domingo, 26 de mayo de 2013

ROCKY BALBOA: No importa lo fuerte que puedas golpear...







Logró algo más que apelar a la nostalgia de una generación que se deja vivir bajo el peso de los treinta y la cuerda floja de contratos temporales, paternidades prematuras y relaciones que son todo menos sentimentales.

Logró algo más que cerrar el círculo de dos de los mitos contemporáneos más relevantes salidos de la cultura popular, la única forma de cultura capaz de producir verdaderos anclajes de sentido colectivo en este fluido viscoso que llamamos realidad y a despecho de Vargas-Llosa y esa cruzada suya por la gran cultura.
Y lo logró con éxito. Dos veces.
(sí, niños y niñas, lo habéis adivinado, estoy hablando de Sylvester Stallone.)

De repente, se levanta una mañana con el peso de un mal sueño en los párpados y la boca seca tensada por un rictus. Imagina qué sería de Balboa en la orilla de los sesenta mientras le reprocha a la luz del día que sea tan dura con él. Parece que no lo ve muy resignado a asumir el papel que la sociedad le adjudica a un anciano, esquinado contra sus recuerdos y relatando anécdotas a los clientes de un Planet Hollywood apócrifo con las paredes acribilladas a fotos de los buenos tiempos, la añoranza en el ceño y el corazón atragantado de senectud. El Stallion lleva mal lo de caballo viejo.

Y al final uno es lo que hace, siempre que siga haciéndolo.

Stallone escribe, dirige e interpreta sin brillo pero con la solidez que confiere el oficio y la pasión que presta el entusiasmo. Si fuera pluma escribiría, si fuera espada, mataría, pero soy boxeador, se dice, y un un boxeador boxea.
Eso es Rocky Balboa (2006), el intento de Stallone de hacerse sitio metiendo codos en la industria del nuevo milenio, reinventando el mito sin faltar a sus valores, sin complejo ni disculpas, defendiendo sus razones con vehemencia y honestidad. El mito es anacrónico porque es intempestivo, ahí radica su fuerza.
Al final de sí mismo, un Rocky ya sin estatua ni Adrian, sólo ve el cuadrilátero y a un hombre tratando de noquear la sombra del contrincante que más duro golpea, el hijoputa del tiempo, única enfermedad de la que uno no espera curarse, no importa lo fuerte que puedas golpear, sino lo fuerte que te golpean y lo que puedas aguantar. Rocky asume una verdad simple y dolorosa, la vida sólo te quita, y si te da, es para quitarte luego y que se te quede la cara de tonto hablando ante el granito de una lápida. Hablando con el joven que uno fue, único interlocutor posible para un viejo. Pero hay que seguir aguantando, después de todo, esa fue su mayor virtud pugilística, saber encajar, cansar al contrario parando sus golpes con la cara y las costillas, así lo hizo con Apollo, Crubber Lang , Ivan Drago, y así lo hará con su nuevo rival, confiado a su pegada y a despecho de la artritis y calcificaciones varias.
Rocky Balboa es ante todo un fin de fiesta y un homenaje. La victoria es simbólica, es el triunfo del espíritu (no diré la voluntad, por eso de las connotaciones) que se produce sobre una lona íntima, alejada de los flashes y los focos, una lona íntima a la que no llegan la sangre ni el sudor, una lona íntima que bien mirado, es misma la lona íntima sobre la que siempre a bailado.
Stallone tiene un olfato privilegiado para elegir los paisajes de la batalla de su héroe: el miedo. Contra el miedo tuvo que encararse aquel boxeador humilde y entrado en años de Filadelfia cuando se le puso en las narices el sueño americano.
Contra el miedo tuvo que encararse apenas tres años más tarde el púgil estragado de victorias cuando su encontró a su alter ego furioso reclamándole la oportunidad que a él se le brindó. Entonces Rocky experimentará por vez primera la pérdida y el dolor que anudarán la serpiente de un miedo diferente y terrible, no un miedo a no ganar, un miedo a quedarse sin nada. Rocky tendrá que cortar el nudo gordiano, vencer la serpiente que se aloja en su pecho para vencer en el cuadrilátero a Crubber Lang. Y lo hace.
Ahora, en la última entrega de la serie, Rocky/Stallone sólo reclama la oportunidad de dignificarse haciendo lo único que ha sabido hacer bien. Ya no están en juego títulos mundiales ni grandes bolsas, ahora, está en juego la dignidad personal, la felicidad y eso de sentirse a gusto con uno mismo.

El guión no falta a su cita con los discursos grandilocuentes ni la típica secuencia de entrenamiento animada por Bill Conti, que bien mirado, son la quintaesencia de la serie, no hay más que ver como unos y otras abundan por You Tube.

El éxito del film le llevó a poner el punto final a su otro héroe, este mucho más sombrío y brutal, John Rambo (2007), con mucho, su mejor película, antes de pasar al amable revisionismo autoparódico de Los mercenarios (2009, 2011), cuando su carrera parece definitivamente lanzada de nuevo.

Creo que fue Kafka el que dijo, cuando un tipo que casca nueces consigue despertar el interés de una multitud, es porque hace algo más que cascar nueces. Saquen ustedes sus conclusiones.



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