miércoles, 16 de enero de 2013

DE LA NOSTALGIA Y OTROS DEMONIOS









(El viejo siente nostalgia porque necesita creer que hubo un tiempo en que fue feliz. Dulce ficción la realidad pretérita.)

La nube negra vigila el paseo de la niña y el viejo.
El viejo y la niña caminan por, sobre, entre los pliegues de la tarde fría y domingo de este enero difunto (el mundo, después de todo, se acabó).
Pasan por el parque. Di adiós, hija, di adiós a este parque en el que has pasado tantas tardes felices.
La niña apenas desvía la mirada de sea lo que fuera aquello que reclamaba su atención. ¿No te despides?
NO.
La niña no siente nostalgia. El viejo acaba de recibir una lección.
¿No te da pena dejar el barrio en el que has pasado tus primeros cuatro años de vida?
La niña responde con su silencio. El silencio se me desploma en el pecho. El niño tiene la mirada fija en el porvenir, no tiene pasado, no precisa de memoria ni condesciende con sus mentiras halagüeñas. No conoce el rencor ni precisa el perdón.
Ya lo dijo Zaratrusta, el superhombre.
Los parroquianos, en la puerta de los bares, apuran colillas ateridas antes que empiece la segunda parte, mordiendo mecagüentós o celebrando aquella jugada del portugués, hay uno que llama la atención del colega sobre la polluda que pasa con su bolsa de chuches. A esa le daba yo gominolas.
Olor a fritura y cerveza. Otra de rejos y un litro.
Los bares del barrio.
Que el Madrid marca, jolgorio general, el estrépito jubilosos de la masa que mata así el tedio dominical. Alegrías pasajeras que pintan una sonrisa, que merecen otro trago. Coches estacionados en doble y triple fila. El chino en la puerta del bazar a lo suyo, ajeno al tiempo y diversiones tan españistaníes.
Y la gorda del bajo, paseando al perrito. Ya estamos todos.

Y la nostalgia otra vez enseñando el liguero.
La niña camina delante con paso ligero, pisando crepúsculos, comiendo doritos.
Diez años hubiera hecho en septiembre. Las cifras redondas concitan nuestra fe en el Logos estoico, la danza de la realidad, el destino sutil que guiña un ojo a los hermeneutas peregrinos que más que vivir la vida, la leemos, interpretamos señales, buscamos una estructura, un móvil, coherencia argumental, algún motivo temático que preste valor a los sucesos más nimios, a la presencia de esos objetos vulgares que devienen símbolos y cifran un sentido, el de mi vida, el del mundo…
Demasiadas novelas, Marco.

Nostalgia, esa puta que nos fía siempre, la puta más fea del garito, fea como un pecado, pero cómo fía, pues eso.
Hubo un tiempo en que follábamos con Esperanza, ¿te acuerdas?
Espe se sentaba en mis rodillas nada más verme, y pedía un gintonic con Bombay Saphire. Espe susurraba en mi oído canciones de su tierra, canciones tristes de otro hemisferio que me la ponían como el hormigón armado, pero la muy puta subió la tarifa, y tal y como están las cosas, tenemos que conformarnos con Nostalgia, la tuerta, que te la tiene que agarrar con las dos manos al llevársela a la boca.Y que nos mira con esa sonrisa servil mientras la tomamos por la popa. Siempre volviendo la vista atrás, como un ángel de Klee, para encontrarse con una mueca de tedio inalterada, sin encontrar  mi mirada perdida en las grietas de la pared clamando por Olvido, otra que escapa a nuestro bolsillo. (Y Nostalgia se nos enfada, y dice, la próxima vez te follas a Melancolía, que tiene rabo y es manca,  te la sacude con la izquierda. Y pienso sin enfado, hay e ser de izquierdas hasta para las pajas.)



La niña persigue la sombra que dibujan las farolas sobre el adoquinado. Y pienso que cuando dejamos de tratar de pisarnos la sombra, nos volvemos sombra. El pasado es sombra, las anécdotas que nos contamos los amigos cuando nada tenemos ya que contarnos, sombra; las cenas de aniversario en que nos contamos lo felices que fuimos, cenizas (por la pasión) y sombra.
Pero uno se detiene para echar un último vistazo al barrio y en su cabeza suenan violines como de Bach. Se ve hermoso, con esta luz marchitándose en su piedra antigua. La cuesta arriba tantas veces superada, balconadas con faroles y el cimborrio de la Iglesia de Santiago, clavado en la última luz del último día que mi hija y yo viviremos en la casa que la vio crecer.
Cerramos la puerta. Dejo la llave bajo el felpudo. No me apetece volver a ver a la casera.
33 de Francisco de Sande. Nunca me picó la curiosidad por averiguar quién era el fulano.

-Di adiós mi niña.
-Adiós papá.
-A mí no, a la casa.


Domingo, 13 de enero de 2013.


No hay comentarios:

Publicar un comentario