domingo, 12 de mayo de 2013

THE CABIN IN THE WOODS o réquiem por un género






( i )

Acabo de leer una reseña tardía de The Cabin in the Woods a manos de alguien que comienza su texto confesando una abierta desafección por el género y que sigue reprimiendo apenas una evidente alegría por lo que considera es la carta de defunción del mismo. Se acabó lo que se daba. El film de Goddard es tan certero desmontando la tópica del slasher, tan demoledor arrumbando su mecanismo pueril, tan preciso mostrando sus vergüenzas que será imposible en adelante que el respetable pueda digerir artefactos semejantes con la ingenuidad con que, al parecer, lo hacía hasta la llegada de este film mesiánico. Aleluya.
Bien, lo dicho, un tipo al que no le interesa el género. Sólo alguien así puede decir semejante sarta de insensateces, jugar a creérselas y hacerlas públicas con escaso pudor.

( ii )


Ya en estas misma páginas escribí que soy de esos que se toman el género muy en serio. Me disgustan a partes iguales esas propuestas autorales que tratan de “sublimar” las premisas genéricas, como si les hiciera falta el favor, y estos otros jugueteos metalingüísticos en los que la ironía reviste un carácter meramente lúdico.
Entiendo que a los pocos interesados en el cine de terror, son estas obras precisamente las que les interesan. Las primeras porque vienen con visado, las segundas, porque toda aparente reflexión se antoja inteligente, permite emplear palabras de cuatro sílabas con prefijos griegos y citar a Lyotard.
Por todo esto, parece normal mi relativa indiferencia ante The Cabin in the Woods, no acabo de ver en qué sentido constituye un punto de inflexión en el género ni dónde radica su presunta novedad. Vale que Scream sorprendiera a los menos avisados en su momento, pero desde los tiempos del film de Craven y gracias a él, el género asimiló la conveniencia de explicitar sus recursos narrativos y lugares comunes con un desparpajo que lejos de arruinarlo lo ha nutrido y vivificado, dispensando la ocasión de jugar con las expectativas de la audiencia más resabiada, a veces incluso con notable éxito.

Ahí está la soberbia Severance de Christopher Smith, me temo que no muy popular, una pieza de muchos quilates que ofrece jugosas lecturas, donde hay ironía, sátira, y nunca olvida lo que quiere ser. No sacrifica la atmósfera ni prostituye el clímax a la sacrosanta madurez del respetable, es una obra redonda, terriblemente divertida y tensa como la primera cena con los suegros.
No es lo mismo tratar al público de idiota que procurarle inquietud, frustrar sus previsiones. Lo segundo es compatible con un tratamiento maduro del género. Es cierto que para orquestar un suspense eficaz, se requiere un talento poco habitual, quizá ahí resida el deslizamiento de algunas de las piezas más célebres de los últimos tiempos a la perspectiva del victimario, del miedo por la víctima inadvertida del peligro se bascula al goce sádico del verdugo.

Parece ser que el autor innominado (¿debería nombrarlo?) de la susodicha reseña no se ha visto el díptico de Halloween perpetrado magistralmente por Rob Zombie. He aquí la refutación de la mayor. Zombie parte del apego al clásico, pero mira tú que en vez de darle por desmontar el mito y buscar la complicidad de una audiencia curada de espanto, eleva esas mismas premisas tan manoseadas a la enésima potencia, con una fe en sus recursos rayana en el fanatismo. El remake de Halloween y su secuela, se sitúan en en hemisferio opuesto de Craven o Goddard. Su fuerza radica en lo “ingenuo” de la actitud de Zombie, su deliberado anacronismo, la ausencia de ironía. Zombie no apela ni a la inteligencia ni al estómago. Apuñala el corazón, es emoción pura. Conmoción. Jamás antes en la historia del género, y me remonto a Psicosis, un asesinato nos había dolido tanto, nos había metido de igual modo en la piel de la víctima, nos había hecho sentir su rabia, su impotencia, su dolor, como el segundo y último ataque de Michael a Annie.
Zombie cree en la fórmula, y nos hace volver creer a los que la amamos, y gracias a su fe, le amamos a él, es nuestro patrón y estandarte. Sólo así se entiende que haya logrado una dura, seca, primaria como un Fuller, impactante, subyugante, brutal obra maestra que nos acompañará al asilo. Solo así se entiende que los caballos blancos hayan dejado de ser simplemente caballos blancos.

Las películas de Zombie conviven y sobreviven a la de Goddard. He aquí la grandeza de este género tan pueril y estúpido para algunos, he aquí la razón por la que es, junto al porno, la fórmula que goza de mejor salud, y al que presumo una larga vida.

No amigo mío, nadie acabará con este bendito género, ni Goddard, ni la era digital, ni James Wan, ni el 3-D, ni artistas como tú. A los monstruos de la Universal los riduculizaron Abbott y Costello, y luego la Hammer, con Fisher a la cabeza, nos los trajo de vuelta más hermosos y malditos que nunca, por las mismas fechas que Hitchcock desbrozaba con Psicosis y Los pájaros el camino que seguirían los dos ramales más fructíferos de cine de terror de la últimas décadas, el serial-killer a partir de Argento y Carpenter, y La noche de los muertos vivientes, respectivamente. Ahora estamos desempolvando los clásicos de los setenta y ochenta con bastante fortuna al tiempo que Drew Goddard nos ofrece un delicioso divertimento nada subversivo, vagamente original y que, como le ocurrió a Scream, que lejos de poner un punto y final acabó insuflando nueva vida al slasher, no me extrañaría que impulsara alguna propuesta sobre el filón sin explotar de las terribles divinidades precolombinas. Lo que no estaría nada mal.

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