sábado, 24 de noviembre de 2012

NOTAS DE SUICIDIO (Crónicas apócrifas de Mr. Jones)


George Eastman: “Mi trabajo ya está hecho ¿Para qué esperar?”






Supe que comenzó a redactar notas de suicidio al poco de llegar a la redacción del Liberal. Apenas no más que otra excentricidad de las suyas, a lo sumo, de mal gusto, sí, pero que hubiera caído en el olvido de no ser porque indujo a alguien a ejecutar la tarea encomendada en negro sobre blanco.
Sin muerto no hay gloria ni en literatura. Especialmente en literatura.

A Mr. Jones debió halagarle que se atribuyeran propiedades homicidas a uno de sus escritos. Siempre procesó una extraña superstición hacia la naturaleza mágica de la palabra, su poder para materializar cualquier hecho caligrafiado. O conjurar al demonio con apenas un susurro.

No hubo denuncia contra Mr. Jones, sin embargo, el escándalo le granjeó tan buena publicidad que un periódico parisino le ofreció dirigir su sección necrológica.

Decidí investigar los pormenores. Primero en París, más tarde en Saint Maurice.

Al fin, pude verme con Gaspar Oçon, director de El Liberal durante los meses en los que Mr. Jones trabajó en la redacción. Problemas de salud le habían llevado a un retiro prematuro. Pasé varias semanas lidiando vía telefónica con una voz de urraca, a la que puse un cuerpo enjuto, cabello ralo y un odio recóndito más allá de las dioptrías. El muro verbal con el que chocaban mis ruegos siempre era el mismo: “Para Monsieur Ozon fue una experiencia dolorosa y no desea rememorarla. Gracias por su comprensión." Un zumbido sostenido sobre mi ira.
Un buen día, cuando me disponía a pagar la minuta del hostal y regresar a París, sonó el teléfono. Desconozco cual de mis argumentos agrietó su resistencia. De hecho, nunca hubo argumentos, peticiones, sí, ruegos, también, súplicas, continuamente.


Tomé un taxi para ir al caserío en el que reposaba junto a un enfisema merecido, en el corazón del Valle del Marne. Una fina cortina de agua confería al paisaje rebosante de otoño un aire melancólico, quizá la melancolía estaba ya en mis ojos. Me llegaban rumores de cargas, detonaciones, el tableteo obstinado de ametralladoras. El Marne.

Fue un domingo, finales de noviembre.

Hasta la puerta del taxi se allegó con el paraguas abierto un tipo membrudo y de larga cabellera. Reconocí su voz enseguida, y le agradecí el gesto. Su nombre era Pascual. Me acompañó hasta la casa luego de haber saldado cuentas con el chófer. La lluvia arreciaba al tiempo que la luz se desvanecía. Me hizo pasar al cuarto de estar.
Un gato se curvó sobre el brazo del sillón en el que reposaba la anatomía de Oçon. El calor era sofocante.

-Comprenda que para mí era algo desagradable.

La mascarilla de oxígeno le afilaba el rostro. Al principio, se atragantaba con palabras en las que no encontré rencor y sí cierto embarazo. El tinto que había llevado, tras los primeros sorbos, le soltó la lengua y subió un calor a sus mejillas. Dijo que, si era mi deseo, podía fumar. Aunque se encontraba en aquel estado por culpa del tabaco, no le guardaba rencor y disfrutaba viendo a otro gozar de lo que a él le estaba vedado. Y volvió a apartar la mascarilla para sorber de la copa.

Mr. Jones llegó sin recomendación, algo extraño en provincias. Sus credenciales, una crónica urgente y manuscrita de la muerte de un mendigo sobre un banco del parque Victor Hugo, aquella mañana, en los márgenes de un ejemplar del periódico.
Le impresionó su redacción sin ambages, afilada e implacable, sin perder un ápice de lo que cabía esperar de un buen periodista, el qué, quién, cómo, cuándo y dónde, coronados por una coda demoledora que disparaba la noticia contra la conciencia del lector. “ Y mientras, los padres que acompañan a sus hijos al colegio y una señora que pasea a su caniche, hacen un alto para ver como levantan el cuerpo, yo escribo esto mientras esto pasa, sobre una de las mantas de celulosa que no pudieron impedir las mordeduras del frío.

Citó de memoria mirando a través de la ventana, como si estuviera escrito en la tarde.

-Me solicitó un adelanto para instalarse en la ciudad. No se lo negué. Le hubiera ofrecido el doble. Luego, él me dijo que habría aceptado la mitad. Parecía siempre tan extrañamente seguro de sí mismo.

En los meses siguientes, pasó por diversas secciones del diario, crónica social, sucesos, deportes y cultura. Pero tenerlo pateando calles a la caza de la noticia no era negocio. No tardó en instalar su oficina en la taberna de Schumacher. El mejunje que le ofrecía el alsaciano, suavizaba su estilográfica, tan lúgubre siempre cuando sobria, la volvía burlona y un tanto melancólica. Miniaba notas de prensa en unas servilletas nunca limpias del todo que eran luego mecanografiadas pacientemente por Matilde, mi secretaria, a la que pronto  esperararía cada día tras la jornada.

El membrete insolente azul pálido de la taberna encabezaba la crónica del partido de turno o el inventario de copas trasegadas que corrían a cuenta del periódico. A veces numeraba para facilitar la transcripción. Los rumores comenzaron. Oçon alumbraba una tristeza, y la envolvía amorosamente en su seca y crepitante tos bronquial.
Pero no llegó a los obituarios por voluntad de la dirección. Era una labor demasiado solemne que requería una sensibilidad de la que Mr. Jones carecía a todas luces. No son ocasiones para ejercitar el ingenio, creo yo. El repentino fallecimiento de Julien Davenne, sin embargo, había dejado vacante el puesto, y era imperioso escribir uno ahora. Asumí el riesgo.

Se trataba de un filósofo norteamericano distinguido en Francia con la Legión de Honor. El suceso fue despachado por el New York Times con una somera crónica en la que se refería cómo el pensador hebreo se había arrojado al vacío desde la ventana de su despacho del Village. Luego, enumeraba publicaciones y reconocimientos (obviando vergonzosamente la distinción de que se le hiciera objeto aquí; poniendo en evidencia la absoluta falta de diligencia del departamento de documentación de los grandes periódicos.) No fue hasta dos días después cuando se hicieron eco de la nota.
(La nota. Hacerse eco. Putos burócratas).

Sobre su escritorio, entre montones de legajos y volúmenes de Kant y Eckhart, se había encontrado una nota manuscrita, un pedazo de papel arrancado con cierta premura de alguno de esos libros (letra impresa en el reverso; alemán), urgencia que era desmentida de inmediato por el trazo firme y seguro de la caligrafía, por la filigrana característica de su firma. El contenido, directo y conciso, no falto de humor: “He salido por la ventana.”
La excentricidad y laconismo del mensaje, supongo, debió excitar la lacónica y excéntrica imaginación de Mr. Jones, y una mañana, pocos días después de haber recibido el obituario que le encargué redactar, François, el encargado de los deportes, que andaba a la busca de un carrete de tinta roja para su máquina de escribir, revolviendo papeles y ceniceros sucios, se topó con una nota escrita a mano. “Querido mundo, me estoy yendo porque estoy aburrido. Te dejo con tus preocupaciones en esta dulce cloaca. Buena suerte.”
Al principio se alarmó. Aquella mañana Mr. Jones no pasó por la oficina oficial ni por la oficiosa, como refirió Schumacher.
Matilde tampoco se había personado en su lugar de trabajo. En cinco años, la joven nunca había faltado más que por extrema necesidad y siempre, previo aviso. De modo que, alarmado también yo, y tras telefonear repetidamente a Matilde a su casa (vivía con su madre anciana, sorda como una tapia), mandé a alguien al hotel donde se hospedaba Mr. Jones.


No pude evitar ese primer escándalo.

Debí cortar entonces por lo sano. Después de aquello, Matilde solicitó una baja temporal por el ingreso hospitalario de su madre.
Lo cierto era que desde aquel día, en la redacción todo eran murmullos a su paso, miradas rijosas, sonrisas lúbricas, comentarios obscenos. Supongo que era demasiado buena chica y no pudo perdonarse a sí misma.
Y más tarde, más notas de suicidio.
Firmadas ahora por diversos miembros de la redacción. La broma dejó de tener definitivamente gracia cuando, Matilde, tres meses después, habiendo ya enterrado a su madre y de vuelta en la ciudad, en su primer día de trabajo, al que se había reincorporado contraviniendo mi consejo, saltó desde la ventana del archivo de la redacción (tercer piso, sobre un furgón cargado de hortalizas)
Murió un par de días después. Naturalmente, se había encontrado una nota sobre una pila de archivadores. Mecanografiada, como todas las demás. Junto a un paquete vacío de Gauloise. Retorcido. Vacío. “Mamá, lo siento, y Te amo.”
Me levanté.

-¿Cómo se lo tomó Mr Jones?
-No se lo tomó ni mal ni bien. Me pidió redactar la necrológica con una voz empapada en licor. Me negué. Creo que fue mi único gesto de autoridad hacia él. El único al que me atreví. Aun con todo la escribió. Puede que tuviera algún cargo de conciencia. Ligero. Tampoco me informó de la oferta. Se fue con la misma prontitud con que llegó. Me dejó esta necrológica, malos recuerdos y la cuenta del hotel.

-No le guardo rencor, pero el pesar de haberle conocido me acompañará hasta la tumba, como esta bombona de oxígeno.

Entonces reparé en que desde el principio sostenía con la mano izquierda un diario enrollado. Un ejemplar del Liberal, presumí. No me equivoqué.

La noche se había cerrado sobre el caserío. Me acomodé sobre el amplio alféizar. La letra de Mr. Jones invadía en ocasiones el texto impreso. La extensión de la necrológica excedía con mucho la habitual. No en pocas ocasiones me vi obligado a releer una sentencia para poder atisbar su sentido. La críptica caligrafía emboscaba una semántica aún más esotérica. Al terminar la lectura, empapado en sudor, casi jadeante (por el calor, mayormente), me encontré con la mirada interrogante de Oçon. Pero no tenía nada que preguntar. Ese ejemplar anodino de un anodino diario de provincias, grabado con la letra de un genio era la única respuesta que me interesaba. Y ya la tenía.
Pedí que me permitiera transcribir la necrológica para editarla. Se negó. Insistí. Se volvió a negar, luego se sumó a la tercera o cuarta negación, Pascual con su presencia invasora del poco espacio, con un no mudo, nervudo y rematado en puños.
Me hubiera despreciado por arrancar de las débiles manos de un enfermo aquel manuscrito. No me hubiese perdonado dejar de hacerlo. Pero vérmelas con su gorila, no me seducía. Bien sé que Mr. Jones habría tenido en muy poco mi interés por su obra.
Hasta ahora, llegar a ellas sólo me había costado tiempo y dinero, dos cosas de las que ando sobrado. Ojalá pudiera decir lo mismo de mi valor.

Solicité vergonzosamente que me pidieran un taxi. Pascual se ofreció a llevarme él mismo. El sentimiento de humillación era insoportable.

Silencio atronador. Debe perdonar la obstinada resistencia de Monsieur Oçon. La lluvia golpeaba sin clemencia el parabrisas. Sufrió mucho con todo aquello. Seguía sin relacionar el timbre ridículo de aquella voz con esos miembros. Él y el padre de Matilde sirvieron juntos en Argelia. Los neumáticos saltaban sobre el asfalto irregular. Era viudo. Apreté con fuerza los puños hasta sentir las uñas. Y tras la muerte de Oliver, bueno, ya sabe cómo son esas cosas, se hacen promesas. Los focos apenas penetraban en la tupida cascada. Ella entró con catorce años a trabajar en el periódico. Al fin la señal: Saint Maurice, 2km. Y siempre fue para él como…

¡Cierra el pico y conduce, joder!