miércoles, 10 de septiembre de 2014

Camposanto.




El camposanto se encontraba en lo alto de un promontorio que dominaba la geografía isleña: la carretera apenas era un débil rastro de asfalto mordido por arbustos: el Mediterráneo cedía sus pigmentos al sol, pero era un fulgor que no iba a durar: la parcela inicial, circundada por muros de granito sillar, era un recinto al que se accedía por un portalón enrejado que remataba una leyenda de caracteres forjados: "La morte non è la fine ma un inizio": el enlosado disparejo de mármol negro flanqueado por setos conducía a la capilla bizantina consagrada a una devoción ignota frente a la que había un puesto con flores frescas, velas, cenotafios, etc., aparentemente desatendido: al otro lado de su vivos vitrales, bajando unos escalones considerablemente estrechos, se ingresaba en un espacio recoleto circundado por agudos cipreses sobre el que emergían los túmulos en disposición aparentemente caprichosa: siguiendo el orden aleatorio de la muerte, sin otro sendero que el de la querencia de los pasos de cada uno: lápidas de granito gris,  jaspeado, algún mármol, inscripciones de citas bíblicas, plegarias hieráticas, memorandos inútiles: el latido del dolor sobre la piedra: retratos, cifras, efemérides del principio y el final: un tiempo detenido y perplejo atrapado por el escoplo.
Los sillares vencidos, vestigios del cerco antiguo y la rusticidad de las lápidas, una mayor frecuencia de cruces, señalaban la entrada en el recinto primitivo del camposanto: un silencio apenas alterado por el tenue cimbreo de los cipreses y la oquedad en la tapia ante la que una valla herrumbrosa oponía su débil resistencia, revelaron que extramuros se encontraba el objeto de su búsqueda: con cuidado de no mancharse de óxido, apartó la valla lo suficiente para  hacerse sitio y cruzar al otro lado de la pared sucia de líquenes.  

Notó frío: notó un extraño olor a quemado: notó un silencio sordo trepidando sus tímpanos: notó la gravedad de una sombra que no era arrojada por árbol alguno (no había árboles en aquel páramo yermo ni sombras tan desapacibles): notó que las distancias negociaban con su percepción un nuevo statu quo: notó subir una basca y una aspereza enroscada a la garganta: buscó asiento en la tierra inculta y se abrazó a la certeza de sus pantorrillas entre cáscaras secas de cítricos y colillas de tagarnina: el hormigón que soslaya, presenta una maraña abrumadora de pintadas polícromas que apuntan al corazón mismo de su malestar: más tarde (cinco, diez minutos), aún con el regusto gástrico en el paladar pero con el equilibrio recobrado, repara en que son en su mayor parte grafías arábigas abrazadas a posibles jeroglíficos junto, sobre, bajo caracteres alfabéticos que no componen palabras reconocibles; rematados por otros símbolos, cruces y cifras, perfiles de olas de mar, signos babélicos que codifican un texto proteico, orgánico, vivo, que se extiende en ambas direcciones sobre el muro: trasudando sobre el tejido áspero de la tapia: una glosa o comento maldito a pie de página, al racimo de túmulos que se desprendía ladera abajo confundidos, indistintos, anónimos, como naipes barajados y luego repartidos por una divinidad displicente y solitaria que distrae el tedio, a lo largo y ancho de la abrupta geografía de aquel erial hendido de paletadas que llegaba hasta los acantilados mismos que remataban con brusquedad la cara norte de la isla: la cara que recibía los suspiros de Euro y el aullido del diablo africano.
  



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