viernes, 28 de junio de 2013

YO ES OTRO...










Je est un autre...
Rimbaud.












Soy un catador, bocado a bocado pruebo de aquí y de allá, un poco de esto y otro poco de aquello, nunca demasiado, claveles, margaritas y graciolas tienen cabida por igual en mi menú heteróclito. No puede decirse que me termine ningún plato ni apure copa alguna, no lo pretendo, no encuentro placer en el hartazgo ni me satisface el exceso más que cómo una variedad ascética. Me repugna profundizar en nada más allá de un sentido meramente epidérmico incluso en mí mismo. Nada tan repugnante como tratar de conocerse, qué vanidad y qué aburrimiento. Nada tan idiota cómo tratar de realizarse.


“En verdad os digo, a tomar por culo con la autorrealización. Bienaventurados los que no se realicen, porque  nunca nada será de ellos. Nada tendrán ni nada los tendrá.”

    



Lo interesante es el mundo y no el sujeto, o en todo caso, no como algo ajeno al mundo y sus acaeceres:

El tesoro está en la acción y no en la reflexión.
En el viaje y no en el destino.
En la excitación y no en el orgasmo.
En la copia y no en la modelo.
En el reflejo y no en el espejo.
En la cita y no en el encuentro.
En lo posible y no en lo probable.
En la seducción y no en el logro.
En la mirada y no en lo mirado.
En el zapato de tacón y no en el pie.
En el pie y no en la mujer.
En la mujer hasta que es tuya.
En la voz y no en el pensamiento.
En la escritura y no en la voz.
En la traducción y no en el vernáculo.
En el suplemento y no en la cosa.

La perversión. La perversión. La perversión.
                                                                                                 Johannes Fucktotum.




Si hubiera tenido la ocasión de conocer a Descartes le hubiera preguntado por esa debilidad suya por hacer de la conciencia, esa nada, fuente de la certeza, y con la certeza modelar el Ser, cuándo lo verdaderamente interesante es errar en lo ajeno, declinar en lo otro, lo que me trasciende y me reconoce como objeto entre objetos. Lo que me aliena y nihiliza. Lo que no tengo y cuando alcanzo, abandono.

Lo que no soy.

Personalmente, prefiero desconocerme, perderme en el tráfago de mil identidades que son ninguna, para encontrarme al cabo, forastero de mí mismo. Cambiar cada día de nombre, de domicilio, de trabajo y de mujer. Ser nadie, como Odiseo, y ser todos, como Proteo, vivir mi vida y tu vida y su vida. “Viví todas las vidas” fue la lección que aprendimos en la Vida de Torres Villarroel.

La embriaguez no es más que el declive de la identidad, la muerte del yo, la sutura que funde al individuo con la otredad, conciencia y mundo, un ponerse máscara sobre máscara sobre máscara.

Para encontrarse hay que perderse.


                                                                                                          ...je est un autre...



martes, 25 de junio de 2013

TOMBSTONE. LA LEYENDA DE WYATT EARP.








Lo que hace que una película me interese, llegue incluso a fascinarme por momentos.

Cualquier cosa.

  1. Un duelo a latinajos en un salón de Tombstone.
  2. Determinados encuadres, especialmente contrapicados, pero también algunos planos medios interiores iluminados lateralmente.
  3. Decorados barrocos con predominio de un rojo nocturno.
  4. Una delectación saludable por las atmósferas insanas que figuran la maldad psicológica de algunos personajes.
  5. Escenarios insólitos en el género: fumaderos de opio, el proscenio de un teatro a la luz de las candilejas, etc.
  6. El delicado equilibrio entre lo ridículo y lo sublime.





Tombstone( 1993, George P. Cosmatos) pretende ¿desmitificar? la figura de Wyatt Earp, convertido por Kurt Russell en un amable mercachifle al que la justicia se la trae al pairo, y sólo la sed de venganza le resuelve a plantar cara al clan de los Clanton y los McLaury al amparo de una estrella.
Son Virgil (Sam Elliott) y su inseparable “Doc” Holliday (Val Kilmer) quienes arrostran la responsabilidad que de sólito se le atribuye al legendario sheriff de Dodge City.

Virgil asume un compromiso con la comunidad a la que están explotando al aguardo de un nombre mítico y releva al comisario asesinado ante las protestas de Wyatt. Lo pagará con la pérdida de un brazo.

Un moribundo Holliday exonera a un timorato Wyatt de batirse con Ringo (Michael Biehn), a quién ambos saben que no puede vencer. A diferencia de las demás versiones, en la rivalidad que se traba entre Holliday y Ringo no interviene Kate (Johanna Pakula), su naturaleza es muy otra. Ambos son hombres cultos que se mueven en un ambiente que no les corresponde, amargados por una pérdida y diestros para el crimen. Protegidos de Mefistófeles. Durante la representación de Fausto y ante la pregunta de si vendería su alma al diablo, Ringo responde con amargura, que ya lo hizo. Más tarde, en la fantástica escena del duelo dialéctico, “Doc” dice que le odia porque le recuerda a él mismo. Ringo y el Doctor son ambas caras de la misma falsa moneda.
Más tarde “Doc” dirá que la sed de sangre de Ringo viene del deseo de vengar el hecho de haber nacido.
Estamos sin duda ante uno de los mejores “Doc” Holliday, y eso a pesar de Val Kilmer
Diríamos que es un western desmitificador en la línea de Little Big Man sino fuera por la ridícula secuencia prólogo, propia de cualquier episodio de A-Team sazonada con citas apocalípticas en la línea de Pale Ride. Un sacerdote momentos antes de ser asesinado por Ringo, anuncia la llegada de un jinete que lleva el infierno consigo, sorprendente revelación cuando el encargado de ejecutar esa justicia divina es un sujeto de la catadura e este Earp, un hombre de negocios tan despreciable cómo suelen ser los hombres de negocios, con la grandeza propia de un hombre de negocios, materialista, timorato y sin sentido real de la justicia.

Kevin Jarre se propone dotar a la historia de un trasfondo metafísico en la que confluyen las alusiones al espiritismo de Morgan (que tendrá su eco mientras se desangra sobre el tapete verde), con la naturaleza luciferina de Ringo o Kate, las amables blasfemias de salón de “Doc” con un sentido litúrgico de la venganza vehiculado en la naturaleza repentina de ángel exterminador que reviste Wyatt, quien llega a caminar sobre las aguas escupiendo fuego e ira contra los fariseos de rojo fajín.

Se entiende que sendos elementos no casen bien y presten a la película ese carácter monstruoso de híbrido que cuándo funciona, funciona, aunque por lo general patina en sus propias contradicciones.

A todo ello no es ajeno el trabajo de Cosmatos, tan brillante componiendo imágenes como inepto a la hora de cargarlas de emoción. Nunca llegamos a percibir el latido de la amistad entre Wyatt y “Doc”, seña de identidad de entregas anteriores y posteriores (Kasdan estrenará su Wyatt Earp apenas unos meses después), del mismo modo que la ampulosidad con que pone en escena la reacción nada contenida de Wyatt al asesinato de Morgan, con aparato de grúa, lluvia y truenos, si bien comunica su conversión en ángel vengador de forma épica, arruina un planteamiento visual que contiene, pese a lo fallido, una idea brillante concerniente a su relación con Allie y Josephine.

¿Y qué hay del gunfight en O.K. Corral? No llega al de Sturges (ni Ford llega al de Sturges) pero brilla especialmente en su preámbulo, más sobrio que el de Kasdan, con menos planos, sin contrapicados ni cabezas calientes que magnifiquen y teatralicen el trayecto, y ello gracias a un hallazgo visual que revelan un raro talento en Cosmatos, las cuatro figuras de paño negro se recortan contra el fuego accidental de una casa, en una elocuente expresión física de las emociones ígneas que consumen a los hombres en los momentos previos al encuentro. Lástima que el guión no motive debidamente el enfrentamiento al que llegamos sin demasiada tensión, su origen a apenas son unas bravuconadas de borracho que se van de las manos. Quizá ese era el propósito de Jarre, mostrar cómo un incidente menor deviene en el duelo más célebre del oeste. No sé, hay tantos titubeos.



Pese a todo, el film posee una primera hora espléndida en la que se retrata con singular tino a un buen número de personajes reconocibles de otras versiones (cómo el actor que encarna a Fausto, eco de aquel otro que leía a Shakespeare por las tabernas de Tombstone en My Darling Clementine, y que aquí acaba asesinado, mártir de la belleza en un mundo brutal) y se ponen en escena temas, ambientes y diálogos poco habituales en el género.


jueves, 20 de junio de 2013

JAMES GANDOLFINI (1961-2013)





Ya Scorsese había vestido al capo con chándal y puesto a dar palizas con un bate de aluminio en las trastiendas de Brooklyn, enredado en una violencia brutal y grotesca, sin plano cenital ni ruido de tren que embosque los disparos.
Ya Scorsese le había arrancado al gángster la máscara trágica y la penumbra que envolvía su despacho oval y echado luz sobre un figurón con las mandíbulas flojas el el gatillo fácil.
Ya Scorsese había cambiado a Mascagni por Sinatra, Rota por los Stones, cuando irrumpió en escena Tony Soprano con sus kilos de más y esos ademanes del que sabe mandar y se sabe temido, sus crisis de ansiedad y una incontinencia venérea rival de su ambición, que no era poca.


Tony Soprano es el típico hombre de mediana edad al que el corazón se desploma en el pecho por efecto de los años, de la vida, de él mismo.

Tony Soprano es el típico marido que folla con todas menos con su santa y eso suele crear tensiones domésticas, problemas de alcoba y mala leche conyugal.

Tony Soprano es el típico padre que sufre a dos adolescentes que empiezan a odiar el dulce hogar familiar que él ha creado sobre los muertos.

Tony Soprano es el típico hijo que sigue bajo el peso de una madre que le recuerda de continuo que nunca será su padre.

Tony Soprano es el típico hijo de vecino de New Jersey que tiene que trasladarse cada mañana hasta Manhattan para ganarse el pan.

Tony Soprano es el típico gestor de residuos que sabe no debe temer por un trabajo que trata con el rasgo más productivo del ser humano, fabricar mierda.

Tony Soprano es el típico jefe que debe mantener en su relación con sus subordinados un equilibrio precario entre el respeto y el miedo, la benevolencia y la debilidad, la dádiva y la patada en los huevos.

Tony Soprano es el típico capo que debe llevar un negocio sujeto a las fluctuaciones de la legalidad, las rivalidades, los compromisos con la tradición y los aires cambiantes que soplan desde las alturas del poder.

Toni Soprano es el típico gángster que se ha visto varias veces El Padrino y Uno de los nuestros.

Tony Soprano fue, es y será, James Gandolfini, un pedazo actor al que Los Soprano hizo entrar por la puerta grande en la historia del cine. A las creaciones de Coppola, Scorsese y De Palma les salió un rival gigante de la pequeña pantalla. Con la serie, la HBO dio comienzo a una auténtica edad de oro de la ficción televisiva sin visos de desdoro.

Tony no es un cabrón con el corazón de oro, y por más que se diga no es un tipo entrañable, es brutal y mezquino, calculador, egoísta, frío como un témpano salvo que huela hembra, un taimado y maquiavélico lector de Tsun-Tzú que conoce bien los resortes del poder, la distancia que separa la amistad de la lealtad que anuda el interés y favorece cierta confianza, sabe bien cuándo es tiempo para la diplomacia y cuándo para las balas, tiene bien presente la máxima de su santo patrón Michael Corleone, ten cerca a tus amigos, pero más cerca a tus enemigos, y sabe mentir con su misma pasmosa habilidad, mirando directo a los ojos mientras dispara certero al corazón.
Sin embargo, capítulo a capítulo se va ganando nuestro respeto porque es bueno en lo suyo, es muy bueno en lo que hace, y eso siempre concita admiración, porque tiene poder y sabe disponer las piezas sobre el tablero, juega con arrojo sin perder la cabeza, es un lobo alfa que no vacila, inteligente, con carácter y una cierta integridad, principios medievales que introducen un orden precario en los predios del caos.
Pero además Tony es un hombre como cualquier otro, marido y padre y hermano y sobrino e hijo, con sus debilidades y ofuscaciones, momentos bajos, alegrías pasajeras, mucha, mucha frustración, con su bella psicoanalista y niña en la Universidad, acomplejado por su aspecto y feliz de haberse conocido.

Y sí, alguna vez llegamos a quererle.

Va por ti, James.









domingo, 16 de junio de 2013

FLESH+BLOOD (LOS SEÑORES DEL ACERO)





Por alguna extraña razón que se nos escapa Los señores del acero (Flesh and Blood, 1985) abre las puertas de Hollywood a Paul Verhoeven, y digo que se nos escapan (a mí y mi legión de demonios) porque es una cinta que presumiblemente debería haber haber horrorizado a los mojigatos ejecutivos de los grandes estudios por su visceralidad, por su lucidez, por su voluntario alejamiento de los tópicos de la épica de los que apenas subsiste la banda sonora de Basil Poledouris.
Claro que luego le dejarían estrenar la mayor salvajada de la década y el más demoledor alegato contra las políticas neoliberales jamás realizado, Robocop. Qué cosas.

Pues bien, el estúpido título español nos recuerda que el film se financia al socaire del auge del llamado género de “espada y brujería” iniciado con la magnífica Excalibur de John Boorman y continuado por Conan, el bárbaro e infinidad de ínfimas secuelas e imitaciones varias sin interés, con las que Verhoeven nada tiene que ver, de hecho, su película es casi el negativo de las leyendas del ciclo artúrico.
La sensibilidad del holandés se encuentra más próxima a Boccaccio o Chaucer que a Chrétien de Troyes, a ese espíritu carnavalesco que Bajtín defiende como propio del período medieval y sus postrimerías complacido en la parodia grosera de lo cortesano y la exhibición de un hedonismo soez que desdice al platonismo de la literatura culta y donde poco o nada hay de temor de Dios.

El ideal caballeresco declina, estamos en 1501, la Europa inmediatamente anterior a la constitución de los estados absolutistas se desangra en guerras nobiliarias oficiadas no por vasallos fieles que han prestado juramento sino por rapaces mercenarios cuyo valor y lealtad está en función de la cuantía del botín.

Martin (Rutger Hauer), al que en su primera aparición mientras es bendecido durante el cerco a una ciudad se llena la boca con un puñado de hostias trasegadas oportunamente con un generoso trago de vino, es reconocido como líder mientras procura riquezas a sus hombres y cantineras. Los avales de su poder son la avaricia de aquellos que confían en que los hará ricos, por eso, para imponer su voluntad lejos de apelar a la palabra persuasora o la fuerza disuasoria, recurre a tretas, engañifas y vilezas en absoluto nobles que triunfan al amparo de la superstición. La oportuna aparición de una figura de San Martín, santo célebre por su generosidad, en el peor momento para el grupo, cuando han sido traicionados, es interpretada como el signo de una futura prosperidad procurada por su ministro terrenal de igual nombre. Verhoeven ofrece un soberbio análisis de los mecanismos ideológicos al servicio del poder. Martin se apresta a emparentarse con su santo patrón y reafirma la conveniente lectura que el Cardenal dispensa de los presuntos designios divinos, sin duda un arma de doble filo, cómo se verá.

La réplica femenina a Martin la da Agnes (Jennifer Jason Leigh), contrahechura del ideal de dama en la misma medida en la que aquél lo era de caballero. Su habilidad para comerciar con los valores de su sexo es notable. Ante la renuencia de su prometido a desposarse con singular astucia le invita a comer mandrágora para que un amor inmarcesible surja entre ellos, Steven (Tom Burlinson) pese a dárselas de erudito se dejará llevar por la superstición o quizá simplemente le sigue el juego a una joven cautivadora de mirada lúbrica  anunciadora de noches de gozos sin cuento, que delata una comezón febril y urgente bajo enaguas templadas tras los muros del convento, que auguran una voluptuosidad privada al sabio, un placer infinitamente más intenso que el que se pueda obtener entre legajos, esbozos y diseños de Leonardo.
Cuando Agnes sea raptada por los renegados de Martin, ante la perspectiva de ser violada por el grupo y confiada en sus encantos, no ofrece la menor resistencia a éste, ceñirá con sus piernas la grupa del guerrero para ayudarle en la faena ante el regocijo y la excitación de los mirones que aguardan su turno.
El desparpajo de la joven sorprende por los años de vida conventual, es tan diestra manipulando a Martin con el oficio de sus encantos como éste a sus compañeros apelando a la avaricia unánime. Naturalmente los derechos de exclusividad en el usufructo de la joven no le son fáciles de conservar, y así, para evitar cederla y evitar conflictos, provoca primero un incendio que de nuevo es tomado por una señal, y más tarde propicia que la espada generosa del santo señale hacia un castillo que tomarán de inmediato con éxito, lo que supone la feliz coronación de la prosperidad augurada y garantía de pertenencia de Agnes.

Pero Steven no renuncia a la chica, ya sea por acción de la mandrágora o por deseo de vengar la afrenta. El tercero en discordia guarda notables semejanzas con los otros dos. Su personaje se construye sobre el tipo del joven enamorado que tiene que rescatar a la princesa cautiva confiado más a su inteligencia que a su brazo. Su saber enciclopédico le permitirá salvar muros y amenazas víricas y finalmente arrancar a la dama de las fauces del dragón. Para entonces Martin ha sido traicionado por sus hombres, se sabrá traicionado por Agnes, a la que trata de dar el mismo destino que Otelo a Desdémona (aquí brilla la huella de Welles), pero Verhoeven lejos de deparar un final trágico para su trío nos lo salva, recordando que en este mundo no hay lugar para grandes finales dramáticos como no lo hay para nobles sentimientos. Con todo, se muestra menos cínico de lo que se le acusa y deja claro que Agnes, al derramar el agua contaminada para evitar que Martin la beba siente algo por el mercenario, amor o deseo, pero algo es lo que lleva a la joven a correr un riesgo golpeando la copa fatídica. Si bien luego, las comodidades de la vida cortesana enmudecen al corazón y resuelven el conflicto en favor de Steven, el amor que Martin le confiesa es correspondido. Victoria pírrica, pero victoria al fin.

Verhoeven no cree ni en la épica ni en la tragedia y a buen seguro suscribiría los argumentos de Lope en su Arte Nuevo relativos a la mixtura tragicómica. La empresa de sus héroes no es la búsqueda edípica del conocimiento ni su destino se encuentra a merced de una cruel providencia que coarta su albedrío y urde su perdición. Sus vidas no son guiadas por nobles valores ni arquetipos inmortales inspiran sus designios, todos esos principios no son más que mecanismos ideológicos para mantener las relaciones de dominio, el statu quo, llenas las barrigas de nobles y curas, y a buen recaudo sus feudos. Verhoeven sabe que la vida no es más que una lucha hoy para seguir luchando mañana, como reza una letrilla satírica que se canta en algún momento del film, y que lo mejor que se puede hacer es comer, beber y follar cada vez que haya ocasión y como si fuera la última vez, porque tal vez lo sea.
Verhoeven sabe que el hombre no es más que carne y sangre. La razón, lejos de ser un principio universal, prioritario y bondadoso, es tan sólo un arma poderosa al servicio de la conservación de la propia vida aunque, al menos en el varón, subordinada a los genitales.


Paul Verhoeven, cineasta dilecto de mi adolescencia furiosa y silente, se nos antoja como uno de esos llamados por Scorsese “contrabandistas” que importaron malas ideas a la nación de las barras y estrellas durante el periodo clásico, de forma taimada y en un troyano que se vendió como una cinta de aventuras para degustar entre palomitas y bidones de refrescos, contaminó el patio de butacas con una misantropía de ecos buñuelianos y una poética y política de fauno complacido de haberse conocido. Y no le vino mal a una industria atrofiada por los productos familiares de la Touchstone y la Amblin un poco de carnaza y cinismo, negrura y rojo oscuro como el vello de una meretriz. La irrupción de Verhoeven en la industria en aquellos tiempos en los que Coppola y Cimino habían acojonado a los grandes estudios resueltos a evitar riesgos marginado el talento y seguir fórmulas resultonas, su acomodo al sistema y su éxito comercial indiscutible, sigue siendo un enigma en parte comprensible desde la habilidad del holandés para facturar productos accesibles al gran público, pero con todo, un enigma.

La osadía del holandés tendría su justo castigo una década después, cuando otro de sus grandes títulos Showgirls puso el madero y los clavos para que quedara claro que el sistema sólo tolera el desacato del lobo solitario para justificar un castigo desproporcionado.


miércoles, 12 de junio de 2013

DUBLINESCA.




El mundo es muy aburrido, o lo que es lo mismo, lo que sucede en él carece de interés si no lo cuenta un buen escritor.

Podríamos afirmar que la ya amplia obra narrativa de Vila-Matas gira en torno a esta afirmación efectuada por el protagonista de Dublinesca (2010) El aburrimiento que llevó a Alonso Quijano a fatigar las vastas llanuras castellanas para “vivir” sus relatos de caballerías es el mismo tedium vitae que ahora lleva a un editor jubilado, Samuel Riba a vivir el Bloomsday a Dublín para celebrar en secreto un réquiem por la cultura escrita.

Para el lector de novelas el mundo es el reino de la contingencia y el absurdo, un juego que no responde a reglas ni argumento, invertebrado y gratuito. Para el lector de novelas el mundo es un inmenso espacio textual que sólo se deja configurar como texto a cambio de una renuncia, perder el propio mundo. En vano tratará de interpretar como signos azares, leer en las superficies de las cosas para tratar de comprender, su empresa está condenada al fracaso. La máxima expresión de ese fracaso es perseverar en el absurdo, en la lectura equívoca de los hechos, en la escritura sobre renglones torcidos, vivir los libros y leer el mundo.

Pero no es posible ser feliz sin participar en el absurdo de la vida, esa es la amarga certeza que anida en el corazón del hombre de letras que ha optado por comprender el mundo en vez de hacerse miembro de su club, y el mundo se le ha ido quedando lejos, cada vez más extraño contemplado desde su cuarto. Riba, en las puertas de la ancianidad y como no puede ser de otra forma, siente su vida como un fracaso. Fracaso como editor que no dio con ese genio que se propuso encontrar, fracaso como escritor que nada dejó escrito por cobardía o debilidad de carácter, fracaso como hijo sin hijos que sigue sometido a sus padres, fracaso como hombre que no dejará huella alguna de su paso.

Y así, Dublinesca se convierte en la crónica minuciosa de la conversión de un hombre en fantasma según la maravillosa definición de “fantasma” que nos ofrecía Joyce: -¿Qué es un fantasma? -preguntó Stephen-. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres. El hallazgo es que la muerte sólo es una de sus causas. La jubilación, la incomunicación y la soledad ofician igualmente de agentes. Riba a medida que interpreta con más frecuencia los hechos como signos percibe su falta de susbstancia y ser un personaje de ficción se convierte en una sospecha plausible. Se convence de que su autor debe estar acechando como el de Bloom espiaba sus pasos. El autor que le conviene a un carácter tan insignificante como el suyo debe estar alejado del gusto barroco de Joyce por delatar esa superabundancia estilística un acomodo o conformidad a la vida, no, a la insoportable levedad de su ser le va más la lucidez severa y el resentido laconismo de Beckett. Pero el autor a muerto, como antes había muerto dios, y ahora está dando sepultura a la era de la imprenta, con lo que su condena no será comparable a la de Augusto Pérez, siendo en definitivas cuentas la misma, aunque menos trágica, absurda como un mundo sin dios.

El Bloomsday se acaba convirtiendo en el Doomsday.

Proust en El tiempo recobrado escribe: “La vida nos decepciona de tal modo que llegamos a creer que la literatura no tiene ninguna relación con ella.” Dublinesca es una celebración de la literatura, es decir un alegato contra la vida, una venganza imposible.