lunes, 22 de abril de 2013

ALGO DE MÍ.








Algo de mí, que dicen los cursis por redes y fronteras.

Yo no soy nada (hermoso encabezamiento para un Curriculo), soy Nadie (genial ocurrencia la de Homero). Soy el contenido de mi conciencia, un ir y venir sin suelo firme, prolijo y disperso, como Ciorán (y como él, sólo habré conocido el inconveniente de haber nacido).
Quizá por eso cada vez entiendo más a Joyce. Quizá por eso últimamente sólo leo a Joyce. Yo soy como Bloom, me dirijo a un funeral diferido en el latido de la mañana, me dirijo al funeral de Paddy Dignam aunque bien sé que cuando llegue y lea las esquelas, y las bandas de las coronas y el bajorrelieve de la lápida, otro será el nombre que allí me encuentre.
Pero mientras mido la distancia al cementerio con paso calmo, me cruzo con éste y aquél, y le miro el culo a ésta y el busto a aquélla otra, y me tropiezo con pensamientos vagabundos, triviales y profundos, tan tristes y opacos como uno mismo, sólo que yo, a diferencia del inadvertido Leopold, voy con el Ipod berreando a Dylan o los Stones y gafas de sol por más que esté nublado, para evitar la charla circunstancial con los conocidos que me asaltan, cuyo tenor ya se sabe, el tiempo, las lluvias, la familia y todas esas cosas que le revuelven a uno el ánimo.

Algo de mí, dicen los cursis cuando refieren sus gustos y aficiones, soberana presunción de interesar. Qué voy a contarte bella desconocida (todas las desconocidas son bellas, nada malogra tanto la belleza como el trato, el conocimiento, la familiaridad), qué podría decirte sin que te sintieras defraudada, como Heidegger, traicioné a mis amigos, y ninguno lo merecía podría decir, pero sería una mentira y hoy no estamos para contarnos mentiras, que esto no es la habitación de un hotel ni tú una hermosa jovencita de uñas lacadas y lengua inquieta.

Si no hice trampas al póquer, será porque no juego, no por falta de ganas, que lo de jugar por jugar está bien cuando gano y sólo cuando gano. Hablo solo, me dices, ¿pero con quién quieres que hable?, ¿contigo? Te diría que amo a Kubrick y Nabokov sobre todas las cosas, pero no lo entenderías y sería una exageración de las que tanto me gustan disparar cuando encendemos el primer cigarrillo de después. Te diría que ya no espero ver nada más hermoso que L`apollonide, pero ya dije lo mismo cuando In the Mood for Love y Von Trier hizo que me tragara de mil amores aquellas palabras.

Te diría que pronto tendré lista esa novela que empecé hace cinco años bajo la inspiración de Onetti y Lowry ambientada en una Oaxaca imposible y lisérgica, y que no sé cómo se ha deslizado hacia la orilla de DeLillo y Carver y una atmósfera doméstica y brutal, y que a pesar de todo sigue siendo un relato autobiográfico gratuito y rencoroso, es decir, un ajuste de cuentas con el pasado, como el de Doinel, como el de Kafka, como el de Zorn, y que se parece cada vez más a esa novela imposible trabajada “bajo influencias” que el personaje maravilloso que encarnaba Michael Douglas en Wonder Boys acababa por dar a los vientos, muy a su pesar pero con alivio inmediato. Quizá ciertas obras no deban salir del cajón. Esta mía, a buen seguro, no encontrará un final tan poético, no se dispersará en bellos remolinos blancos, la tecnología hace la vida más cómoda pero no aporta belleza alguna. Aunque, una oportuna subida de tensión y fin al nudo gordiano. Lo que la tecnología nos da..¡Alabada sea la tecnología!

Dime, qué quieres que te cuente, que me paso la noche mirando los cielos por si se apaga una estrella. Medí los cielos, reza el epitafio de Kepler, ahora mido las sombras de la tierra. Pero no te mentiría si dijera que hace unos días vi romperse un pedazo del cielo, vi desprenderse un fragmento de su bóveda oscura. Luego supe por un amigo que no fue más que el fragmento de un meteorito lo que me hizo detener Holy Motors justo en el momento en el que un padre condenaba a su hija a ser ella misma el resto de su vida. El caso es que la feliz conjunción del astro caído con la sombría condena de uno de los caracteres de Denis Lavant, me tuvo caviloso, íntimo de noche sobre el alféizar, mecido por los rumores múltiples de la campiña, con el temor de ser idéntico a mí mismo, uno de esos petulantes gilipollas que te dicen cosas como “yo soy así”, “ese es mi carácter” y demás basura afirmativa del ego que cree que es algo, que es sujeto, substancia, beneficiario de una esencia con escrituras de propiedad firmadas ante notario. El fulano de turno se perdió la lección de Nietzsche y Heidegger, Freud y Sartre. El lenguaje esa puta embustera, nos mantiene cautivos en anacronismos, como cuando decimos “el sol sale y se pone”, nos oferta orden, estabilidad, control. Nos convence de que “Yo soy” y “Yo quiero”, y que el “Amor”, el “Bien” y la “Justicia”, son algo más que palabras.
Y en ese punto estaba, cuando, bajo mi ventana pasó aquella figura alta ataviada con una gabardina Mackintosh que Leopold ve por vez primera en el funeral de Dignam y cuyos pasos se cruzarán en adelante a lo largo y ancho de aquel día que son todos los días, que es una vida y todas las vidas. Porque Leo, como Ulises, Cristo o Lavant también es todos los hombres.
Traté de alcanzarla con la colilla de mi cigarrillo, pero ya no estaba.

Me dices, miénteme. Te digo, no otra cosa hago, amor, desde el primer día.
Pero hoy he venido aquí a confesarme. Ave María Purísima.
Me confieso Padre porque he pecado. Soy culpable.

Culpable de un intento de asesinato: anoche tomé con repentina furia a la botella por su esbelto cuello de cristal resuelto a poner fin a mi vida. Soy culpable de no sentir afición alguna por Chaplin, Billy Wilder y Fellini (salvo 8 ½) Soy culpable de no ir casi ninguna de las manifestaciones que se convocan. Soy culpable de no actuar como pienso. Soy culpable de excitarme con las braguitas de Sigorney Weaver en Alien. Soy culpable de detestar el cine español. Soy culpable de mentir menos de lo que debiera. Soy culpable de serme infiel a mí mismo. Soy culpable de no ser suficientemente feliz. Soy culpable de apoyar desde la barrera los “escrachins”. Soy culpable de la pereza que me impide ser lo que me gustaría ser. Soy culpable de escuchar a Bon Jovi, Estopa, Lana del rey. Soy culpable de mirarme con deleite en cada reflejo que se me ofrece. Soy culpable de escuchar la COPE. Soy culpable de no visitar a mi madre. Soy culpable de simpatizar con los Lanister. Soy culpable de ser atlético. Soy culpable de aburrirme con Apichtapong, Kiarostami, Javier Marías. Soy culpable de afeitarme en la bañera. Soy culpable de coleccionar antologías de Cum shots. Soy culpable de adorar las películas de zombis. Soy culpable de verter los posos del café en el fregadero. Soy culpable de imaginarme pintándole las uñas de los pies a todas las mujeres con las que tengo algún trato. Soy culpable de verme Cazafantasmas 1 y 2 en bucle cada vez que la realidad se me vuelve insufrible. Soy culpable de beber el vodka sin naranja. Soy culpable de gozar con el rostro acribillado de Hitler en Malditos Bastardos. Soy culpable de ser soberbio hasta el punto de pasar por humilde. Soy culpable de no acabar casi ninguna de las novelas que empiezo (aunque diga lo contrario) Soy culpable de llevar una doble o triple o cuádruple vida. Soy culpable de aborrecer al Real Madrid. Soy culpable de no tener convicciones. Soy culpable de despreciar a aquellos que las tienen. Soy culpable de sentir simpatía hacia el nuevo Papa. Soy culpable de ser condescendiente con los demás. Soy culpable de admirar a Arnold Schwarzenegger. Soy culpable de detestar este país soleado. Soy culpable de haber releído Santuario cuatro veces. Soy culpable de cenar ensaladas. Soy culpable de sentir ganas de cruzarles la cara a los que dicen “tolerancia 0” o “la práctica totalidad” o “a día de hoy”. Soy culpable de ver en You tube vídeos de culturistas. Soy culpable de llegar casi siempre tarde. Soy culpable de haber llegado a los 35.












Algo de mí. No mucho, sólo para que te hagas una idea.  





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