viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Márquez (1927-2014)





Ha muerto Gabo. Y nada ha cambiado. En apariencia.

El café tiene el sabor de siempre, y el sol amenaza con salir por donde suele, rompiendo directamente contra mi ventana. No me quejo. Ni siquiera las procesiones, con sus ecos de Calanda y escenas de dolor, que me cortaron el paso durante una década de vida en el casco histórico de Castra Caecilia, obligándome a asistir a su desfile narrativo, con fastidio al principio, antes de que una emoción creciera invariable sobre la prisa y la razón, y me dejara roto en algún sitio más íntimo a mí mismo de lo que yo lo soy; ni siquiera la procesión de la Madrugada, digo, singulariza hoy esta luz vacilante y pronto cegadora, o confiere nuevas inflexiones al trino de los jilgueros, altera la quietud de las copas de árboles que no sé nombrar y por tanto no existen para ustedes. No existen para nadie. Y entonces recuerdo un momento de la historia de Macondo.
Sus habitantes son tomados por la bendita enfermedad del olvido. Las evasiones de la memoria a las que Aureliano puso remedio marcando cada objeto con un hisopo entintado: mesa, silla, reloj...Sin embargo, había un problema mayor al olvido del nombre del objeto, el de su utilidad, de la que había que dar cuenta de forma prolija. De modo que mientras la enfermedad duró, los vecinos de Macondo atraparon la realidad huidiza con oficio de palabras. Pero las palabras son traicioneras y muchos acaban sucumbiendo a las seducciones de una realidad imaginaria, "inventada por ellos mismos, que les resulta menos práctica pero más reconfortante."

¿No les parece uno de los pasajes más hermosos de la historia de la literatura? En la entrada, un anuncio rezaba: "Macondo" . Y otro más grande en la calle principal, con la leyenda : "Dios existe."

Para  todos los que sucumbimos a la seducción de una realidad imaginaria urdida con palabras, hoy, Viernes Santo, algo ha cambiado para siempre en la cualidad del aire, en el vuelo múltiple de los insectos al otro lado del cristal, sobre mi viejo póster de Johnny Guitar ("Dime una mentira"), en la expresión con la que me mira Doinel mostrándome las fotos de sus amantes, en la interpretación que hizo Gould de Bach en 1981, hasta mi Don Quijote de bronce parece haber cambiado el libro de mano.
En mi realidad circundante, inmediata, más allá del atril que sostiene Cien años de soledad, más acá del teclado que teje grafías sobre este documento, hay algo que nunca volverá a ser lo mismo.

Gabo y yo.

Circulaban -no corrían aún- los noventa. Marito, la profesora de lengua, nos mandó leer (porque a leer se mandaba) aquel curso, Leyendas de Bécquer (dios la bendiga), Viejas historias de Castilla la Vieja de Delibes (dios la confunda) y Relato de un naufrago. Así nos asomamos al colombiano. No olvidaré la turba de emociones que me retorcieron el ánimo durante el capítulo del naufragio, como uno no olvida la primera paja, la primera vez que escuchó Gimme Shelter o la primera visión (sí, fue una visión) de Centauros del desierto. Como uno no olvida ninguno de aquellos momentos que fatalmente comprometen nuestro porvenir.

"Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculé que debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni le reloj. No vi la ola."

Ni un sólo "desvío" de la norma. Fraseo corto, lenguaje denotativo, referencial, sin metáforas. Pero qué efecto incomparable el de esa enumeración sobria, qué ritmo tan vertiginoso le imprime la estructura polisindética a la zozobra del barco, sólo  referida por sus efectos, de un modo oblicuo, desde la percepción vívida del narrador.
Imposible no caer rendido ante las artes del colombiano. Junto a Borges y Onetti, el gran genio narrativo de nuestras letras. El primer capítulo del Coronel no tiene quien le escriba, lo debo haber leído al menos veinte veces. Su estructura, equilibrada y somera, anticipa temas y líneas  narrativas. Lo que tenemos que conocer del Coronel y su mujer, la relación que tienen, el carácter de ambos, la pérdida, la vejez, la pobreza, el gallo de pelea, la espera de su pensión, todo el tejido del relato, se encuentra presente en apenas ocho páginas gloriosas, llenas de piedad y sabiduría literaria.

Al margen siempre de la polémica entre clásicos y barrocos, decidió militar en todos los estilos. Desde el laconismo de una crónica periodística al barroco rabelesiano de El otoño del patriarca, para referir los excesos y la corrupción que entraña el poder omnímodo. Su prosa mantuvo un perfecto equilibrio entre la orfebrería modernista de Rivera y Lezama, o las tentaciones del diecisiete que maceró la prosa sublime de Carpentier, con Rulfo y la, mal llamada, oralidad del último Borges. Una prosa prístina, opaca de tan transparente.

A Gabo, Borges no le gustaba, demasiado cerebral, demasiado frío. Gabo no dejaba pasar un día sin leer a Borges. Nadie adjetiva igual, decía.
Las infinitas modulaciones de su prosa, encabalgada siempre sobre una sintaxis fluida, volátil, ligera como pocas, transitaba del frenesí narrativo al arrebato lírico sin menoscabo del ritmo de la narración; sin demoras en descripciones prolijas. Si Borges es el maestro de la hipálage, Gabo lo es de la sinestesia:

"De tanto ser usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse en lodo."

Hay enumeraciones que son para declararle amor eterno:

"Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas. Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre."

La muerte del Coronel Aureliano Buendía es, simplemente, parte de la literatura universal:

"Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba, trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño."

Ayer Gabo, no encontró el recuerdo. A todos nos llegará el momento y también nos faltará un recuerdo. Y nos asistirá el olvido.


Un abrazo amigo. Dios te bendiga.



jueves, 17 de abril de 2014

Desde la cabaña de Todtnauberg.







1.


La Carta sobre el Humanismo (1946) constituye la respuesta a una carta previa de Jean Beaufret de la que se conserva escasa información, y con la que Heidegger trata de tomar distancias con la interpretación antropológica que El Ser y el Tiempo (1927) había venido recibiendo desde la filosofía existencial francesa, y en especial, a partir de la lectura que Jean Paul Sartre ofrece en su obra El Ser y la Nada (1943). Una y otra soslayan el sentido y la pregunta esencial de su obra, esto es, la pregunta por el sentido y la verdad del Ser.
 La experiencia de la guerra que acaba de concluir hace del Humanismo un tema acuciante, un interrogante abierto en la tierra quemada de Europa al que deben apresurarse a ensayar respuestas desde el desconcierto y la perplejidad. De ahí la pregunta de Beaufret: ¿cómo podemos dar un nuevo sentido al humanismo?

“El existencialismo es un humanismo”, había dicho Sartre, el hombre se realiza como humano en la medida en que se proyecta y persigue valores, entendidos como realizaciones históricas. Las preguntas que  plantea Beaufret a Heidegger responden a las cuestiones del existencialismo y giran en torno a la autonomía y la libertad, un intento de precisar las relaciones de la ontología con la ética. Si bien esas preguntas se formulaban desde una orientación ajena al pensamiento de Heidegger, que en su respuesta apunta ya a los motivos principales de lo que se ha dado en llamar, la “vuelta” o “giro” (Kehre), el desplazamiento de la problemática ética tradicional a la escucha y al pensar de la verdad del Ser.
“Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella, producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora bien, lo que ante todo «es» es el ser.”


2.


Pronto pasa Heidegger a abordar en la Carta lo “propio” del ser humano. El hombre no es una animal más entre otros, no es un ente como los otros. Su labor es la de revelar lo que hay, comprender lo que es, conocerlo y decirlo. La existencia humana es el claro en el bosque en el que se presenta (no es representado), aparece y es dicho el Ser. El hombre es el ente que expresa su sentido. La verdad no puede ser referente a cualquier cosa, se trata de la verdad del Ser.

Critica el concepto tradicional de “verdad” como una propiedad del enunciado en correspondencia con el objeto, es decir, la idea de la verdad como adecuación. A partir de su análisis etimológico del término griego aletheia, es reemplazada por la idea de verdad como des-ocultación, develación, estableciendo una equivalencia entre “ser verdadero” y “ser descubridor” como sendos modos de ser del Dasein. Tal planteo no se debe a que la verdad como adecuación sea falsa o incorrecta, sino en virtud de algo anterior, “originario” que la haga posible. Por lo tanto, cabe decir que la verdad como adecuación es derivada de la propia aperturidad del Dasein como el lugar originario de la verdad. Dicho de otro modo, interrogarse por la verdad del Ser significa indagar en la relación entre el Dasein y el Ser. “Existir humanamente es estar en la verdad.”

Estar al descubierto y ser descubridor es la forma de ser del Dasein.
La distinción entre el Ser y los entes, esto es, “la diferencia ontológica”, la encuentra ya Heidegger en Santo Tomás. El Ser sólo puede definirse en negativo. El Ser no es uno más entre los entes. Tampoco el ente supremo ni el ente más general del que podría predicarse todo, que es lo mismo que sostener que nada puede decirse de él. El Ser tampoco puede asimilarse a la Idea platónica y su rol de arquetipo trascendente de las existencias sensibles. El Ser es la condición trascendental de que haya algo en vez de no haber nada. Buscando en la historia, el filósofo de Friburgo no encuentra noticia de esta diferencia ontológica, además, el lenguaje de la metafísica lejos de suprimir la diferencia la consagra al predicar atributos ónticos del Ser.
La degradación del pensamiento humano la inaugura Platón con la consecuencia de que el hombre pasa a representarse al ser a partir de los entes mundanos, con la consiguiente degradación de su misma esencia.
“El olvido de la verdad del ser en favor de la irrupción de eso ente no pensado en la esencia es el sentido de lo que en Ser y Tiempo se llamó “caída”.”

La condición de posibilidad de lo óntico degenerado en mera representación ante una conciencia, queda disponible para la manipulación práctica, dando comienzo a la era de la técnica y la ciencia moderna, un período en el que todo pierde su sentido auténtico. Todo queda a disposición de la voluntad humana, incluso el mismo hombre deviene recurso, un activo más.
La metodología de Heidegger, como se vio en el caso de la aclaración del concepto tradicional de “verdad”, no consiste en la mera oposición o inversión, sino en el retroceso a un origen esencial impensado, la vuelta a algo anterior. A este proceder le llama Werwindung y se halla muy presente en la tropología que despliega en la Carta, con la que pretende recuperar un lenguaje que no cosifique el mundo ni lo reduzca a una mera relación causal. “Pero la decadencia actual del lenguaje, de la que, un poco tarde, tanto se habla últimamente, no es el fundamento, sino la consecuencia del proceso por el que el lenguaje, bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad, va cayendo de modo casi irrefrenable fuera de su elemento. El lenguaje también nos hurta su esencia: ser la casa de la verdad del ser. El lenguaje se abandona a nuestro mero querer y hacer a modo de instrumento de dominación sobre lo ente. Y, a su vez, éste aparece en cuanto lo real en el entramado de causas y efectos. Nos topamos con lo ente como lo real, tanto al calcular y actuar como cuando recurrimos a las explicaciones y fundamentaciones de la ciencia y la filosofía. Y de éstas también forma parte la aseveración de que algo es inexplicable.”
Cuando Heidegger afirma que “el lenguaje es la casa del Ser”, hemos de entender “casa” como “ámbito” que permite la manifestación del Ser en vez de contemplarlo como algo meramente presente, “disponible”. Pero el lenguaje tampoco es causa del Ser, sino correspondencia. Y es en esa correspondencia donde mora el ser humano. Vemos el modo en que la metáfora evita de un lado “objetualizar” el Ser, y de otro reducirlo a un efecto del lenguaje.

“El hombre es el pastor del Ser”. El hombre no es dueño del ser, sino que es reclamado por él para su cuidado, nuevo desmonte del primado del sujeto moderno. El hombre es más que un “animal racional” pero menos que un “sujeto”. Hemos de poner en relación esta función originaria del hombre con la idea de verdad, no como algo derivado sino como aperturidad del Dasein.  La aperturidad abarca la estructura del cuidado como anticiparse a sí estando ya en el mundo. Con lo que el tropo queda encuadrado e interpretado desde la Sorge, concepto capital de El Ser y el Tiempo, como anticipación que supone una relación originaria con el mundo.

Si hay un tropo que trata de superar el dualismo moderno a favor de una interpretación hermenéutica es “el claro”. Aparece en la Carta durante la discusión de la concepción sartreana de “existencia” como opuesta a la “esencia”, en virtud de una mala lectura del pasaje de El Ser y el Tiempo en el que se afirmaba que la esencia del Dasein radica en su existencia, y cuyo sentido aclara Heidegger ahora.
 Lo que quiere decir es que este ser de aquí tiene el rasgo fundamental de la existencia, es decir, del extático estar dentro de la verdad del Ser. El tropo de “la luz” implícito en ese extático estar dentro del claro, remite a un carácter trascendente. Así como la luz trasciende  todo lo visible siendo su condición de posibilidad, así el ser trasciende todo ente. Sólo desde un horizonte de oscuridad el Ser no es un objeto para el Dasein, ni éste su sujeto.

Volviendo a la pregunta que formula Beaufret acerca de la posibilidad de restituir el sentido del humanismo tras el trauma bélico Heidegger responde:
“Usted pregunta: ¿comment redonner un sens au mot «Humanisme»? Esta pregunta nace de la intención de seguir manteniendo la palabra «humanismo».
Pero Heidegger entiende por “humanismo” la autocomprensión que el hombre europeo en la era metafísica tiene de sí mismo. El “humanismo” histórico surge por vez primera en la Roma de la República como contraposición al homo barbarus. El concepto incorpora la paideia helenística. El Renacimiento importa lo clásico en disputa con el barbarismo gótico de la escolástica medieval, es decir, que el término “humanismo” remite a la Antigüedad, un revivir de las postrimerías de la cultura griega asimilada a la romanidad, concepto del que serán herederos Schiller y Goethe. No así Hölderlin, en virtud de una aspiración de lo originario que sobrepuja las aspiraciones de ese humanismo.
También hace referencia Heidegger en la Carta al humanismo cristiano, el marxista o el de Sartre, que si bien, no son legatarios del anterior, se centran el elevar al individuo, idealizarlo a través de cierta paideia, a partir de la creencia en una esencia común y noble, en última instancia, siguen cautivos de la racionalidad griega.

Hay por lo tanto que descartar todas las acepciones del Humanismo, dado que:

“Ninguna contempla la relación del hombre con la verdad el Ser, donde reside la dignidad de su existencia. Todo humanismo se basa en una metafísica, excepto cuando se convierte él mismo en el fundamento de tal metafísica. Toda determinación de la esencia del hombre, que, sabiéndolo o no, presupone ya la interpretación de lo ente sin plantear la pregunta por la verdad del ser es metafísica. Por eso, y en concreto desde la perspectiva del modo en que se determina la esencia del hombre, lo particular y propio de toda metafísica se revela en el hecho de que es «humanista». En consecuencia, todo humanismo sigue siendo metafísico. A la hora de determinar la humanidad del ser humano, el humanismo no sólo no pregunta por la relación del ser  con el ser humano, sino que hasta impide esa pregunta, puesto que no la conoce ni la entiende en razón de su origen metafísico. A la inversa, la necesidad y la forma propia de la pregunta por la verdad del ser, olvidada en la metafísica precisamente por causa de la misma metafísica, sólo pueden salir a la luz cuando en pleno medio del dominio de la metafísica se plantea la pregunta: «qué es metafísica?»  En principio hasta se puede afirmar que toda pregunta por el «ser», incluida la pregunta por la verdad del ser, debe introducirse como pregunta «metafísica».

El rechazo de la versión histórica del humanismo no implica una defensa de la barbarie sino una invitación a abandonar los predios de la era metafísica y una vuelta a sus designios como “pastor del Ser”.
Heidegger rehúsa prolongar con su obra el humanismo occidental porque es el responsable de que el hombre languidezca en el olvido del ser, viva en la “caída”, apremiado por los entes que quiere dominar pero que acaban por subyugarle. Esta voluntad de poder no sólo le ha llevado a la ruina (ahí quedan dos guerras mundiales para dar fe) sino a poner en serio peligro la supervivencia del planeta que le da cobijo. Una humanidad sin patria ni metas es su legado: heimatlos. 
Heidegger reserva para el hombre un lugar mucho más elevado, una existencia digna, siempre que se vuelva hacia su íntima conexión con la verdad del Ser que haga posible su manifestación, y con ella, recuperar una existencia auténtica.

Con la respuesta que ofrece Heidegger a Beaufret, aclara sus diferencias con el Existencialismo y el “giro” que lleva a cabo de la problemática ética tradicional a la escucha y el pensar de la verdad del Ser.
“Poco después de aparecer Ser y tiempo me preguntó un joven amigo: “¿Cuándo escribe usted una ética?”. Cuando se piensa la esencia del hombre de modo tan esencial, esto es, únicamente a partir de la pregunta por la verdad del ser, pero al mismo tiempo no se eleva el hombre al centro de lo ente, tiene que despertar necesariamente la demanda de una indicación de tipo vinculante y de reglas que digan cómo debe vivir destinalmente el hombre que experimenta a partir de una ex-sistencia que se dirige al ser.
El hombre es un “proyecto arrojado”, se encuentra involucrado en una situación histórico-temporal y su manera de proyectarse se halla decidida más allá de cualquier programa o elección como las indicadas por el Existencialismo sartreano.

La pertenencia del Dasein al Ser  se convierte en prioridad del Ser: “lo esencial es el Ser, no el hombre.”


lunes, 7 de abril de 2014

La Loba Capitolina.





La mano se perdió bajó el vaquero desabotonado para regresar con el premio de un olor lleno y oscuro atrapado en las yemas de los dedos. Un olor que se asomó a sus narices con la violencia pegajosa e incitante del almizcle destilado bajo el tejido que se apretaba a la entrepierna y ceñía una abundancia repartida con ecuanimidad entre ambos jóvenes.

Isaac se aplicó entonces con fruición caníbal al pecho asignado, sintiendo crecer el pezón bajo la labor de su lengua nostálgica de lactancias. Al otro lado, la mujer daba a probar a Héctor el jarabe ácido de su animal carnívoro, espeso, azafranado, retorcido como la vegetación que eriza su ribera.

Y tras la cata forzada, el muchacho se ayudó a bajar la sustancia con un trago generoso y último de vodka amargo que ella libó de sus labios párvulos con lengua de perra recién parida. Subimos los tres, sugiere acariciando maternal las cabezas, con una fonética sibilante, sugerente, segura de su oficio de Circe, que se  enrosca a las bajuras.

Arreglan cuentas bajo la luz giratoria y encabalgados sobre sendas erecciones, siguen a la hembra mora a través de la gasa quieta del humo, escaleras arriba, por un pasillo de paredes rojas y techos bajos hasta el cuarto de formas geométricas. Prende el incienso y los cuerpos con una salmodia enigmática y salaz pendiente del belfo. Del otro lado de la puerta llegan pasos de tacón alto y risotadas, los ritmos de un apremio carnal sobre el hilo musical. Los conduce desnudos hasta el lavatorio, de un mármol antiguo y hexagonal, allí derrama un agua tibia desde el embalse de sus manos bajo la luz sigilosa de la lámpara que ilumina el baptisterio, llenando el cuarto con resonancias de gruta. Enjuga la humedad íntima con una toalla áspera de lavados y los toma de la plenitud, sintiendo el bataneo la de la sangre, la mirada sin pestañeo clavada en los ánimos, como las uñas al deseo, guiando hacia la cama de sábanas negras, sin almohada, sobre la que los sienta con apenas un tirón de las voluntades.

Se saca los zapatos rojos y libera las caderas del vaquero ayudada de un ligero bamboleo, la blusa negra  al salir descompone el moño, suelta los pechos. Del cajón de la mesilla toma sendos profilácticos. Empuja los cuerpos y monta a horcajadas sobre la glotonería de Isaac, que se aplica al banquete  clavando uñas y mordiendo magro, mientras la enorme lengua vibrante de jaifa busca el ayuno de la boca de Héctor.

Luego dispone, coloca, sitúa y acomoda al fin en su cuerpo los apéndices que ceden pronto, en sincronía, al laboreo acompasado de boca y cadera. Entre espasmos y tímidos gemidos las virilidades declinan y se desmoronan. 

Así acaricia sus frentes exhausta y juega con los cabellos ensortijados de Isaac, los cabellos lisos de Héctor húmedos en los extremos. 

Así, la Loba Capitolina arrulla a su prole satisfecha.