sábado, 22 de febrero de 2014

ANTONIO MACHADO (1875-1939)

Hoy, en mitad de la vida,
me he parado a meditar...





Creo que fue el primer poeta al que leí.

Seguro que fue el primero que supo leerme a mí. En su verso sereno, sabio, lleno, me encontré por vez primera una tarde lluviosa de noviembre (no tuvo por qué ser así, pero es hermoso creer que así fue).

En su verso templado, sensato y viril me sigo encontrando casi un cuarto de siglo después, cuando estoy más perdido que nunca, como lo hago en la lira celeste de Darío, o en la lira amarga de Cernuda, Jaime Gil. A veces en Vallejo, que no es lira sino zampoña. En Quevedo siempre.

Lo leí por vez primera en una de esas antologías de cubiertas horribles y un papel de estraza amarilleado que olía a literatura. O a cómo yo pensé entonces que la literatura debía oler. Formaba parte de una colección de clásicos que se incluía junto a una enciclopedia. Aún guardan silencio sobre los anaqueles de mi casa materna.

No sé si los volveré a abrir.

Luego, una variación sobre el poema A José María Palacios que escribí en apenas media hora, me hizo ganar un premio regional de poesía en la escuela. Pensé que escribir era fácil. Borges tenía razón al afirmar que la lectura es una actividad posterior a la escritura. Más sensata.

 "busca el tú que nunca es tuyo/ ni puede serlo jamás."

Poeta del tú, poeta del otro que va contigo. En un siglo de gloriosos ensimismamientos, de egos que vestían máscaras para escapar de su alienante soledad, cantó a la alteridad, no a la posesión, tendió puentes hacia la libertad ajena y anticipó el tema central del prójimo en la filosofía sartreana:

"El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve."

Antonio Machado tomó como nadie la temperatura a esta nuestra España aquejada de una arritmia secular, siempre al borde del infarto. Presintiendo el latido del odio, anticipando la visión de la matanza con unas palabras premonitorias que nos siguen helando el corazón.


"Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón."

Mártir de la otra España, dejó en Collioure el cadáver más hermoso del mundo, para oprobio eterno de los nietos de los que mataron a García Lorca, a Miguel Hernández. Ahora se vengan y le niegan a la educación el magisterio y la grandeza moral de la herencia de estos mártires de la palabra y el pensamiento. Porque la otra España no quiere, como no quiso ni querrá, personas. Sólo peones. 
Si nos negamos, ya no nos matan, no. Sólo nos relegan, nos esquinan con una tarjeta, ponen un sello. Y listo.

El alcance moral de su gran obra en prosa, Juan de Mairena, que debiera ser lectura obligatoria en todos los institutos, no ya para alumnos, sino para sus profesores (sí, también los que enseñan cosas útiles, como matemáticas o química deberían leerla), de vigencia absoluta, universal, hace de Machado uno de los grandes legatarios de la herencia kantiana.

Hay días en los que le digo al primero que esté dispuesto a escucharme, que Retrato es el mejor poema de la literatura española. 

Hay días en los que sólo tengo a Machado.


Va por ti maestro.


"Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito.
el pan que me alimenta y el lecho donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar."

lunes, 10 de febrero de 2014

EL CONSEJERO.




Nadie escribe como McCarthy. Eso parece claro.

Nadie puede escribir como McCarthy. Eso parece lógico si revisamos las premisas de su narrativa, ajena a la medianía del universo pequeñoburgués de sus contemporáneos más destacados, Roth y DeLillo. En las antípodas del genio prolijo, proteico y humorístico de Pynchon.

Su afilada prosa de oráculo, enigmática, sobria, punzante, se incardina en lo esencial, en el corazón salvaje del mundo y la naturaleza impía de los hombres. Su brújula señala hacia la vida y la muerte como único destino posible del arte. La lucha por la primera o la huida provisional de la segunda, su cerco continuo y seguro, suele ser el punto de partida argumental de unas novelas presididas por el fatalismo, la falta de esperanza.

McCarthy es un misántropo que no cree que el hombre haya venido al mundo para otra cosa que no sea sufrir y hacer sufrir bajo un cielo del que han desertado los dioses. El hombre a solas con su condición es un drama en sí mismo, lúcido, eso sí.

McCarthy es un evangelista maldito que mira de reojo a Sófocles y asiente a Dostoievski, luego discute con Nietzsche, echa unos tragos junto Melville y Heminghway. Cuando los tiene borrachos a unos y distraídos a los otros, desenfunda la Colt 1909, calibre 45, y los cose a balazos sobre su escritorio de roble canadiense.
Así se convive con los grandes. Así nos salvamos de los clásicos, llenando el cálamo con su sangre santa.


The Counselor (2013, Ridley Scott)

McCarthy elabora una soberbia fábula misógina con ecos de tragedia clásica, acerca de los corolarios del segundo principio de la Termodinámica.

Hacía tiempo que no disfrutábamos tanto con unos diálogos así de precisos, brillantísimos, certeros, veteados de digresiones y preñados de reflexiones que no son verosímiles ni lo pretenden.
Los personajes son meros actantes, máscaras trágicas que vehiculan principios e ideas, la codicia, la lujuria, la asunción pesarosa de las consecuencias. La maldición del libre albedrío. Hay que aplaudir la existencia de un filme que asume su naturaleza literaria sin complejos, la gravedad de unos presupuestos argumentales confiado en la inteligencia de la audiencia. Hay que aplaudir a un filme que nos trata como a personas. Y hay que hacerlo porque estamos ante una producción hollywoodense plagada  de estrellas que brillan y hacen brillar las palabras que pronuncian.

El guión dispone una serie de vis a vis que tienen como contrapunto las secuencias del itinerario del camión que oculta los narcóticos. Diálogo y acción conviven en una estructura perfectamente equilibrada en su alternancia de moción y reflexión, dejando los suficientes cabos sueltos para que el espectador sienta y presienta un mundo latente, un pasado vivo y un futuro incierto, en una historia y unos personajes que sentimos existían antes de que diera inicio la proyección, y persistirán, algunos, los menos, luego de los créditos finales, cautivos en nuestra imaginación, sufriendo los pasos de su destino de criatura. Que fue libre, pero lo fue para errar y caer. Y aquí nadie cae para aprender a levantarse.




En la mejor tradición de film noir, la mujer, eterna Lilith o Pandora, labra la perdición del hombre. En este sentido es memorable el personaje de Malkina, interpretado por una Cameron Díaz a la que los años le han endurecido los rasgos y potenciado el atractivo. Un bello diablo bañado en oro que envidia la nobleza del cazador, la pureza de un mundo de reglas simples, morir o matar, sin dilemas ni juicios de valor. Ya se dice en la película, la mujer no sabe de dilemas morales. Malkina es una diosa párvula que habita un mundo prístino y bárbaro anterior a la moral y la teodicea. 
"Conoces a alguien cuando sabes lo que quiere." Dice Reiner (Javier Bardem), en este sentido no conoce en absoluto a Malkina. Lo trágico es que lo sabe. La teme, ve al felino latiendo tras el cobalto de sus ojos, pero teme más imaginar una vida sin ella.

El hombre y su tendencia a la hiperestimación sexual que tanto tiene de compulsión neutótica, le hace incurrir en la suprema soberbia de investir el objeto de su deseo con lágrimas de eternidad, esas piedras "preventivas" llamadas diamantes que se espera inmunicen contra las mordeduras del tiempo realzando una belleza inmarcesible.

EL abogado (Michael Fassbender) hace por amor lo que no hizo por codicia. Pese a las adverencias de Reiner y Westray (Brad Pitt), el amor le hace sentirse invulnerable. Pero el azar o el destino, según se mire, le muestra lo errado de su sensación.
Los hombres del cartel usurpan el papel de los dioses que corrigen la soberbia de los hombres. Sin ira ni odio, ninguna emoción nubla la implacable labor de azotar la hýbris humana con su magisterio terrible y paciente.
El abogado aprenderá unas cuantas verdades, que lo harán más sabio ya que no más feliz. Las acciones son irreversibles y generan nuevos mundos. El perdón no es una opción.  El dolor no vale nada. Su comercio con la misericordia, una quimera judeo-cristiana que en nada interesa a estas deidades exiliadas del Olimpo que tienen su hogar en Ciudad Juárez.


Lástima, porque el Abogado tiene dolor a manos llenas.