domingo, 28 de abril de 2013

BAJO EL SIGNO DE MARTE (DIARIO DE LECTURAS)







Yo todavía no he vencido aquello que estoy combatiendo; pero tampoco estoy vencido y, lo que es más importante, todavía no he capitulado. Me declaro en estado de guerra total.
FRITZ ZORN, Bajo el signo de Marte



(i)


Hay textos radicales, hay textos-límite que nos cambian, no diré la vida, la perspectiva. Tal vez incluso los paisajes. Son esos textos en los que late el dolor y comunican la verdad de la belleza, que es la víspera de lo terrible. Textos que son hijos de la necesidad. Para sus autores, no hubo elección, ellos nacieron para escribirlos, como Blanchot nació para encarnar su cicatriz. La escritura del todo o nada es esa que mira a los ojos del abismo, es esa escritura que no espera mantener el equilibrio y sucumbe al vértigo sin lamento.
Es claro que solo se escribe así cuando se tiene poco que perder porque ya se ha perdido todo, cuando se escribe abierto en canal. En ese trance estaba Fritz Zorn en los meses que duró la redacción de Bajo el signo de Marte. Un texto definitivo, un texto del que ya uno no espera recuperarse.


(ii)

Se trata de una indagación en la genealogía del mal, en los orígenes de la enfermedad del cuerpo en las sentinas del alma. Los pormenores autobiográficos y las digresiones ensayísticas se alternan a lo largo de esta singular automoribundia, probablemente una de las más poderosas formulaciones artística que ha recibido la filosofía de Friedrich Nietzsche.
Bajo el seudónimo de Fritz Zorn, malvivió y murió a temprana edad un habitante de la “Costa Dorada” de Zurich, con el alma rosigada por la depresión y el cuerpo, por un cáncer corolario de ésta, a su vez fruto de una tradición familiar que le educó para ser un espectador de la vida, trató de ahorrarle todo lo problemático, “lo complicado”, lo oscuro, y lo redujo a un ser disminuido incapaz de amar, una lánguida caricatura de hombre asexuado y esquinado contra su soledad.
El neurótico obsesivo se siente interrogado por el Ser, la contingencia de su existencia es la respuesta al enigma de la quimera, el sujeto descubre entonces con una mueca de asombro que es mortal. Ante tal aterradora revelación se encomienda la tan humana tarea de encontrar un sentido, pero Zorn procederá a martillazos, demoliendo, trasvalorando, domiciliando la esperanza únicamente en la lucha. La enfermedad será el síntoma de una vitalidad deficiente.
Sin embargo, lo que hace de Bajo el signo de Marte una obra de arte total no es la enésima descripción de los valores mezquinos de la moral pequeñoburguesa en los que Zorn se demora con brillantez, su rebelión familiar y social deviene cósmica. El reproche, en blasfemia. Podemos leer sin miedo a equivocarnos Bajo el signo de Marte como una contrahechura del Libro de Job. No me resisto a transcribir un pasaje que podría ser antologado junto a los textos de cualquier libertino dieciochesco: Entonces respondió Job al Eterno y dijo: Tienes razón. Reconozco que eres el tipo más innoble, más asqueroso, más brutal, más perverso, más sádico y más repugnante del mundo. Reconozco que eres un déspota y un tirano y un poderoso que todo lo aplasta y mata () eres el puerco más grande del universo () inventaste la Gestapo, el campo de concentración y la tortura: reconozco por tanto que eres el más grande y el más fuerte. Alabado sea el nombre del Señor.

Zorn plantea su particular versión de la teodicea: aún partiendo de la hipótesis de que Dios no existe, habría que inventarlo, sólo para darle una bofetada. Con insólita lucidez invierte los términos en los que se había justificado hasta la fecha la invención de Dios como garante de un sentido y ecuánime repartidor de premios y penas, y lo convierte en un interlocutor imposible que lejos de dispensar consuelo y responder preces, se hace merecedor de cuántos vituperios e injurias puede la desdicha incubar en el ser doliente del hombre. Dios es el antagonista que nos azota, humilla y acaba por matarnos, cuando él mismo no es más que el organismo en el que nosotros encarnamos esos males con que pretende castigarnos. La psicología del odio creadora de dioses queda develada.
Creo saber ahora también lo que quise indicar con el concepto que designé como lo “familiar”, lo “burgués”, lo “cristiano” y lo “tranquilo”, y finalmente con la palabra “Dios” “Dios” es el nombre que di al conjunto del mundo, que parecía ser tan bueno porque era tan tranquilo , tan limpio, tan correcto, tan comme il faut, tan burgués y tan bueno; y que sin embargo fue tan malo, especialmente tan malo para mí, que ahora se dispone a aniquilarme.

(iii)

Bajo el signo de Marte es además de todo lo anteriormente señalado un escupitajo a la cara de toda esa subliteratura inspiradora que promueve la serenidad del ánimo con los consabidos mantras autocomplacientes y pasteleros incubada por una psicología ingenua que se tiene `por científica y cuya perversa premisa es la asimilación reduccionista del hombre a un ordenador, por tanto, los males del alma se curan haciendo uso de la tecnología farmacéutica y tirando de recetario budista para remozar la cosa y darle sentido al reseteo, intoxicando levemente la voluntad y nublando el juicio, de forma indolora y sin hacer ruido: Inspira-expira-encuentra tu lugar en el mundo-aprende a aceptarte-supera tus limitaciones-afronta-tus miedos-es mejor haber amado y sufrir que no amar, y sandeces por el estilo que sólo logran el auto engaño, mercadear con la esperanza y al cabo dejan la casa sin barrer.
Zorn, como Nietzsche, como Unamuno, acepta el sentido trágico trágico de la vida, aunque lo haga tarde, envida con un farol a su negro destino (no más negro que el nuestro), y hete aquí que es la aceptación cruda de la muerte la que le devuelve el deseo de vivir. Moraleja de esta historia: Antes el cáncer que la tranquilidad. Léase, antes la agonía, la afirmación del sentido trágico de la vida con todo lo problemático que acarrea, la pelea con las fuerzas titánicas del destino, a languidecer como una planta de interior en ausencia de problemas y conservado en formol.
Zorn dice sí hasta aquello que le destruye, es más, le da las gracias al cáncer. Creo que no hace falta haber nacido bajo el signo de Aries para entender todo esto, pero los que como Zorn y servidor hemos tenido esa fortuna y la confrontación, la búsqueda de obstáculos (no diré “retos”) nos hacen sentir especialmente vivos, no podemos menos que sentir una infinita gratitud hacia este texto combativo.


lunes, 22 de abril de 2013

ALGO DE MÍ.








Algo de mí, que dicen los cursis por redes y fronteras.

Yo no soy nada (hermoso encabezamiento para un Curriculo), soy Nadie (genial ocurrencia la de Homero). Soy el contenido de mi conciencia, un ir y venir sin suelo firme, prolijo y disperso, como Ciorán (y como él, sólo habré conocido el inconveniente de haber nacido).
Quizá por eso cada vez entiendo más a Joyce. Quizá por eso últimamente sólo leo a Joyce. Yo soy como Bloom, me dirijo a un funeral diferido en el latido de la mañana, me dirijo al funeral de Paddy Dignam aunque bien sé que cuando llegue y lea las esquelas, y las bandas de las coronas y el bajorrelieve de la lápida, otro será el nombre que allí me encuentre.
Pero mientras mido la distancia al cementerio con paso calmo, me cruzo con éste y aquél, y le miro el culo a ésta y el busto a aquélla otra, y me tropiezo con pensamientos vagabundos, triviales y profundos, tan tristes y opacos como uno mismo, sólo que yo, a diferencia del inadvertido Leopold, voy con el Ipod berreando a Dylan o los Stones y gafas de sol por más que esté nublado, para evitar la charla circunstancial con los conocidos que me asaltan, cuyo tenor ya se sabe, el tiempo, las lluvias, la familia y todas esas cosas que le revuelven a uno el ánimo.

Algo de mí, dicen los cursis cuando refieren sus gustos y aficiones, soberana presunción de interesar. Qué voy a contarte bella desconocida (todas las desconocidas son bellas, nada malogra tanto la belleza como el trato, el conocimiento, la familiaridad), qué podría decirte sin que te sintieras defraudada, como Heidegger, traicioné a mis amigos, y ninguno lo merecía podría decir, pero sería una mentira y hoy no estamos para contarnos mentiras, que esto no es la habitación de un hotel ni tú una hermosa jovencita de uñas lacadas y lengua inquieta.

Si no hice trampas al póquer, será porque no juego, no por falta de ganas, que lo de jugar por jugar está bien cuando gano y sólo cuando gano. Hablo solo, me dices, ¿pero con quién quieres que hable?, ¿contigo? Te diría que amo a Kubrick y Nabokov sobre todas las cosas, pero no lo entenderías y sería una exageración de las que tanto me gustan disparar cuando encendemos el primer cigarrillo de después. Te diría que ya no espero ver nada más hermoso que L`apollonide, pero ya dije lo mismo cuando In the Mood for Love y Von Trier hizo que me tragara de mil amores aquellas palabras.

Te diría que pronto tendré lista esa novela que empecé hace cinco años bajo la inspiración de Onetti y Lowry ambientada en una Oaxaca imposible y lisérgica, y que no sé cómo se ha deslizado hacia la orilla de DeLillo y Carver y una atmósfera doméstica y brutal, y que a pesar de todo sigue siendo un relato autobiográfico gratuito y rencoroso, es decir, un ajuste de cuentas con el pasado, como el de Doinel, como el de Kafka, como el de Zorn, y que se parece cada vez más a esa novela imposible trabajada “bajo influencias” que el personaje maravilloso que encarnaba Michael Douglas en Wonder Boys acababa por dar a los vientos, muy a su pesar pero con alivio inmediato. Quizá ciertas obras no deban salir del cajón. Esta mía, a buen seguro, no encontrará un final tan poético, no se dispersará en bellos remolinos blancos, la tecnología hace la vida más cómoda pero no aporta belleza alguna. Aunque, una oportuna subida de tensión y fin al nudo gordiano. Lo que la tecnología nos da..¡Alabada sea la tecnología!

Dime, qué quieres que te cuente, que me paso la noche mirando los cielos por si se apaga una estrella. Medí los cielos, reza el epitafio de Kepler, ahora mido las sombras de la tierra. Pero no te mentiría si dijera que hace unos días vi romperse un pedazo del cielo, vi desprenderse un fragmento de su bóveda oscura. Luego supe por un amigo que no fue más que el fragmento de un meteorito lo que me hizo detener Holy Motors justo en el momento en el que un padre condenaba a su hija a ser ella misma el resto de su vida. El caso es que la feliz conjunción del astro caído con la sombría condena de uno de los caracteres de Denis Lavant, me tuvo caviloso, íntimo de noche sobre el alféizar, mecido por los rumores múltiples de la campiña, con el temor de ser idéntico a mí mismo, uno de esos petulantes gilipollas que te dicen cosas como “yo soy así”, “ese es mi carácter” y demás basura afirmativa del ego que cree que es algo, que es sujeto, substancia, beneficiario de una esencia con escrituras de propiedad firmadas ante notario. El fulano de turno se perdió la lección de Nietzsche y Heidegger, Freud y Sartre. El lenguaje esa puta embustera, nos mantiene cautivos en anacronismos, como cuando decimos “el sol sale y se pone”, nos oferta orden, estabilidad, control. Nos convence de que “Yo soy” y “Yo quiero”, y que el “Amor”, el “Bien” y la “Justicia”, son algo más que palabras.
Y en ese punto estaba, cuando, bajo mi ventana pasó aquella figura alta ataviada con una gabardina Mackintosh que Leopold ve por vez primera en el funeral de Dignam y cuyos pasos se cruzarán en adelante a lo largo y ancho de aquel día que son todos los días, que es una vida y todas las vidas. Porque Leo, como Ulises, Cristo o Lavant también es todos los hombres.
Traté de alcanzarla con la colilla de mi cigarrillo, pero ya no estaba.

Me dices, miénteme. Te digo, no otra cosa hago, amor, desde el primer día.
Pero hoy he venido aquí a confesarme. Ave María Purísima.
Me confieso Padre porque he pecado. Soy culpable.

Culpable de un intento de asesinato: anoche tomé con repentina furia a la botella por su esbelto cuello de cristal resuelto a poner fin a mi vida. Soy culpable de no sentir afición alguna por Chaplin, Billy Wilder y Fellini (salvo 8 ½) Soy culpable de no ir casi ninguna de las manifestaciones que se convocan. Soy culpable de no actuar como pienso. Soy culpable de excitarme con las braguitas de Sigorney Weaver en Alien. Soy culpable de detestar el cine español. Soy culpable de mentir menos de lo que debiera. Soy culpable de serme infiel a mí mismo. Soy culpable de no ser suficientemente feliz. Soy culpable de apoyar desde la barrera los “escrachins”. Soy culpable de la pereza que me impide ser lo que me gustaría ser. Soy culpable de escuchar a Bon Jovi, Estopa, Lana del rey. Soy culpable de mirarme con deleite en cada reflejo que se me ofrece. Soy culpable de escuchar la COPE. Soy culpable de no visitar a mi madre. Soy culpable de simpatizar con los Lanister. Soy culpable de ser atlético. Soy culpable de aburrirme con Apichtapong, Kiarostami, Javier Marías. Soy culpable de afeitarme en la bañera. Soy culpable de coleccionar antologías de Cum shots. Soy culpable de adorar las películas de zombis. Soy culpable de verter los posos del café en el fregadero. Soy culpable de imaginarme pintándole las uñas de los pies a todas las mujeres con las que tengo algún trato. Soy culpable de verme Cazafantasmas 1 y 2 en bucle cada vez que la realidad se me vuelve insufrible. Soy culpable de beber el vodka sin naranja. Soy culpable de gozar con el rostro acribillado de Hitler en Malditos Bastardos. Soy culpable de ser soberbio hasta el punto de pasar por humilde. Soy culpable de no acabar casi ninguna de las novelas que empiezo (aunque diga lo contrario) Soy culpable de llevar una doble o triple o cuádruple vida. Soy culpable de aborrecer al Real Madrid. Soy culpable de no tener convicciones. Soy culpable de despreciar a aquellos que las tienen. Soy culpable de sentir simpatía hacia el nuevo Papa. Soy culpable de ser condescendiente con los demás. Soy culpable de admirar a Arnold Schwarzenegger. Soy culpable de detestar este país soleado. Soy culpable de haber releído Santuario cuatro veces. Soy culpable de cenar ensaladas. Soy culpable de sentir ganas de cruzarles la cara a los que dicen “tolerancia 0” o “la práctica totalidad” o “a día de hoy”. Soy culpable de ver en You tube vídeos de culturistas. Soy culpable de llegar casi siempre tarde. Soy culpable de haber llegado a los 35.












Algo de mí. No mucho, sólo para que te hagas una idea.  





miércoles, 3 de abril de 2013

Cuaderno de bitácora del Démeter: DESTINO FINAL.









(i)

Destino final” es una de las series más interesantes surgidas en el seno del fantástico palomitero durante la última década. Ahí queda eso. Pero si hay algo por lo que no me va twitter es precisamente por la necesidad que siento de argumentar mis paridas. No me pregunten por qué. Así que, ahí va.

(ii)

La premisa de la entrega inicial era de una simplicidad genial: la premonición de un estudiante en forma de sueño durante la víspera de su viaje de fin de curso, de que el avión que había de llevarlo a Europa, se accidentaría a los pocos segundos de iniciar el vuelo, y que va siendo confirmada por pormenores y acaecimientos nimios pero afirmativos y convincentes durante la espera en la terminal, le determina a no embarcarse y lograr, de paso, salvar a unos cuantos compañeros que por diversas razones, se quedaban también en tierra.
Pero la culpa por no haber podido evitar la tragedia se manifiesta en un deseo latente de morir también, toda vez que se siente responsable del holocausto colectivo. Él sabía, pero no sabe por qué sabía, y dudó, y esa duda costó dos docenas de muertos, chicos y chicas, adolescentes sanos y llenos de vida.
Durante el funeral, ante la fila de ataúdes, tiene que mirar a los ojos empañados de los padres de sus compañeros que se preguntan el porqué de su empeño en bajar del avión, se preguntan qué clase de monstruo es aquel que pudo ver la muerte de su hijo/a e hizo tan poco por evitarla, y que lo aborrecen porque su vida testimonia la pérdida de sus ser querido, su presencia es y será un estigma sangrante.
Sí, todos desearían verlo muerto, y él mismo también para acallar las mordeduras de su conciencia. Pero pronto descubre que su deseo será cumplido si no pone medio para evitarlo. La premonición fue una advertencia que frustró en parte los planes de la Dama de Blanco, y pronto comparece una fuerza letal que reclama a los prófugos urdiendo la muerte “accidental” de cada uno de los superviviente, eso sí, de forma cartesiana, siguiendo un patrón que al ser develado, permite burlar temporalmente sus maquinaciones abortando intentonas y alertando a la siguiente víctima. Asumiendo que no son más que prorrogas, en última instancia, le deben la muerte y habrán de pagarla.
Estas son las fibras que tejen el entramado de las cuatro entregas que por el momento nos han llegado.

El interés que yo al menos le encuentro a estos filmes reside tanto en el aspecto ideológico como en la formulación visual que reciben. Por partes.

(iii)

La protagonista de la serie es la mismísima Muerte, no un psicópata justiciero moribundo ni una oscura organización que suministra emociones fuertes a yupis, ni siquiera el gran Michael Myers, es la propia madre del cordero. Pero, ¿qué tratamiento se dispensa a tan honorable invitado? Pues no muy distinto, la verdad, del que reciben sus ministros.
La juventud y todos sus atributos, incluidos la sandez que apareja la poca edad, es glorificada por el capitalismo tardío. Los jóvenes son producto de consumo inmediato en todos los ámbitos: John Pattison, Justin Bieber, Cristiano Ronaldo, Beyonceé, Rafa Nadal, etc. Todos mercadean con lo mismo. Nada tan aborrecible pues que la muerte haciendo estragos entre los componentes de tan tierna edad. Por tanto, la muerte aparece como algo adventicio, accidental, contrario a la esencia del joven y una violencia ejercida contra su albedrío. La muerte sólo puede venir de fuera en forma de una entidad proterva, radicalmente heterogénea, no es, no puede ser un principio inmanente: el joven, por definición, es un ser-para-la-vida, la muerte es pura contingencia.
Un film destinado mayoritariamente a, en el mejor de los casos, lectores de Coelho, tratará de esquinar todo lo problemático de la vida, el oficio de zapa del tiempo o la rebelión del organismo contra sí mismo, y sólo una conjura preternatural puede amenazarla, así que tranquilos chavales, que eso sólo pasa en las películas. Toma caño a Heidegger, gambeta a pesimistas, doble recorte a nihilistas y gol por toda la escuadra del equipo de la vida.
Así, la audiencia que se tiene por inmortal, se ve agredida en su núcleo con el efecto positivo de conjurar la amenaza, exorcizar el miedo y tranquilizar aún más su anestesiado ánimo. Quizá sea esta la función de la franquicia, vencer el miedo a la muerte, igual que otras satisfacen otros atavismos.
La intrascendente serie de Saw sirvió para poner en evidencia al inquisidor que el público palomitero lleva dentro. Por lo general, los jóvenes y no tan jóvenes usuarios de smartphones, clientes de McDonalds y adictos al FIFA, suelen carecer de los más elementales principios éticos, entendiendo como tal a una reflexión individual sobre los valores, sin embargo, su juicio es unánime a la hora de reclamar el ojo por ojo, el aborrecimiento del crimen pero más aún del criminal, el gozo ante el castigo que siempre merece el otro, naturalmente, que somos lerdos, pero no tanto.
Los atavismos de una moral despiadada gestada en los albores de la cultura se manifiestan con una claridad meridiana entre los elementos más primitivos del público, los mercaderes lo saben, y a ellos les ofrecen sus jirones de carroña mojados en sangre fresca.
Pero en Saw la muerte no es arbitraria, la muerte escoge a su presa y su criterio de selección son los valores judeo-cristianos. En Saw la muerte es pretendidamente un castigo para aquel cuya voluntad de vivir languidece, pero es eso, una presunción de evocar a Nietzsche para apuñalarlo luego por la espalda. En realidad, cada cinta es un monótono Auto de Fe oficiado por catequistas que sermonean a la parroquia con Nicottero y sin guión.
Frente al gozo comunitario que satisface una moral sádica, estaría el gozo perverso individual ante los aldabonazos de la muerte, por ejemplo, en Piraña 3-D, filme en el que tras ofrecernos un desconcertante y repelente video-clip made MTV, da paso a un espectáculo violento de una saña proporcional a la exacerbada celebración de la carne joven que se propone en su primer tramo. El filme de Ajá es una agresión en toda regla a la ética y estética juvenil, hace jirones el hedonismo feroz al que invita y muestra sin clemencia y regocijo el tejido de miedo y tendones que subyace a escasos milímetros del lustre epidérmico.
Por momentos, el francés enloquecido ante su propia lujuria de sangre parece querer decid a la chavalada desde su púlpito alto: ¿veis de que están hecho esos hermosos glúteos, veis que se embosca tras ese par de suculentos pechos, veis cómo todo el vómito y la mierda que lleváis dentro aflora en cuanto os bajan la música? Nueva versión del Vanitas Vanitatis.

(iv)

Vayamos ahora con un apunte formal.
Cinco filmes que ensayan mínimas variaciones en torno a un mismo argumento y manufacturado con escasa inspiración por artesanos sin oficio, parecería que poco pueden ofrecer más allá de un interés sociológico, pero nada más lejos, precisamente porque en su desarrollo ilustran algunos de los principios de Hitchcock, mostrar con la imagen una realidad no denotada por la palabra. Así, en cada pieza, asistimos a una auténtica rebelión de objetos cotidianos que laboran en pos del fin de la víctima ocasional y que hacen que veamos cada rincón de nuestro hogar como una amenaza mortal.
A través de precisos insertos se nos muestra la labor de una mano invisible que derrama agua, abre la llave del gas, desprende cables pelados, desenrosca tornillos, atasca puertas, lubrica suelos y dispone filos con total desconocimiento del incauto personaje preocupado en otros menesteres mientras el cerco se estrecha más y más hasta el fatídico momento del “accidente”, que en ocasiones se demora todo lo posible más que para mantener el suspense, frustrar perversamente el disfrute.
Algunas de estas celadas son francamente ingeniosas, auténticas obras maestras donde brilla una mala leche poco usual, como aquella en la que el airbag al abrirse clavaba la nuca de la protagonista contra el filo de metal incrustado en el reposa cabeza de su asiento…