sábado, 13 de octubre de 2012

CRÓNICAS APÓCRIFAS DE MR. JONES.


SINFONÍA DE OCTUBRE






Allegro.

Solitario y triste como el andén de de una estación de provincias.

Triste ante la visión del andén de una solitaria estación provinciana.

El tiempo se prende de otoño triste y ocre, el tiempo del otoño se desprende, balancea y posa sobre el andén de esta estación gris y algo triste de provincias, y un poco otoñal, y un poco nostálgica de trenes y viajeros, demasiado inhóspita cuando uno no es ni una cosa ni la otra, cuando uno no espera a viajeros ni trenes.

Y nadie le espera a uno.

Cuando uno sólo espera ver el desprendimiento otro guarismo en el minutero del reloj, la fonda de una estación de provincia, es siempre un lugar, creedme, solitario, triste y ocre, aunque sea mayo y mediodía.

Mostrador, moscas, cercos de café.
Andenes despejados como la frente de un octogenario. Andenes saqueados como la boca de una octogenaria.

La voz enredada en la bruma de la megafonía se atraganta con una nueva llegada que, al parecer, no debía esperar, se anuncia un inminente brote de humanidad múltiple; un vómito urgente de cartílagos y huesos con pedazos de vida cautivos en maletas y mochilas pronto fluirá por los andenes como sangre por arterias, con esas maletas revueltas de recuerdos y ropa sucia y mochilas acribilladas a chinatos y pins del Ché, con recuerdos que promueven disturbios de bienvenida o cercan con manchas de soledad a ese/esa a quien nadie vino a recibir, y piensa si volverse al vagón, si este era su destino o lo habrá confundido, si, de hecho, tiene destino.
Algunos visten de sport, otros llevan traje con marítimos y maletines de piel y Ray-Ban bajo los cirros, algunos lucen rastas y barbas desiguales y abruman con ciclos la espalda, los más, severos cortes al uno, mejillas lampiñas y las espaldas ligeras, otros tienen novias de faldas cortas y sandalias trepadoras que dan histéricos saltitos al abordarlos, y están luego, los que tienen la pinta desangelada del que necesita una mujer agitando su generosa anatomía.
Porque, nada como una mujer de generosa anatomía, agitada, como un buen martini con vodka.
Y ellas, las que llegan no las que estaban. Ellas: morenas, rubias, con mechas o rapadas a lo Sinead O´Connor, los hombros altos y la piel de vinilo, la humedad de octubre sobre el ancho caderamen o la cadera enjuta y dietética abrumando la tarde-noche del domingo, la esbeltez en la insolencia del ombligo a la intemperie y tachonado, cercado por un tatoo que se pierde bajo el elástico de la braguita, ellas se apresuran a encender un cigarrillo impaciente, a proteger la llama con gráciles y finos dedos ensortijados, el labio fruncido de carmín para asegurar el afortunado cilindro, ellas llegan en pareja o en trío, con paraguas colgando del antebrazo o con bolsas del Mercadona colgando del antebrazo, a veces, paraguas y bolsa en balanceo solidario, y sonríen blancas tras los pearcings, cálidas y vivas bajo las prendas que aprietan su abundancia inmarcesible, a despecho del tiempo que las roerá.
Un leve barullo, en fin, pronto sellado por un silencio espeso, apenas una ligera alteración ambiental que se disuelve en los resquicios del minuto siguiente al de la invasión, y cruces de palabras, besos, salutaciones van a dar al río pedregoso y metálico que deja el tren a su marcha, dejando en la atmósfera del andén una cualidad a aguas removidas prontas a restaurar su quietud; y vuelta a los cercos de café, zumbidos de insectos, al mostrador sobre el que yace malhumorado un vaso vacío.
El espacio reclama su imperio y un silencio opaco se interpone.

la verdadera soledad son unos andenes atestados, escribe Mr. Jones en una servilleta.

-Otro Absolut, por favor.

-(Éste no espera a nadie. Éste no va a ninguna parte)


Mr. Jones adivina el pensamiento del barman soñoliento que no le mira a los ojos cuando le entrega el cambio,
no, ningunaparte queda lejos, incluso para el viajero vertical que fija la mirada de nuevo en la página remota sobre la que se marchita la última luz de la tarde.

-Con peladura de naranja, IMBÉCIL.

Adagio.



Mr. Jones, luego de hacerse con todos los servilleteros de la fonda, ante la mirada atenta y soñolienta del barman (un barman con algo de Joe Turkell, soñoliento y sin su Overlook), escribe:

...leemos para saber que no estamos solos, para no sentirnos abandonados, para saber que en algún lugar de esos que no se pueden visitar para tomar fotografías, alguien, algo más que un amasijo de cartílagos y huesos en permanente estado de oxidación, en la intimidad de un cuarto en la alta madrugada o en el bullicio de una taberna al mediodía, sintió estremecerse el alma y la imperiosa necesidad de dar testimonio del temor, del temblor,
escribimos a ciegas, escribimos porque sabemos que vamos a morir, no hay otro motivo, como sabía que moriría aquel oficial atrapado en el vientre de la bestia al sentir la acuciante la necesidad de narrar la muerte unánime en la negrura gélida del Mar de Barents, de novelar que aquellos hombres vivirían lentos una agonía cabe sus recuerdos, junto a las vivencias cultivadas a lo largo de una vida breve, como se antoja toda vida ante el trance último, que muchas vidas se iba a extinguir en una ceguera caliginosa, alquitranada y nocturna, urdiendo con símbolos mudos que no alcanzaba a ver, el tejido delirante de una maldición solidaria e inapelable que no merecían pero de la que eran destinatarios, el trazado de unas grafías remotas y silenciosas que refieren un hecho fatal en el esbozo de la morfología del horror, desbrozando un tremedal de pánico, transitando las besanas del miedo, sintiendo la urgencia tan humana de aferrarse con uñas y tinta al cabo que le ofrecía una palabra: la palabra, sólo en la palabra podían hallar, no consuelo, no una prórroga, toda vez que en ella y con ella, estaba asumiendo el acatamiento de un destino al que esa misma palabra daba sanción y cumplimiento, sino el anclaje del pasado colectivo en el porvenir único, que ella haría posible para todos esos hombres que se apilaban en cubierta con las manos entrelazadas, mascullando palabras inteligibles, la resurrección tras el desesperado Elí, Elí, lama sabajtani!, la salvación que iluminaría la angustia de las últimas horas traspasadas de estertores y atravesaría el opaco muro surcado de blasfemias o plegarias y costuras de angustia, prendidos de su superficie indiferente como el mar negro que se prolonga más allá del acero, silencioso, cómplice, que será su mortaja, palabra de la salvación que vence al olvido, auténtica muerte, la única y definitiva.
Y en ese instante, tras clavar el punto final de los finales con una gota de sangre ciega, encerrado con sus fantasmas en aquel lecho de sombras, donde el silencio pulsa congojas, cuando una levadura de culpa crecía ya en las galerías del Kursk, atoraba sus escotillas y ocupaba los camarotes dragando el poco oxígeno, Kolesnikov empezó a tomar conciencia de que la palabra es siempre sagrada, siempre un evangelio que testimonia el martirio (valga la redundancia), esas grafías tortuosas y oscuras, como el destino que debían afrontar, se erigirían en albaceas de un sacrificio estúpido y sin sentido, la palabra del pánico, enigmática y sin glosa, palabra de la desolación, palabra de la desesperanza que como un cuervo con el ala rota, se arrastra difiriendo el fin, tratando de hacerse digno en la agonía del recuerdo, y Kolesnikov, al fin, alcanzó con las yemas de sus dedos la certeza de que aquellas palabras trazadas con caligrafía convulsa, luminosa y fatal, serían las palabras que hacen mesías a todos aquellos que no pudieron ser finalmente salvados”.




Presto.

Un nuevo tren anuncia la megafonía. Mr. Jones levanta la mirada del billete.
Este tren no es como los otros, este tren viene precedido de un extraño hedor, de un violento crepitar, como de hojas secas pisoteadas, no amigos, este regional 666, último de la noche dominguera y octubre, viene extrañamente envuelto en llamas1...







1Nota del editor: El relato de Mr. Jones me fue entregado en Sierra Leona por un traficante de diamantes belga que se atribuyó la autoría de la introducción y la coda. Quede bien claro que sólo el relato poético del Kursk es atribuible a mi enigmático amigo. Al parecer, el innominado traficante (ignoto por obvias razones), llamémosle X, se hizo, tras una partida de cartas con un baúl que contenía las escasas pertenencias de Mr. Jones, y que éste le había dejado en depósito hasta que reuniera el dinero que le debía (sospecho que para el belga habría algo más de interés). Por desgracia para X, y por suerte para mí, Mr. Jones cruzó a Liberia esa misma noche. Al parecer, X, aficionado a la literatura (había cursado Filología Española en Brujas), sintió curiosidad por un puñado de servilletas prendidas con un clip que encontró entre la ropa sucia y media docena de relojes de pulsera, y decidió encomendarse a su afición de juventud, y completar así la narración con un marco de aires modernistas (era un entusiasta de Gabriel Miró, ojalá en España se le venerase con igual ímpetu). Por mi parte, le encontré algún valor y decidí conservarlo. La idea, según me dijo, fue la de recrear la circunstancia en la que Mr. Jones alumbró su recreación de la tragedia.
No creo que a Mr. Jones le importara, de hecho puede que hasta le resultara un gesto halagüeño.
Yo saldé las deudas de juego de Mr. Jones: 875 euros. Eso fue lo que me costó el racimo de billetes que contenían su obra original. Si me excedí en el pago, júzgenlo ustedes.