jueves, 28 de febrero de 2013

ENVÍOS II






ENVÍO#5º

Al fin he marcado tu número pero el terror a oír la voz me ha hecho interrumpir la llamada antes que. He apagado el móvil. Luego he comprendido que me lo que me da miedo es que no haya nadie al otro lado.
Creo que olvidé ya el timbre de tu voz.
Te escribo a oscuras, como el comandante del Kursk. La escritura es enfrentamiento con la muerte.
Te escribo sin brújula que es como se escribe siempre. Sin origen ni hora de llegada prevista, desde una ciudad desconocida donde nadie habla mi lengua. Transterrado en una estación de trenes sin andén ni equipaje y la cantina cerrada.
La quinta postal. Cinco postales idénticas con diversos textos y un destino solidario. Te escribo a oscuras, como Borges El evangelio según San Marcos. Oficio de tinieblas. ( únicamente el amarillo le fue fiel, el color de la música.)

El texto es el destino.
El texto es el destino.
El texto es el destino.

Son las 03:42 am y la vida se me va en una calada.

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ENVÍO#6

Turín, 26 de febrero de 2013.
Buenos noches Lilith.

Esta tarde tuve un sueño. Yo eras tú. Recibía correspondencia. Varias postales idénticas sin remitente. Escritas en un idioma ininteligible. Rompía(s) a llorar.
Una vez leí en tu diario que cuando un novelista empieza a contar sus sueños, está acabado, por eso he encendido la tele.
Sobre la pantalla alguien estimula con la lengua el tejido membranoso de un ano. No dejo de pensar que el placer es como el signo, la representación de una ausencia, la presencia de una falta.
El rostro se crispa; el espejo del alma apretado en arrugas.
Un orificio también es como el signo, presencia diferida o remisión a una ausencia. Dilatación.
El orificio obturado por la verga o en la excreción significa porque remite a otro y otro y otro que tampoco comparece.

( y todo esto me ha hecho pensar en aquella mañana salmantina y plateresca en la que me leías fragmentos de Naked Lunch mientras yo untaba tus tostadas con la misma margarina que empleé para. )

Ojalá no vuelva a verte.

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ENVÍO#7

Turín 30 de Febrero de 2013.

En el principio fue el Verbo. -¿Qué significa papá?”

Que no hubo principio, hija mía.
Que sólo hay un pasado nunca presente.
Que sólo hay la nostalgia de lo que no existió.
Que la voz dijo la verdad.
Que la grafía presenta una ausencia.
Que la palabra asesina a la cosa.
Que el lenguaje es la patria del sujeto.
Que antes del Yo está el lugar del Otro.
Que esto que escribo es dictado por ti.
Que la paternidad es un efecto,
la demora de la huella en la arena que el viento borrará.

Que mis palabras vienen de lejos.


Soy lo que tú has hecho de mí.
Eidanyoson

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ENVÍO#8

Una vez me dijiste amor, uno solo deambula, dos van siempre a algún lugar. El destino es cosa de dos. Hoy he salido a pasear, muy de mañana y sin destino.
Hacía meses que no me caía la tarde encima caminando. Viendo crecer las sombras, pisando la dudosa luz del día. Un deambular perplejo en el latido de la ciudad. Quisiera decirte la Piazza Carlo Alberto sin caballos ni Nietzsche. Quisiera decirte que dios conforta sólo en su ausencia. Quisiera cantar el Ser. Quisiera no querer.
Al fin me he sentado exhausto en una terraza a distraer la fatiga. A ver el tiempo pasar. El café era bueno. Un pitillo lo hubiera mejorado. Con brandy sería ambrosía.
He pagado la cuenta.
La poca luz se marchita sobre los parasoles. Al menos hoy no he pensado.

Turín, ignoro el día, creo que martes, creo que marzo. Pienso que aún será 2013.

Te quiere y añora,

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ENVÍO#9

He escrito tu nombre hasta el delirio sobre las superficies de.

lo he escrito con lápiz en el parqué, grabando el artesonado de los techos, urdiendo torpes grafitis sobre los mampuestos del muro, en post its por los azulejos, en Times New Roman, en Verdana, en Rockwell Extra Bold, y luego en carmín sobre el monitor del ordenador, lo he escrito en el lienzo de los cuadros, el metal de la cocina, sobre el tapizado del sillón, lo he escrito bajo las sábanas con aguja e hilo, lo he escrito en el espejo contra mi rostro, en las páginas de los libros que detesto, en caracteres hebraicos, en cirílico, alfanumérico, lo he escrito con tinta en el cartón de las cajetillas, grafito en la madera, semen sobre el terciopelo azul del cortinaje, con mechero quemando la cal, raspando el cuero de las botas, con oficio de dientes sobre cera, con labor de uñas en las manzanas, lo he escrito en bajorrelieve, lo he modelado con plástico caliente, lo he impreso en papel de periódico, le he dado forma al humo, y una cicatriz en mi pecho que aún rezuma sangre, te llamará en silencio, mon amour.

(pero durante todo el laboreo de escribano mi voz no ha dicho tu nombre intento escuchar la voz el eco de la palabra esencial cabe el significado soy sordo al sentido y mudo al rumor sólo una escritura vacilante.)
Et clamor meus ad te veniat!!!!!

HAREY



HEYRA

HYARE

HRAYE


UEWHOIASKN

                 K
                  S
                 L

                    
                   Ñ;
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martes, 26 de febrero de 2013

APUNTES SOBRE DJANGO









1. Tras el visionado de Django, desencadenado (2012) dejé la sala en compañía de un cierto malestar, un retortijón mental o una duda cuyo origen no situaba con nitidez y que compartió el primer cigarrillo que dediqué al último film de Tarantino.
El malestar me acompañó días y semanas, oculto bajo un remozo de conformidad cuando cruzaba comentarios con otros espectadores, clavándome uñas ante el entusiasmo ajeno que no compartía pero me negaba a manifestar al menos hasta que no comprendiera su causa.
El caso es que tenía claro que el último tercio de la película me resultaba con mucho el más insatisfactorio. Primero por antojárseme la mascarada para comprar a Bloomhilda (Kerry Washington) un tanto forzada, innecesaria. De todos modos, aceptable como premisa o astucia para urdir una atmósfera de sospechas y crear expectación, que acaba por interesar, gracias a que Samuel L. Jackson y DiCaprio, están, como siempre, enormes. Luego vienen los fuegos de artificio y vaivenes narrativos y más pirotecnia y un caballo haciendo monerías como coronación del feliz desenlace que le deja a uno esa cara de tensa espera antes de coger su botellín de agua vacío y salir a la noche.
Eso que esperábamos era la bombilla que nos iluminara el sentido de tanto balbuceo en un guionista experimentado. Y nos pusimos a buscar el cable pelado.

2. No esperábamos demasiadas referencias al spaguetti-western la verdad, precisamente porque era lo esperable y por que ya sabemos como se las gasta Tarantino a la hora de frustrar expectativas. Nadie piensa más como espectador que Quentin, y ninguno hay tan resabiado como él. Nada de coreografías barrocas, ni miradas sostenidas, ni duelos dilatados en el oleaje de las trompetas. Y sí, en cambio, reconocemos elementos del western de los 50. Desde el evocador diseño de los títulos (relega el amarillo en favor del rojo), típico de cualquier film de Sturges, De Toth o Boitticher, hasta la sobriedad compositiva de los encuadres. Es significativa la naturalidad de la luz, impropia de las teatrales disposiciones lumínicas de Richardson, que llega a evitar el preciosismo fotográfico en el, por otro lado inevitable plano general de los protagonistas cabalgando contra el crepúsculo.
Esta puesta en escena clásica la dinamita en los tiroteos, donde se aleja de sendos modelos, el mimético clásico y el manierista italiano, para hacer una parodia granguiñolesca propia de Miike o su “hermano” Rodríguez, de hecho, nadie desde el primer y grandioso Raimi1, había tenido los bemoles de pintar una habitación con hemoglobina.
Los enloquecidos intercambios de plomo se alejan de igual modo de Peckinpah. A medida que los cadáveres se amontonan y la pantalla se tiñe de rojo, queda claro que hay una intención, un discurso muy consciente y muy pensado.
En Tarantino no puede haber épica ni tragedia, es demasiado posmo y Godard para creer en la sublimación de la violencia, en la redención por la violencia, en la dignidad de la violencia (Peckinpah). La representación de la violencia es, sólo puede ser, lúdica, divertida, grotesca, descacharrante. Siempre lo fue, sólo que antes había adoptado criterios formales más convencionales que revestían la cosa de una gravedad que no estaba en los motivos. La mejor forma de desdramatizar es la reducción al absurdo, pero a él siempre le acompañará esa fama de violento, que pongamos por caso, Spielberg, a mi juicio, mucho más cruento por cuanto carece de humor, no tiene.
Muy otra es la puesta en forma de la violencia que se ejerce contra los esclavos, aquí no ha chanza ni Nicottero, sólo carne doliente y severa condena. Aquí no hay regocijo perverso en la audiencia, aquí la audiencia se remueve en su butaca con un nudo en el estómago. Aquí Tarantino mira a los ojos al mejor Fleischer y su Mandingo, junto con La esclava libre, la obra maestra del southern.
Más clásico que manierista no pretende ofrecer una lectura mítica o desmitificadora, revisionista o deconstruccionista de los motivos argumentales, temáticos o visuales del género. De hecho, ni los explota debidamente con fines dramáticos.
Estoy por creer que este género no le interesa lo más mínimo, pero faltaba una del oeste en su filmografía y ya tocaba.
Repasando sus films favoritos, me encuentro con El rostro impenetrable, un western soberbio pero atípico a más no poder, como única representante norteamericana. La cosa se aclara. 
Ahora vayamos con ese último tercio problemático.
Pese a que la liebre de los mandingas era apresada por los lebreles de la sospecha, la cosa acaba bien y Broomhilda es comprada por Schultz (Christoph Waltz). Solución anticlimática pero aceptable. Naturalmente, siendo una película de Tarantino y que contiene una mención explícita a Die Nibelungen, debe tener un desenlace propio de la épica germánica, y así, acaba por dinamitar la lógica argumental de forma un tanto caprichosa, the show must go on.
En Malditos bastardos la trama basculaba en torno a tres enclaves relativamente autónomos y con idéntica estructura: la secuencia inicial en la granja, el reencuentro entre Landa y Shoshana en presencia de Göebles y la secuencia del sótano que a punto está de arruinar la Operación Kino, que desmentían la cacareada filiación del film con Doce del patíbulo, y lo acercaba más a piezas de Lang o Hitchcock contemporáneas al conflicto bélico. En sendos actos, Tarantino pone en liza su talento de prestidigitador y modela un suspense disponiendo la cercanía de un peligro que al cabo, se eludía aliviado o explotaba en una ráfaga vertiginosa de violencia. Pero siempre con consecuencias en el devenir de futuros acontecimientos.
El juego de ahora es similar pero funciona sólo a medias. La secuencia de la cena en Candyland es una fastuosa celebración del talento dramático de Tarantino, con en esos parlamentos hueros, silencios en los que los personajes tratan de descifrar las intenciones del interlocutor escrutando su rostro y esas sonrisas que enmascaran las propias, las sospechas del viejo Stephen, etc., ahí el suspense comparece y logra un clímax furibundo que le costó a DiCaprio varios puntos en la mano. Sin embargo, el conflicto se resuelve. Se acabó, finito.
El problema que el guionista debe afrontar es cómo romper de nuevo la calma para vivificar la acción. La indignación del Doctor Schultz ante la injusticia de esa sociedad bárbara que se pretende refinada y europea, opera como deus ex machina. Y aunque sabemos que las contradicciones de una economía esclavista no pueden resolverse en un simple apretón de manos, que la injusticia de que es objeto una raza por una elite paleta con ínfulas, no puede conciliarse con un mero apretón de manos, el espectáculo siguiente no creo que sea la respuesta al nudo gordiano ético, y menos al narrativo.

Mi reparo no se debe tanto a que psicológicamente sea poco creíble (se erige de forma megalómana en vengador de la raza negra sin considerar el peligro mortal a que se expone), o a que dramáticamente no esté motivado (ya tienen lo que querían, Bloomhilda), como a lo vacilante de la escritura de la escena, que resta eficacia a la furia que se desencadena tras el asesinato de Candie.
El espectador asiste a los tiroteos entre complacido e indiferente. Ni su ejecución visual es brillante ni revisten mayor dramatismo. Tarantino desaprovecha vilmente las posibilidades de un género que se ha pasado un siglo preparando el gran duelo final. Hay más de western en el.clímax de Kill Bill que aquí, donde para empezar, Django (Jaime Foxx) no dispone de un antagonista a la altura. No puede haber emoción o intensidad en la ejecución sumaria de los empleados de la plantación ni en su culminación con el tiroteo de la cúpula de Candyland tras el funeral del patrón.
¿Qué grandeza hay en agujerear las rótulas del viejo Stephen? Repito, no sigo un criterio ético, simplemente creo que a Tarantino le falta un personaje, el “casi” tan rápido como Django para ofrecernos una gran escena final, espectáculo, emoción, la emoción que nos anudaba la garganta de Kill Bill.

3. Para terminar con buen sabor, un apunte positivo, que no se diga. Tarantino podría haber caído en un maniqueísmo ingenuo en el retrato de los esclavos negros, la falacia ecológica que lleva a beatificar de sólito a las víctimas por el hecho de ser víctimas, presumir una bondad intrínseca nacida del dolor, pero entonces no hubiera sido Tarantino, sería Spielberg. Muy al contrario. La víctima se envilece, al ser privado de libertad y menoscabada su dignidad, el hombre pierde los rasgos que le humanizan. Vemos a negros negreros, negros que despedazan a otros negros, negros que procuran y se complacen el castigo de sus iguales, sin piedad, sin misericordia ni conmiseración. En el retrato de los latifundistas podría haber optado por cargar las tintos sobre el elemento racista, ofreciendo el retrato de protervos y decadentes déspotas, sin embargo vemos a los grandes propietarios blancos cautivados por la carne oscura de las hembrazas negras. Big Daddy (Don Johnson) se rodea de un nutrido harén, y Candie va en compañía de una hermosísima joven de color, además, sabemos que quien mueve realmente los hilos en la plantación es el viejo Stephen, cabeza pensante y el brazo ejecutor, además de una especie de padre cascarrabias de Hal. Candie no es más que un pobre idiota que no sabe francés (cómo malogra Quentin las posibilidades de esa ignorancia para que Schultz hubiera zaherido la soberbia del sureño)
Es decir, Tarantino deja claro que el racismo es un revestimiento ideológico para justificar una relación de dominación antes que una convicción personal.

Esperaba la obra maestra del western posmo y me encontré posiblemente con el largo menos satisfactorio de Tarantino.
Sí señores, Dead Man sigue imbatida.










1La alusión a Sam Raimi me sirve para evocar una actitud ante el género radicalmente opuesta a la de Tarantino, en Rápida y mortal procedía con una parodia de los tics visuales de Leone, que era ya una parodia de Ford y Mann, resultando un film grotesco que se perdía en los interminables travellings-zooms que mediaban entre los duelistas, desaprovechando un buen reparto y una historia con posibilidades.

Crítica de "Los odiosos ocho":  http://cinedivergente.com/criticas/largometrajes/los-odiosos-ocho

viernes, 22 de febrero de 2013

ENVÍOS






ENVÍO #1º

Y si te escribo es porque sólo en la palabra puedo confiar, no te sientas obligada a responder a estas postales que, por lo demás, aún no sé dónde enviaré.
Soy lo que tú has hecho de mí.
Trato de olvidarlo. Para, olvidarlo, lo escribo, y para escribirlo lo olvido y después de ahora, más allá de este pedazo de noche con su niebla y sin mañana, no seré más aquel que renunció a todo para tenerse a sí mismo. Y abracé una nada.

No seré más que la palabra que me dice y te dice. No su vehículo o portavoz. La palabra misma, una de las caras del símbolo, la cara oculta, la grafía muda. Un mero significante sin significado o sentido, sin referente al final de mí mismo.
El significado eres tú, amor, será lo que tú quieras ser. Es decir, el significado es mí nada, tú eres lo que yo no soy.

Un beso grande grande grande.

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ENVÍO# 2º

Te lo digo en voz baja, al oído, amor: la palabra me precede. Llegará antes a ti que este pedazo de cartón ilustrado con una reproducción de Leonardo. Sin oficina postal ni franqueo.

Puedo ver tu rostro componiendo esa mueca de hartazgo, el labio superior tenso, adelgazado por las cosas no dichas, tu palabra, la palabra que siempre estuvo ahí, asomando, para buscar mi oído. La palabra que me diste, señora letrada. Tiene la palabra la defensa. Para quitármela después. La palabra original, viva y presente.
La voz.
Tenías razón, no somos nada salvo esta relación epistolar imposible que ahora entablamos, apenas un manojo de postales que compré esta tarde cuando el paso de un tranvía me hizo pensar en ti, cuando una lluvia repentina y a destiempo me hizo pensar en ti. En el único lugar del mundo donde me gusta la lluvia.
No son horas me dijiste...
Cada una de estas postales tiene un sentido diferido. Sólo tengo un puñado de postales y no muchas más palabras. Tengo tiempo para buscarlas y buscarte tras de ellas. Perderme en el texto para encontrarme en ti.
Yo no soy el remitente amor. Yo no soy. Yo no Es.


Besos zorra zorra zorra.


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ENVÍO# 3º

Ein jeder Engel ist schrecklich”

¿Recuerdas la reproducción al dorso de la tarjeta anterior, “La Adoración de los Magos”? (como a Otto el cartero, me aterra Leonardo)
Recuerdo exactamente las palabras que me dijiste una tarde en el Prado. No recuerdo aquella tarde en el Prado, sólo las palabras que salieron de tus labios ante un catálogo, y que te reproduzco: “Yo no soy para ti más que una reproducción, estás enamorado de una reproducción. No sabes nada de la Lilith original, ni puedes saberlo.”

Escribo sobre la barra de un bar clandestino en la trastienda de en un 24 horas, con la mirada fija en una reproducción de tu rostro, la sonrisa clavada en tu mejilla (en el reverso se borró ya la tinta y las letras con que quisiste dejar constancia de fecha y lugar, sólo queda una huella del trazo firme de tu mano, la archiescritura), mientras suena demasiado bajo una versión que hizo Marilyn Manson de I put a spell on you, y apuro un brebaje salido de una botella de Absolut, cuyo sabor me hace añorar las noches en que bebí Absolut del hontanar de tu ombligo, de las mañanas en que dragué el Absolut de tu animal carnívoro y todo el cuarto estaba sembrado de botellas vacías rutilantes de sol.


(Estoy pesando en no enviarte esta postal urdida con los retales de tus palabras. Reproducciones de mis recuerdos sostenidos en una erección. La escombrera de la memoria que aborrezco y que me hace escribirte y escribirme.)

Tu me adivinas allí donde me oculto.
Eres mi ángel y mis demonios.
Son las…

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ENVÍO#4º

Otto me ha encontrado en el rellano de la escalera y me ha ayudado a entrar. Nos hemos tomado un café y me ha contado historias fantásticas de aparecidos. Al final se fue sin llevarse estas postales. Mañana volverá. Hay una tristeza recóndita en los ojos de este cartero. Por el acento debe ser alemán o sueco. Me reconforta extrañamente su palabra.
Quisiera Mein Engel poder escribirte esas historias de fantasmas, sin retórica, sin engañifas verbales o velos, ofrecerte sólo la palabra develada que dice, desprovista de la sintaxis bastarda que articula el sujeto, que traiciona el/al decir, pero para eso deberías estar aquí o yo allí, o yo ser Otto, el cartero. O tú ser yo.
La carta llegará a su destino porque ella forja su destino. Desconfío/a de la escritura.

Te escribo muy de mañana, muy de mañana, muy de mañana. Te miento muy de mañana, muy de mañana, muy de mañana.
PD: Llámame por favor,
                                                                dime la verdad.

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miércoles, 13 de febrero de 2013

EUGENIO TRÍAS: EL ABISMO SUBE





Tener noticia de una muerte siempre es algo triste, siquiera porque labora a la manera de un memento mori tan imprevisto como cotidiano. Da igual que sea la de Gadafi o algún miembro de nuestro actual gobierno (Dios no lo quiera), la noticia siempre nos deja con esa cara de circunstancias previa al vaya-por-dios acompasado por un asentimiento compungido. Pero duele especialmente cuando el difunto es una figura que nos ha aportado algo, poco o mucho. Sí, lo sé, es puro egoísmo. Como dice un amigo, cada vez nos confiamos más a las afinidades electivas. Y la gran afinidad que pasó a la otra orilla ha sido ahora, Eugenio Trías.
No incurriremos en la notoria sandez y gilipollez supina de decir que fue el último gran pensador (ya se dijo eso cuando palmó García Calvo), pero no iríamos mal encaminados si dijéramos que que Trías fue uno de los últimos filósofos de este país que albergó suficiente ambición o fue lo bastante temerario como para elaborar un sistema filosófico fronterizo sobre los cimientos calcinados por los martillazos de fuego de Nietzsche y en el límite sin quitamiedos del sentido y el absurdo, lo bello y lo siniestro, en la convicción de que las grandes cuestiones que con empecinamiento se manifiestan a través de los más variados enfoques filosóficos y que pertenecen al ámbito de la metafísica, persisten e insisten a despecho de la crítica radical a que se le sometiera desde los tiempos de Kant en el ámbito de la epistemología, y en especial, durante el siglo XX, en cuantos frentes fue posible (la ideología, el lenguaje y el irracionalismo).
Los que se niegan a contemplar a la Filosofía como un conocimiento de segundo grado se amparan en la evidencia de cómo la reflexión filosófica lleva aparejada casi de inmediato una serie de cuestiones de difícil solución y, al tiempo, gozosas compañeras de viaje, que sólo podremos purgar amparándonos en algún reduccionismo metodológico présbita y ceñudo.
A los que nos convencieron los argumentos de Marx, Nietzsche y Wittgenstein y creemos que el filósofo no es más que un cazador de ratas (tenemos un algo felino, taimados y rijosos, noctívagos y golfos) , leemos a los grandes metafísicos con admiración y sana envidia. Su mundo era mejor, más hermoso.
Es claro que la metafísica es lo que casi todo el mundo entiende como intrínsecamente filosófico, tanto para sucumbir fascinado como elevarse despreciativo, y es claro, también, que, como nos dijo Kant, está en la naturaleza misma de la Razón, llevarnos más allá de la experiencia hacia lo incondicionado. Sin embargo Trías se negará a comulgar con el prejuicio occidental por excelencia que concede preeminencia a la Razón sobre las demás facultades, y va a traer a escena a la denostada Pasión (recordemos que ya los estoicos aspiraban a la apatía) a la que asigna casi una condición trascendental, ese “padecimiento” respecto a la realidad, esa posición receptiva-pero no pasiva- es lo que funda el orden del conocer.
Digamos que el ámbito dilecto de su actividad filosófica fue la estética. Se interesó especialmente por la música, escribió portentosas reflexiones sobre Goethe, Schiller o Thomas Mann, y nos regaló a los cinéfilos una joya de nombre mítico Lo bello y lo siniestro. Nos enseñó que el pensamiento estético no es cosa de salones dieciochescos, una meditación sombría sobre el juicio estético, las categoría, su universalidad o el absurdo de tal cosa, sino un diálogo con las obras y entre ellas, sobre las artes y su síntesis, sin preterir al cine por su juventud, muy al contrario, en su opinión, es el lenguaje con que Wagner soñara.
Pensó la religión con una hondura y falta de prejuicios encomiables, acercándonos a un fenómeno al que los límites de la Razón subyuga y relega, pero que como seres pasionales, debemos tratar de comprender, siquiera para, como Wittgenstein, acabar guardando silencio, sumidos en el arrobo de místico.

Yo llegué a su obra a través de su persona.
Corrían los años en los que cursaba Filología Hispánica por el único motivo y sin otra razón de peso que aspirar a ser el James Joyce del siglo XXI, esto es, un provinciano pedante con un sentido del humor un tanto chusco1, y naturalmente, ello exigía un grado de erudición lingüística difícilmente alcanzable por otros cauces. Sin embargo, lo que ya me tiraba era la Filosofía, de hecho lejos de quemar largas jornadas de biblioteca leyendo al Arcipreste de Talavera o Diego de San Pedro, me enredaba y peleaba por entonces con La Monadología, Deleuze y Foucault. Luego vino el desencanto filológico, a cada curso, el profesorado era más y más mediocre, recitadores de apuntes capaz de arrumbar la vocación del más pintado, y mi añoranza de la Filosofía se volvía más y más intensa, así como la dolorosa certidumbre de estar malgastando mi tiempo estudiando “la pata de la mosca” (y cito literalmente a Isidoro Reguera, cuyas clases, cuando iba, eran auténticos oasis)
Y en estas, en una entrega de Negro sobre blanco, aparece Eugenio Trías, orondo y bigotudo, invocando la doble condición de filólogo y filósofo de Nietzsche, destripando etimologías y ensartando citas de literatos, tratando de hermanar al alemán con su archienemigo heleno, Platón.
Y hablando sin parar del Límite, la Filosofía del Límite, la Lógica del Límite.
Supongo que hizo que me viera a mí mismo un poco como Nietzsche, de filólogo a anticristo, pariendo centauros.
No tardé en encerrarme con un libro suyo El artista y la ciudad. Entre otros tesoros Trías me regaló la exégesis del Mito de Eros, y me invitó a un banquete glorioso en el que se rendía culto a la belleza y se tributaban loas al deseo, el deseo de belleza como un sacerdocio en cuya orden ansié profesar, que además tuvo el efecto secundario de la afirmación orgullosa de un voyeurismo militante y una dipsomanía irredenta, aficiones hasta entonces algo maricomplejiles.
Luego llegaron otros. Me hizo inteligible a Hegel, comprender el sentido de la tragedia y el drama, comenzar a atisbar a Schelling y aprender a conceptualizar el torrente emocional que me desatan Bach, Schubert o Mahler.
Además, era un escritor como pocos. La elegancia de sus argumentos me recuerda a Saavedra Fajardo, a Schopennhauer.

A Trías se lo ha cargado el tabaco, dato que se apresuran a comunicar los medios con cierto regocijo malévolo y tufillo a sermón, que es lo mismo que decir que ha muerto por oxidación progresiva, una multiplicación celular anómala o parada cardiorespiratoria, que los empiristas descreemos de la causalidad.

No sé si Eugenio Trías era el último gran pensador español, sólo sé que era Eugenio Trías, y que nos ha quedado un poco huérfanos y un poco tristes.




1 Tengo a Joyce por el mayor genio verbal del pasado siglo, opinión que comparto con Borges y bien justificada desde que pacientemente emprendí la lectura de Ulysses en el original joyciano o joycense, que no está clara la nominación de la lengua del dublinés, por cierto, que va ya para dos años, y lo que te rondaré.