viernes, 18 de julio de 2014

Paco Umbral que estás en los cielos.







Un curso estival en El Escorial, analiza en estos días caniculares, la figura, el legado y el olvido de Paco Umbral, el último apóstol del barroco.

En esta España nuestra tan sigloveintiuno y turística; en este ruedo ibérico hipotecado e insolvente en el que la literatura se vive desde el postureo y el oportunismo;  se vive como todo lo demás, de puertas para afuera. En esta España de Iglesias y Felipes, verbenas y chiringuito, la escritura sin género de Umbral, la prosa de orfebre plateresco umbraliana, forma parte de un pasado, no por reciente, remoto; no por cercano, inalcanzable. Aunque su obra la tengamos a un brazo del escritorio y su magisterio permanezca a flor de tecla.

Es hablar de la prosa de Umbral y pienso de inmediato en una torrentera verbal, urgente, caudalosa, preñada de sensibilidad y bimembraciones; trufada de rubenes, traspasada de ramones. Una prosa colgada en las arañas de los salones de Proust como una lágrima diamantina y rutilante. Una música de gramófono nebuloso de grifa, anclada en un modernismo trasnochado, nostálgico de bohemias y botines de piqué con suelas remendadas; una escritura estofada  de lirismo macho, bronco y venéreo, con aliento a absenta y tagarnina.

Una prosa que nos recuerda entusiasmos y placeres, vocaciones y diarios de juventud en los que tratamos de literaturizar el desayuno o el trayecto en bus hasta la facultad; el culo de las choricillas de la primera bancada; toda la frustración y la rebeldía con causa de la edad temprana; la incertidumbre del polvo a pelo del sábado, la ira en los bolsillos vacíos del domingo; el mal viento del futuro que nos dejaba los ojos llenos de gresca y sin lágrimas que ponerle a la tarde, las mañanas grises, las noches breves y la madre neurótica que nos parió.

Con Umbral aprendimos a escribir de una determinada manera, desde la metáfora y el epíteto, atentos al oído, -al sonajero que diría el patriarca Marsé atizando-. Con Umbral aprendimos que la metáfora es el mundo, porque el lenguaje procede por metáfora y el mundo es su obra y fortuna. 
Pero a lo que de verdad nos enseñó Umbral fue a leer el idioma. A gozar la verba, que diría Valle. Veníamos de traducciones, franceses y rusos, Fitzgerald, Conrad, también de Hesse y mucho Freud.
En vernáculo, veníamos casi sólo del Delibes escolar, que es como decir, aún no veníamos. Sólo en la poesía habíamos degustado, saboreado el caramelo estético. Mucho Bécquer, mucho Quevedo, mucho Machado, el "claveles deshojó la aurora en vano" gongorino y algo del 27 (Diego y su "Numancia", Rafael y su "Roma", Vicente y su "rostro amado donde contemplo el mundo").

Y una mañana, mientras acechábamos a una ninfa entre los anaqueles apretados de saberes que nada saben del aroma dulce a hembra, el disimulo nos dictó tomar un libro -¿o fue el destino?- El diario político y sentimental. El decoro nos sugirió abrirlo, y la inercia, leer.

Lo demás, no fue silencio. Fue un gozo inédito, un disfrute inesperado; una toma de conciencia, una repentina lucidez. Era claro, el estilo es epidérmico y es esencial. En el estilo se milita. El estilo se vive como un sacerdocio. El estilo se es. Fuera del estilo, habita la prosa triste, burocrática del notario, nombrando esto y aquello, sin conjurar al ángel terrible de la belleza, sin saber nada de la flor lúbrica de las muchachas a la sombra, sin bañarse en la fuente azul del parnaso, sorda a los ritmos de Pan, muda a los enigmas de la Quimera.

Devoramos lo que pudimos de Umbral, y en esas, le dieron el Cervantes. Muy discutido, como debe ser. Pero fue su momento de máxima gloria, y a él, en el fondo, le hacía ilusión.  A mí, mucha.

En una Academia por la que pasean -ignoro si hacen algo más- fulanos como Javier Marías o Pérez Reverte, norte y luceros de la prosa futbolística, de gacetilla o prospecto, el olvido en el que se tuvo al autor de Mortal y rosa es síntoma. Es deprimente. Dan ganas de mentarle la madre a los guardianes de la lengua que tan mal la sirven.
Con la lengua hay que tener intimidad no congresos; la lengua quiere a estetas, que la follan mejor que los doctores; creadores irreverentes que se pasen la gramática por el forro, no currículos de buenos niños de papá.


Pero Umbral también era -¡ay!-hombre.

En su prosa, Umbral tenía la presencia pegajosa del egotista, una voz acampanada y nada dialogante que se imponía repetitiva y monótona, especialmente en sus últimos años.
Gustaba de evocar cada tres por dos al niño triste y pobre de pueblo desde el ático de Concha Espina, recordatorio de tiempos de tocino rancio que a las madames Verdurin les derrite el hielo de los gintonics, y él le dejaba el orgullo erecto.
Desde su tribuna de El Mundo, cantó las lindezas políticas de la gran alternativa de gobierno carpetovetónico, un Marqués de Badromín redivivo: Rajoy.  

A Umbral le gustaba opinar sobre todo, especialmente de aquello que conocía mal o sacaba las vergüenzas a su cultura mediana de autodidacta más adicto a los cócteles que al retiro eremita del sabio. Ensartaba nombres de filósofos con la gratuidad del que se ha mirado el Ferrater Mora por encima, a la busca de un prestigio que ni falta que le hacía, aunque él nunca superara sus complejos al respecto. 
Aplaudía a Ruano con la misma insensatez con que cargaba contra Galdós o "Clarín", porque sí, porque a él, las dotes narrativas del canario y del ovetense le quedaban lejos, y eso le escocía la soberbia y le jodía la velada. Así que, al socaire de las barbas de chivo y la pipa de kif, despotricaba contra los mozos de cuerda de la prosa realista.    

Promocionó los Coños de Juan Manuel de Prada cuando no veía más que al pajillero ramoniano y adulador; al escritor dotado para la greguería, glotón de redondeces femeninas evocadas entre las sábanas limpias de su doncellez, y que no podía amenazar su gloria de barroco. Pero cuando al niño gordito y lúbrico le fue asomando la musculatura narrativa armada sobre una prosa rotunda y creativa, Umbral se acojona, tira de navaja y despacha al futuro telepredicador como un pobre plagiario de Agustín de Foxá. Acusación que, viniendo del autor de La leyenda del César Visionario, no puede menos que ser tomada como una boutade.

Umbral quiso ser la gran vedete de nuestras letras, pero Cela tardó mucho en morirse y llegó tarde a ocupar la vacante del exabrupto y el púlpito de la provocación, desde donde porculear a feministas y meticulosos, poner escándalo en los collares de perlas de las señores mayores y autorizar el mal palabro del obrero con un "que diría Umbral".

A Umbral le sobró audacia para ganarse el presente y le faltó inteligencia para sembrar una posteridad olvidadiza y cabrona. Y así le va -aunque a él se la refanfinfle, que diría el Nobel. Así le ha ido, al menos hasta ahora, que desde el descanso de reyes, Vilas y compañía, nos lo están oportunamente recordando.

Pero como decíamos, todo eso, quedó atrás. Todo eso, murió con Paco -disculpen la familiaridad-. Con la soledad de la muerte de Paco, al menos, no mancillada por los aduladores de turno que aprovechan estos eventos para dejarse ver, soltar un par de elogios con cara de circunstancias pero sonriendo a cámara -¿cómo lo harán? 

Todo eso, murió cuando la escritura abdicó de la elocutio en aras de la claridad, la accesibilidad, la comunicación, y el Marca se convirtió en el manual de estilo del escritor -hay excepciones, claro. 

Todo eso, como digo es ya pasto de cursos de verano para  niñas gramáticas, sequitas, sequitas, que buscan alguien que les diga al oído con el timbre malhumorado de Paco: "Hay un reloj de pulsera fornicando en algún sitio con la eternidad."



http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/6529/Sobrevivir_a_Umbral



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