernarda, entre todos nos han hecho de la distopía post-apocalíptica algo un poco menos negro, digerible, apta para los más pequeños o los más gilipollas, que ya se ven los brotes verdes y no es cuestión de que la peña se nos amohíne.

Con todo, Road Fury es una película excelente, no se vayan a creer. Apasionante por momentos, vibrante siempre, brillante en lo visual, barroca y delirante, que consigue, además de construir personajes sin apenas bajarlos de los vehículos en marcha y sortear con habilidad las ñoñerías que arruinaban la segunda secuela, construir un discurso lúcido (pese a la locura) y harto coherente.




sábado, 13 de junio de 2015

Drácula (1958)




1.

Christopher Lee fue el Drácula más icónico, se apropió de los rasgos del vampiro a despecho de la caracterización que de él hiciera Bram Stoker (a la que trata de ceñirse, sin embargo, en la peculiar El Conde Drácula de Jesús Franco), y a pesar de contar con el antecedente de la carismática del gran Bela Lugosi.

Alto, espiritado, vigoroso, el óvalo de su rostro contenía el trazo de unas facciones contundentes que solo al principio de su andadura vimos distendidas, pero que, incluso entonces, dejaron traslucir un fondo oscuro. Pronto su semblante y la majestad del porte devienen encarnadura de una maldad abstracta cuando los guionistas de la serie tengan a bien convertirlo en una presencia silente, ominosa, a menudo, una herramienta en manos de los vivos; un ministro del diablo que, sin embargo, carecerá del poder de su arquetipo literario.


2.

Mi primer Drácula fue Jack Palance, protagonista estelar en una estupenda y olvidada adaptación para la televisión de 1973, escrita por Richard Matheson y dirigida por Dan Curtis. 





Cuando llegué a Horror of Drácula (1958) también me había golpeado la belleza inconmensurable del Drácula de Bram Stoker (1992). Pero reconozco que el momento preciso de la aparición de Christopher Lee en el filme de Fisher, es mi favorito de cuantas adaptaciones he visto.

Lo vemos antes de verlo. Aparece, se devela como el Ser, se muestra, oculto como estaba, su presencia surge en el horizonte visual de la sensual mujer que está a punto de clavar sus colmillos en el cuello de un Harker que, no por advertido, parece recelar de sus encantos de dama desvalida (la vanidad masculina es temeraria cuando no estúpida). 






El semblante de ella se endurece, con la mirada clavada en un punto más allá del encuadre, ciego para el espectador. Entonces ella huye, contrariada más que temerosa. Harker, sigue la escapada desconcertado, quizá algo decepcionado por no poder ofrecerle su ayuda (o no gozarla), luego desplaza la mirada hacia el mismo punto que ella, sin especial precipitación, con curiosidad más que inquietud, y ahí está.











Y ahí estaba. La sorpresa se dibuja en su rostro.

Bañado por las sombras, en lo alto de la escalera, ligeramente escorado a nuestra derecha del encuadre. Vertical, inmóvil, enmarcado  entre las columnas salomónicas, aguardando a ser visto antes de actuar (“Yo te permito que me veas”). Algo más abajo, el vértice de un candelabro tenebrario, parece señalar su presencia, el centro de la sala, el lugar desde el que emana una fuerza magnética irresistible que imanta la mirada de Harker a la par que la del espectador. A la izquierda del encuadre vemos un escudo de armas, huella de su antiguo servicio a la iglesia en las campañas contra los turcos. 












Apenas un par de segundos se mantiene la expectación, hasta que la amenazadora silueta se anima en movimiento y con inusitado vigor, se aproxima a Harker bajando las escaleras. Una de las características del Drácula de Fisher (diría que de todo su cine) es el carácter físico de su imagen, sensación que se comunica con el movimiento, en ocasiones violento, de los actores. Drácula se sacude el hieratismo de Lugosi y Schreck, se acerca con paso firme hacia el eje de la cámara (que no coincide nunca con la mirada de Harker aunque tampoco se nos ofrezca su escorzo para señalar la dirección de los pasos del Conde, con lo que se refuerza la identificación del espectador con el huésped), imponiendo al plano su presencia.




He aquí el gran acierto de la puesta en escena de Fisher, suponemos que gracias al concurso y talento de Jack Asher, su cinematógrafo. La transición de Drácula del plano general a un gran primer plano en cuestión de pocos segundos. Cuando llegué a su destino, su rostro ocupa todo el espacio, un espacio que para siempre dominará, incluso durante su ausencia constituirá un horizonte en el que la aparición de Drácula es más que probable.
Fisher comprendió como nadie la fenomenología del fantástico. La poética que él inaugura contra la rancia fórmula de la estética expresionista se fundamenta -aparte de en la utilización del color -en el dominio físico de ese espacio semantizado por el mal, pese a estar libre de sus significantes clásicos (la herrumbre, la decadencia física). El mal es metafísico; la decadencia, estética, es decir, esteticismo, es decir, una belleza que ya no remite a la idea platónica hermana del Bien; es decir, una belleza que no preña el alma y engendra más belleza, sino que esclaviza, somete, infecta, perpetúa su legado y abre un hiato con el Bien.
La suntuosidad de los decorados que acompaña los nuevos espacios, altamente habitables, incluso confortables y en abierta renuncia a la inhóspita habitación de los decrépitos castillos de antaño, delata esa presencia seductora del mal. El mal es ahora tan atractivo como destructivo. La joven cautiva que pide ayuda a Harker, luce hermosos senos y labios promisorios sobre la carne pútrida que emerge apenas la estaca atraviese ese dulce pecho.    
En correspondencia con lo anterior, Drácula se conduce, inopinadamente, con toda naturalidad y cordialidad, sin acentos ajenos ni expresiones que delaten intenciones aviesas o lo domicilien en un plano de existencia distinto (será la última vez que lo veremos hablar). Un rostro sereno pese a la sombra que se posa sobre uno de sus lados. Un hombre que subirá los escalones de dos en dos cargando el equipaje de Harker, lleno de vigor.
Lo fantástico irrumpió, los fantasmas salieron al encuentro del peregrino, pero la perturbación apenas se ha sentido, las leyes de la física rigen, aparentemente, para todos los cuerpos, vivos y muertos.
Más tarde veremos al vampiro con sus característicos ojos inyectados en sangre y los formidables caninos, agente de un terror nuevo, un terror tangible, manifiesto,  que ya no se insinúa en la sombras;  el espacio se llena con la violencia del rostro de un nuevo tipo de terror que señala al cuerpo, al placer y al dolor;  se aloja en la carne e invoca a la sangre, que es la vida.



Un terror que señala a la década de los 60 y 70. Un terror que ya nunca nos dejaría.   


Epílogo.
        
Las obras de Terence Fisher para la Hammer coinciden en el tiempo que las adaptaciones de Poe (y Lovecraft) que llevó a cabo Roger Corman, así como con los grandes títulos de Mario Bava. Estudiar afinidades y divergencias temáticas y estilísticas, daría para un libro.  Contentémonos con apuntar que entre los tres reescribieron el cine de terror, lánguido, luego de una década en la que predominó una visión más “científica” o “política” del fantástico, más centrada en los terrores colectivos que en los demonios personales, más preocupado por la dominación de la mente y la destrucción del cuerpo que por la metafísica del mal, la teología o el psicoanálisis; y donde solo destaca alguna obra maestra de Tourneau, semper fidelis.   



martes, 19 de mayo de 2015

SHASTA FAY.



Shasta se materializa en los pliegues de la palabra mágica de Sortilège. Thomas Anderson funde sendas imágenes y reserva un lado del encuadre para cada mujer. Shasta parece entonces crecer en la cabeza de Sortilège.









Shasta es convocada por la palabra que describe con precisión su atuendo; la vemos recortada sobre un fondo azul, literalmente out of past, primero una mancha informe, fuera de foco, que se va encarnando en luz, crece, gana vida y carne a medida que Sortilège se desvanece, abandona la imagen aunque no la palabra.



















A Doc lo encontramos tumbado, yacente, estático, con la mirada prendida de un mar que no vemos, bañado por un azul cargado de todos los valores posibles con que la tradición ha investido a este color (nostalgia, melancolía, romanticismo, ensoñación, idealismo, tristeza, etc.). El plano cenital crea la ilusión de que Doc se encuentra en un ataúd. Ciertamente es un muerto desde que Shasta se fue.

No es difícil imaginar que tiene a Shasta clavada en el pensamiento (he de confesar que la primera vez que vi la película, creí que Doc al verla preguntaba:"¿Eres un sueño?"; me pareció hermoso), de modo que al volver la cabeza en su dirección, diríase que su evocación se ha materializado.






Shasta ha avanzado hacia el primer término con la mirada fija en un punto que se orienta -sin llegar a converger -con el eje de la cámara. Sin embargo, cuando Doc repare en ella estará de nuevo junto al marco de la puerta, justo en el umbral, aguardando de nuevo a cobrar realidad al ser percibida (ser es ser percibido). Aguardando su licencia para cruzar el umbral e ingresar de nuevo en su vida. Este salto de raccord favorece un elemento esencial en la atmósfera de la película: la sensación de cierto desfase temporal y desubicación espacial de los personajes.







La horizontalidad y el estatismo de Doc contrasta con la verticalidad y el movimiento de Shasta. A esto se suma la dificultad de Doc para particular palabra frente al dominio del discurso que esgrime ella.











Shasta primero permanecerá inmóvil estribada en el marco blanco que queda a la derecha del encuadre, mientras que el azul del pasado permanece a nuestra izquierda, como si Shasta estuviera aún en el umbral entre los dos tiempos, un umbral que además, da acceso al cuarto que ella no cruza hasta ver la buena predisposición de Doc y su autorización tácita de dejarla entrar de nuevo en su vida. 










 Ganada la confianza de Doc, comienza a moverse en torno al sofá. Primero se dirige en línea recta, siguiendo el eje de la cámara para tomar un cigarrillo. Su rostro se oscurece de forma drástica a medida que se agranda, resultando amenazadora, dueña al fin de sus recursos; el cigarrillo en la boca le confiere una pátina de femme fatale, manipuladora y agresiva, en correspondencia con el gran tamaño del primer plano.









Ahora se aleja hacia la derecha del encuadre, donde recupera una proporción menor y absorbe de nuevo algo de luz para recuperar su aspecto vulnerable, para volver a recobrar el dominio y "encararse" con Doc.







Más tarde se mueve a la izquierda del sofá, envolviendo todos los flancos de Doc, impregnando con su presencia todo su campo de visión, saturando su horizonte, un horizonte del que ella nunca fue desalojada plenamente. Sale definitivamente del azul y entra en el ámbito la lámpara de mesa, el centro lumínico del cuarto, su lugar más luminoso, donde se sienta al fin; ligeramente escorado el cuerpo, girando la cabeza hacia Doc y ofreciendo el perfil, fijando la atención en el marasmo de sus emociones. Apareciendo definitivamente desvalida y necesitada de la ayuda de Doc.





















Este movimiento circular, envolvente que ha desplegado, remite al juego de la seducción hábilmente ejecutado mientras contaba su historia. La cuidada iluminación del plano matizará su rostro en correspondencia con la mudanza de sus visajes. Un completo y nutrido repertorio de  a través de los cuales Shasta irá rindiendo la escasa resistencia que encuentra en Doc.



Sin embargo, Shasta no es un personaje construido sobre el tipo de la mujer fatal clásica. Manipula a Doc pero no le miente y desde luego, no lo arrastra a la perdición.