martes, 25 de diciembre de 2012

Carta de Diana a Darío.








Evoé, primo Darío.

¿Sabes?, mi papá lleva cuatro años tomándome el pelo con la ocurrencia de que tenía un hermanito gemelo, Darío, y al que yo me comí antes de salir de la tripa de mamá, así que ahora soy yo la que le dice, ¿lo ves?, ahí tienes a Darío. No me lo comí después de todo.

Y papá me responde un poco sorprendido, aunque no demasiado, ¿sabes hija?, son tantas las veces en las que el destino de tu tío Julio y el mío se han cruzado, que no me sorprendería. Y luego, con mirada soñadora, me cuenta una vez más que los dos se bautizaron juntos, Julio César y Marco Antonio, poniendo una nota clásica y pagana, a la iglesia de Fátima.
Quizá eso explique también por qué nuestras mamás son dos bellezas meridionales con algo de Cleopatras y diosas grecas.

Mi papá dice que envidia al tuyo por haberse lanzado al ruedo literario sin capote ni engaño, a pecho descubierto. Por ser un inventor de síes en una época en la que lo fácil son los noes. Por amar tanto la vida a sabiendas de que tras cualquier esquina se oculta la una sombra aguafiestas. Por haberse atrevido a mirar al abismo y haber convertido el vértigo en belleza. Por difuminarse bajo la humildad de otros nombres en un mundillo de egos flatulentos.
Porque no importa el tiempo que pasen sin verse, cuando se encuentran, siempre le hace sentir como si acabaran de separarse.

Mi papá, a menudo repite las palabras que dijo ese señor cuyo retrato cuelga del salón de casa, un tipo serio de gran bigote y con la frente abrumada por algún pensamiento del que no parece poder librarse: En mis hijos remediaré el haber sido hijo de mis padres.
Y me pide perdón por algo que los padres acaban haciendo siempre mal con sus hijos. Me pide que no le juzgue severamente y aprenda a perdonar. Dice, nada hay tan difícil como el perdón, todo se acaba aprendiendo más tarde o más pronto pero, a perdonar, casi nadie llega. Y el aprendizaje del perdón hay que empezar por uno mismo, si no nos perdonamos a nosotros, cómo perdonar al otro.
Los padres siempre se equivocan, dice, y por muy bien que quieran hacerlo, acaban haciendo daño a sus hijos.
Se conoce que ser padre es algo difícil (o que el mío es un poco torpe).

Nuestros padres han escogido una misteriosa forma de vivir, emparejando palabras, como dice un señor que escribía los cuentos que me lee por las noches, Borges (y mi mamá le dice, ¿no podrías leerle a la niña Los tres cerditos?)
Hay un cuento suyo en el que un hombre comienza a soñar con su hijo, como papá dice que soñaba conmigo, como tu papá habrá soñado contigo. Y mi papá, con la mirada lejana, me dice, a lo mejor también somos nosotros el sueño de alguien que en cualquier momento despertará para desvanecernos como humo, para no ser más que un vago recuerdo que apenas alcanza media hora en la vigilia.
O...
...a lo peor, somos nosotros los que despertamos de este sueño, niña mía, para darnos cuenta que no somos más que un insecto que soñó ser un hombre, y le gustaba, pero el sueño terminó y el insecto ha despertado.

Mi papá se queda mirando al cielo, esperando a Melancolía y me habla de un cometa que se dejó ver por aquí cuando ellos tenían dieciocho años, el Hale-Bopp. Me cuenta que a su cola de fuego colgó plegarias que a veces fueron atendidas.

Y he visto papá soltando más de una lágrima viendo una película en la que un hombre y una mujer se besan en lo alto de un campanario antes de que la mujer caiga al vacío (y mi mamá le dice, ¿no podrías ponerle a la niña Madagascar?)
Yo le pregunto, ¿papá, si esta película te pone triste, por qué la ves tantas veces? Entonces, me sienta en sus rodillas y mientras me besa la frente con mejillas húmedas y dice con la voz trémula: Algún día lo comprenderás, hija.
Se ve, primo, que uno comprende las cosas con el tiempo. Pero tengo mis dudas, mi papá no tiene pinta de comprender nada, por eso, supongo, está siempre tan atareado entre libros, porque quiere comprender y no acaba de lograrlo.
Es un manojo de dudas, igual que el tuyo.

Sabes, una vez me dijo, hija, puede que no haya nada que comprender, puede que lo único verdaderamente importante en la vida sea esto, contemplar tu rostro amado, escuchar tu cuerpo crecer, arrancarte una sonrisa, pasar el tiempo que me quede lo más cerca posible de ti.
Tú no serás mi gran obra, serás tu gran obra, pero sí te has convertido en mi gran aportación al mundo. Lo otro, no es más que tratar de responder el enigma de la Quimera o pagar aranceles a la vanidad.

Has nacido en días extraños, un día después del fin del mundo, tiene gracia. El mundo sigue pero parece que todo va a cambiar. Nuestros papás no creen que el cambio vaya a ser para mejor, pero qué sabrán ellos. La edad los vuelve un poco cobardes, quieren aferrarse a lo conocido y dicen temer por nosotros, pero el futuro está en nuestras manos, Darío, a ellos sólo les queda ya pensar el pasado.
Eso de la lechuza, que alza el vuelo al crepúsculo. No me preguntes qué significa.

La de cosas que te esperan, hija, dice papá. Y te dirá tu papá también. La de cosas que nos esperan primo,

...el primer beso, los cuatrocientos golpes, Cantos de vida y esperanza, el castillo de Elsinore, una dama en Vetusta, los cafés de Montparnasse, Sócrates llegando tarde y ebrio a un banquete, Manhattan, y un hombre que muere de belleza en Venecia, el Vizconde de Valmont y la ballena blanca, las primeras caladas a un lucky y el fuego del vodka, Tarkovski y Kubrick, y Kurtz esperando río arriba, un planeta azul que anuncia su llegada cegando una estrella, el segundo movimiento de la Séptima y Exile on Main Street, Vértigo y Centauros, el Bloomsday y Nochebuena, Yoknapatawphna y el último bar de la noche, la magdalena de Marcel y la quimera desolada, Bob Dylan, Bob Dylan y Bob Dylan...

Bienvenido Darío.



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