miércoles, 26 de diciembre de 2012

Breve balance de 2012 (I)







Un libro de relatos de Vila-Matas se titula Nunca voy al cine. En una entrevista, el autor lo justificaba, desde Dublineses (The Dead, 1987; John Huston) no había vuelto a sentir la necesidad de sentarse en un patio de butacas, aquello le pareció insuperable.
No deja de ser una boutade pero algo así me está pasando, desde Melancolía (Melancholia, 2011; Lars Von Trier) incluso los estrenos más prometedores, me parecen naderías con el mismo regusto a cenizas que el pastel de carne, su plato favorito, le dejaba a Justine en el film de marras.
Sólo una vez me he sentado este año, codo con codo, con un devorador de maíz inflado.
Prometheus (Ídem, 2012; Ridley Scott) obró el milagro. ¿La razón? Un twit del gran Aarón Rodríguez, en el que hermanaba a 2001 con Lovecraft, ahí es nada.







Y lo mejor del film de Scott fue, sin duda, la sugerencia de Aarón. Las posibilidades que se vislumbran en una historia formidable resuelta de forma pedestre.
Esperaba una cosmovisión, ¿quién me mandará a mí esperar nada?

Por partes.
Es lo mejor del británico desde Blade Runner (Ídem, 1982), sí, lo que no es mucho decir. Es un artefacto narrativo resultón, ameno, apasionante por momentos, sí, pero convencional y sin verdadera ambición. Cómo decirlo, se nos ofrece una miel que insinúa el relato fundacional de la especie, la teodicea, la busca del sentido de la vida, el problema de la inteligencia artificial, pero apenas se nos pasa por los labios.
El espectáculo no está reñido con cierta dosis de ambición discursiva Ridley.
Me diréis y con razón que hacía falta un Kubrick.
Un verdadero analista cinematográfico, aborda el espacio textual que tiene ante sí y configura un texto. Un aficionado o analista falsario como yo, contempla lo posible, lo que pudo haber sido y no fue. Pudo haber sido 2001 o Solaris y no le llega a la suela de los zapatos a La cosa (The Thing, 1982; John Carpenter). Personajes prometedores se quedan en nada, situaciones espléndidas, se malogran. Y al final, fuegos de artificio en vez de reflexión perdurable más allá del primer cigarrillo que le dedicamos a la cinta tras su visión.
Alto y claro, el mayor acierto de Scott en su carrera como director fue apostar por los diseños de Giger. Eso y mostrar un talento innegable a la hora de iluminar decorados, los contraluces de Alien (Ídem, 1979) y Blade Runner marcan un antes y un después en la fotografía. Si lo mejor de su obra siguen siendo aquellos tres primeros títulos, es porque se trataba de grandes historias producidas por individuos talentosos.
Cuando Scott comenzó a impulsar sus propios proyectos, Legend. Pues eso. Así que no le pidamos peras al olmo.

En Prometheus sólo disfrutamos de Giger en la cueva del alien, porque fuera, los decorados y la luz son planos y convencionales La inventiva visual es nula, y su destreza narrativas, limitada. Como siempre, vamos.
La planificación no pasa de funcional. Bien es cierto que las tres dimensiones imponen una precisión en los encuadres y una duración a los planos insólitas en el cine comercial de las últimas dos décadas, de lo que nos beneficiamos aquellos que gustamos de pasear la mirada por el espacio del plano.
La gestión dramática de las diversas situaciones paralelas es chapucera, desganada. Cómo añoramos en este sentido a un Nolan.
La de posibilidades que ofrecen situaciones de interacción donde la confianza se va minando a medida que la tensión va en aumento. Eso se adivinaba en Alien y era el alma de La cosa.
Aquí se amaga pero no se chuta.
Adoro a los barrocos porque incurren en la sacrosanta costumbre del rito, magnifican lo habitual y alumbran lo excepcional, lo insólito. La secuencia de la resurrección del alienígena, de Dios, del contenedor de todas las respuestas a nuestras preguntas, ¿no hubiera requerido más liturgia, las atmósferas de Ligeti o algo así?
Pienso en Fincher o Snayder, e imagino unas configuraciones espaciales barrocas, mayor densidad dramática en el trazo de los caracteres y profundidad en el paralelismo entre la relación creatura-creador que se proyecta en la de alien-hombre, y hombre-réplica, que diera la clave del holocausto planeado y pospuesto en la previsible secuela. Sueño con una delirante y grotesca orgía de sangre a manos de cefalópodos de doble mandíbula que desafíen la cordura de los hombres. Fantaseo con ríos ácido molecular consumiendo tejidos y estructuras.
¿No está un poco forzado el planteamiento de la historia?¿No os parece inverosímil la determinación con la que la tripulación de la nave, compuesta por meros figurantes que apenas comparecen a lo largo del desarrollo de la trama, se inmolan para salvar a la civilización? Aunque sea un lugar común, incluso añoramos los típicos intereses empresariales que malquistan las relaciones de los personajes y hermana a los hombres con los monstruos.
Pero ya digo, no me hagáis demasiado caso, soy un impostor que habita en las fallas de lo posible. Lo que hay, con todo, no está nada mal. En especial lo relativo al personaje de Michael Fassbender.

2012 ha sido el año de Michael Fassbender.



El replicante que encarna es un Hal-9000 antropomorfo, igual de arrogante en una peligrosa toma de conciencia de sí, de lo que lo distingue de su creador y lo eleva por encima de él, sin ocultar cierto resquemor por deber su existencia y estar al servicio de un divinidad tan mediocre.
En la auto-conciencia reside siempre el peligro.
En la mejor secuencia, en cuanto al diálogo, del film, desconcertado por el empecinamiento humano de encontrar respuestas últimas, le pregunta a uno de los científicos la razón por la que él fue creado. La respuesta es devastadora: “Porque podíamos.”
En esa réplica lacónica y rotunda reside la clave del sentido de la vida del hombre. Meros hijos de la posibilidad, somos tan contingentes como la más humilde de nuestras creaciones, y amamos a un dios dormido que sueña con destruirnos (bueno, eso es también el Cristianismo)


Y Shame (Ídem, 2011; Steve McQueen)




De nuevo Fassbender, en otro registro muy distinto.
El alma rota clavada en los ojos de un Jung que no se había enterado de nada en la conclusión de Un método peligroso, ya nos daba su talla como actor.
La espigada figura de aristócrata centroeuropeo embosca los pedazos de la identidad perdida del hombre actual, un quién-coño-soy-yo se insinúa de continuo tras la máscara de arrogancia y bufanda al cuello que pasea Brandon por Manhattan.
Brando está al final del camino de una larga serie de personajes de los que Rashkolnikov es el prototipo. Figura el drama del sujeto cartesiano, reo de un solipsismo alienante que abre un hiato casi insalvable con el mundo de los otros. La naturaleza de esa certidumbre ha ido evolucionando desde el siglo XIX al XXI.
Bresson y luego Schraeder, explotaron el filón ensayando variantes y aportando diversos matices contextuales que singularizaban a sus personajes. Pero el fin era siempre el mismo, la formulación de esa plegaria de acercamiento al otro que libera el alma, aunque el cuerpo sea encerrado: “Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar hasta ti”.


La primera secuencia del film es un prodigio de síntesis visual, el sujeto que logra superación de la duda metódica alcanzando una primera certidumbre: follo, luego existo, meo, luego, existo; gozo, luego existo.
Pero el que goza no soy Yo. El que quiere no soy Yo. “El Yo quiero, no quiere”. Y el sujeto moderno deviene en mero conserje de sus necesidades corporales, el sujeto trascendental constructor del conocimiento, no pasa de ser una entidad vicaria de la Voluntad, Das Es, y su único fin es servir a la pulsión, sin un propósito ulterior.
Brando se ha creado un mundo perfectamente ordenado a base de excluir la alteridad y cuidarse bien de no implicarse emocionalmente. Brandon es un devoto cumplidor de las exigencias de su voraz Voluntad. Brandon ha desterrado de sus fueros el conflicto que incuba la empatía, se cuida mucho de no profundizar en exceso en sus relaciones, porque cuando esto ocurre, la satisfacción ya no es posible. Brandon es un eremita, y el cumplimiento del goce, un sacerdocio que reclama vivir de espaldas al mundo y sus compromisos.
Brandon comienza siendo un depredador, calculador y eficiente, pero ese mundo y esa naturaleza se conmueven con la visita de su hermana.
Primero, su intimidad se verá enojosamente invadida, liberar las tensiones que le consumen requiere soledad y tiempo. Luego, atisba el dolor de su hermana Sissy (Carey Mulligan), y empieza a sufrir por ella, con ella.
Y comienza el drama, un drama que podríamos denominar el nacimiento del sujeto ético. Los signos del cambio van siendo patentes.

Si hay una secuencia por la que el film será recordado es la interpretación que hace Sissy de New York, New York. Se entabla un diálogo entre los dos hermanos y la propia letra de la canción. Todo lo que debemos saber de Sissy está en los penachos desprendidos de su voz, en las lágrimas que le arranca trabajosamente a Brandon. El rostro de Fassbender deja traslucir, con una economía gestual portentosa, las huellas de la batalla que se libra ya en las fincas de su ser.
El conato de relación con Marianne (Nicole Beharie) frustrada en lo sexual por cuanto Brandon presiente la amenaza emocional, es el segundo momento en la evolución del personaje, si bien en este caso la solución al conflicto es fácil, follar con otra.



Dar la espalda a Sissy es más complejo toda vez que la relación entre ambos discurre por otros andurriales, no existe una solución vicaria al problema que ella plantea, no es una mujer más, es una singularidad irreductible, un fin en sí.
Algunos han querido ver algo incestuoso en el trato de los hermanos, personalmente creo que de haber sido así, no habría conflicto para Brandon, la cosa está en que por primera vez se enfrenta a “tensiones” a las que el orgasmo no puede dar respuesta.

El clímax es un prodigio de equilibrio narrativo y contención en el que comienzan a solaparse diversos planos temporales en una suerte de abolición de la sucesión en aras del la simultaneidad, la temporalidad de la Voluntad anómica. Asistimos a una verdadera Pasión donde se fustiga hasta la extenuación al hombre emergente, Brandon es obligado a entregarse al frenético cumplimiento penitencial del goce hiriente como castigo al desacato a lo largo y ancho de la noche más oscura del alma que parece no tener fin.

Y al final, la mañana encontrará a un Brando roto, experto en el magisterio del dolor. Si McQueen nos hubiera mostrado las palmas de sus manos con las marcas de los estigmas, algunos lo hubieran juzgado excesivo, puede que grotesco, yo lo hubiera aplaudido.

El sujeto ético ha nacido al reino de los fines, el otro ha dejado de ser un medio, el imperativo pulsional deviene en imperativo categórico. Brando ha recorrido un extraño camino para llegar a su hermana, pero sabemos con Sartre, que el lugar al que ha llegado es un infierno.



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