sábado, 21 de junio de 2014

SHAME.



Un hombre mira a una mujer.



Una mujer siente la mirada del hombre. 






Están sentados frente a frente en un vagón de metro. Ella perfila una sonrisa halagada ante el atractivo desconocido. Aunque él mira a los ojos, ella percibe las resonancias de su lubricidad bataneando en las bóvedas gótica de su ser. El brillo de la excitación conmueve el rostro, cruza las piernas de un modo incitante, la anticipación del placer late en sus muslos.







 De repente vacila, su expresión se nubla, comparece una culpa secreta y el azoramiento se hace visible. 








Se levanta con premura y dispone a dejar previsiblemente el vagón en la parada siguiente. Su mano arrepentida, asida a la barra, nos muestra la causa con forma de anillo de compromiso.
Lo simbólico, la ley impone su economía al deseo.


La última secuencia del filme es un eco de la misma situación, los mismos actores en el mismo escenario, pero algo ha cambiado. Ahora es la mujer la que penetra con su mirada desiderativa al hombre. Ahora es la mujer la que muestra su deseo al otro, una vez que se ha librado de la atadura de la ley.








Y ahora es Brandon (Michael Fassbender) quien resulta abrumado ante la exhibición del deseo del otro, incapaz de ofrecer respuesta a un enigma que por vez primera experimenta como tal.
Ya no es el mismo de antes. Y no lo es a causa de la experiencia de la inscripción de la mirada del otro. Brandon ha comprendido dolorosamente que ser visto por el otro es la verdad del ver al otro.



Estas dos secuencias breves que encuadran Shame (Ídem, 2012; Steve McQueen) cifran la evolución de un personaje para el que el prójimo era un medio de acallar la pulsión, un conjunto de orificios por los que dragar la presión incontenible y apremiante que crece en su seno.
Brandon es vivido por fuerzas poderosas que le imponen el hábito monótono de la búsqueda de su evacuación, una liberación provisional siempre. Esta rutina de desahogos vicarios procurados en soledad o con el concurso mercenario de una profesional, a veces incluso entre las piernas de mujeres que consigue ligar por vía legal a cuenta de su apostura, reducen su vida a un sacerdocio. Brandon vive de espalda al mundo de los otros, consagrado al demonio de la pulsión.
El placer es un modo de mantener la salvaguarda del equilibrio psíquico, aminorar el apremio de la excitación, mitigar el goce y evitar sucumbir al trauma. El goce vulnera el principio del placer.



El goce es dolor. El individuo tiende a sobrepujar los límites del placer, ergo, el hombre busca el dolor.  
Un hombre. Inmóvil, vacío, en ausencia de tensiones, yace sobre una cama. El plano cenital sugiere la intrusión de un punto de vista ajeno, elevado, divino. Algo de crístico hay en su delgadez pálida,  algo de sudario o mortaja en las sábanas de ricos pliegues que tapan su desnudez. Fuera de campo escuchamos pasos de tacón alto.
Comienza el día para Brandon.
El montaje en paralelo enlaza en un continuo temporal la llegada de una prostituta la noche anterior, la secuencia del metro referida antes, las llamadas de Sissy, la masturbación durante la ducha. La superposición de diversos momentos de su rutina y consiguiente ruptura de la cronología, comunica la compulsión del goce, el eterno retorno de la pulsión que llegará a su paroxismo en el último tramo del film.



Sissy irrumpe en la vida de Brandon. Entra en su apartamento cuando su hermano no está. Extrañamente alarmado al ver la puerta abierta y una horrible canción pop berreando donde antes sonó Bach, toma un bate y busca al nada discreto intruso. Sissy está tomando una ducha. Sissy con su miseria y su dolor, exhibe un desnudo nada excitante ante la enorme erección de madera con la que Brandon ha tratado de defender su privacidad.
Sissy vive al borde del abismo, en la cuerda floja de una fragilidad emocional directamente proporcional a la intensidad del goce excluyente de Brandon.
Una de las ya secuencias antológicas de la década es la interpretación que hace la Mulligan de New York, New York, durante la cual vemos el rostro de Brandon conmoverse (Shame es una película de cuerpos que buscan un alma que acariciar) El juego de plano-contraplano dispensa la ilusión de un diálogo íntimo entre los dos hermanos. Sissy comunica su dolor al corazón sordo de Brandon.















Sissy será el sacrifico que la pulsión celosa reclama. Un goce que fustiga a Brandon a lo largo de una noche interminable durante la que buscará con fruición el placer que silencie el dolor. Brandon está ya en camino de lograr la trascendencia, escapar a la alienante soledad que le impone la pulsión. Pero su camino será el martirio.






Más dolor, aunque de un tipo distinto. Un dolor que viene del otro que hasta ahora sólo le ofrecía placer. Definitivamente el mundo de Brandon deja de bascular en torno a él y su goce. Ha comenzado a vivenciar al otro como sujeto, y eso le impide emplearlo para liberar tensiones, de ahí la impotencia que ha mostrado antes en el encuentro con su compañera Marianne (Nicole Beharie)

La mirada del otro le ha ofrecido la vivencia de sí mismo, Brandon se reconoce en el extremo de esa mirada ajena y experimenta el desgarro, la dislocación del su ser. Hasta ahora, la mirada de Brandon fijaba al otro como objeto, el mundo y todo su contenido se hallaba a disposición de su goce. Ahora, al reparar en la mirada del otro, ahora al ser mirado por una extraña en el vagón de metro, Brando es invadido por una profunda, violenta y devastadora vergüenza.



Brandon ha resucitado como hombre.