domingo, 16 de septiembre de 2012

Cuaderno de bitácora del Démeter: MARTYRS










Pour Dario Argento.

Permitidme una digresión de las mías.

Toda fe se asienta en el testimonio del profeta o iluminado de turno que tuvo vivencia, al parecer, de la trascendencia. Luego, su testimonio se recoge en textos “revelados”, es predicado por epígonos o enemigos, y revivido de forma vicaria por los fieles a través del rito.


El testigo puede ser hijo de Dios o del Hombre, pero su experiencia ha de ser necesariamente extrema, tiene que ser objeto de una vivencia sobrehumana para obtener el certificado de credibilidad. Pero en un ser humano, toda experiencia extrema incluye y concluye, diría, en el sufrimiento físico, toda vez que para llegar al alma hay que dar el rodeo del cuerpo, la carne sentiente y doliente, límite del sujeto con el mundo. Para que nuestra materialidad precaria y corruptible llegue a la plenitud del todo, alcance la perfección y la eternidad del Ser, necesariamente esta ha de ser deglutida, desgarrada, hecha jirones en el tercer momento dialéctico: la síntesis.
Ergo, el elemento trascendental (en el sentido kantiano de condiciones de posibilidad de algo) de todo testimonio radical, esto es, trascendente, es el dolor.

Ese fue el arancel que debió pagar Adán para ser tan sabio como Dios. Sólo qué resulto que lo único que Dios sabía es que había creado al hombre para morir, el ser-para-la-muerte heideggeriano.
¿Valió la pena, Adán?
La meditación Zen se ofrece como un método para alcanzar la trascendencia a partir de la influencia del cuerpo sobre la mente gestionando adecuadamente la sinergia física (el asiento que incide sobre el bajo vientre, depósito de la energía corporal, la respiración ventricular, etc.), se actúa así sobre la conciencia anulando, tras largos años de práctica o en unos pocos días, si acepta uno la tortura de su ejercicio ininterrumpido, su transitividad, abriendo la conciencia a la reflexividad y la comunión con la totalidad, disolviendo sus límites en la supresión de la dualidad sujeto-objeto.
Esto viene siendo la mística. Meditación, ascetismo, martirio, sendos ramales de la misma arteria.


Cristianismo e Islam nacen bajo el signo de una violencia que la madre de ambas, el Judaísmo, supo conjurar. Pero ya no bastaba con el sacrificio de un cordero para fundar una nueva fe, establecer una alianza más amplia, había que cargarse al hijo de alguien, y no de cualquier manera, debía ser una forma inspiradora, que conmoviera las almas y revolviera los estómagos.
Aquí nace el mártir.
Nadie ha interpretado mejor la esencia del acto fundacional de nuestra religión, nadie ha transitado mejor por la besana del suelo fertilizado con sangre del que brota lozana la devoción como Mel Gibson en La Pasión, film, me temo, que no ha sido suficientemente pensado por los prejuicios que el tema apareja. Sabemos que a la chavalada progre se le embota el sentido crítico ante cualquier artefacto que huela a religión, o quizá, porque para la intelectualidad europea, un australiano ignorante nada puede aportar al tema.
Y ahí está la cosa, en la mera exposición visceral, espectacular, litúrgica de un acto de violencia extrema, sin glosa ni comentario (discurso siempre hay), que alienta una ética, soportal de unos valores, los de nuestra civilización cansada, y el clavo ardiendo al que se agarran diariamente los infelices fieles de Mahoma que llevados por la desesperación, explotan su carga de odio y terror junto a la garita de turno.

¿Mártires o terroristas?
Si la violencia nos interesa y nos fascina, más allá de que su ejercicio constituya un elemento basilar de nuestra naturaleza y nuestra cultura (¿podemos, es legítimo, seguir estableciendo una diferencia entre ambas?), es porque siempre comunica una verdad; dolorosa, como lo es la verdad (no nos cansaremos de repetir la sentencia que enuncia Sófocles por boca de Tiresias: Q dañino es el conocimiento que no aporta beneficio al sabio), necesaria, como lo siempre la verdad, suceptible de ser ocultada, edulcorada, elíptica. Mentiras piadosas que en este momento de la Historia, maldita la falta que nos hacen.
En El club de la lucha, Tyler vertía una generosa cantidad de lejía pura sobre el dorso de la mano de Jack. En el acto, el sufrido amanuense, para zafarse del dolor, huye a su cueva de hielo mental cimentada en el discurso de la autocomplaciente nueva psicología, huérfana de Freud, y su optimismo ramplón, amparado en el prejuicio dualista de la superioridad de la mente sobre el cuerpo que estamos tratando de refutar.
No comprende aún el magisterio del dolor, no se atreve a mirar a los ojos del abismo, no sabe que hasta que no se toca fondo, como le dirá Tyler, no se es libre para actuar. No nos liberamos hasta que no dejamos de temer a la muerte, claro que eso suele ocurrir cuando la vida se antoja intolerable, cuando nos asomamos al martirio.
La fe es el clavo ardiendo al que se aferra el hombre cuando las condiciones materiales de la existencia se tornan intolerables.


  1. Primera revelación: el hombre es un ser para la muerte (Génesis).
  2. Segunda revelación: el miedo a la muerte nos impide ser libres; promesa de la resurrección (Evangelio).
  3. Tercera revelación: cuerpo y mente son un continuo (monismo místico)







Pascual Laugier nos golpeó el escroto hace cuatro años con esta pieza de cámara más cercana, en sus planteamientos, que no en su estética, a Haneke que a Ajá; un salvaje balbuceo desde la orilla ignota del dolor que pulsa emociones confusas y sacude con violencia el pensamiento.
Una historia sinuosa llena de meandros que recuerda a los guiones del mítico tándem Fulci-Sachetti, en los que el capricho era ley y el fin, únicamente, ensayar las variaciones Goldberg del horror visual, gratuito, como un bello arte. Sin embargo, la ambición de su discurso, los giros de la trama que tan poco satisfacen a algunos, están al servicio de la dialéctica de la violencia, irreductible a un tratamiento maniqueo.

La venganza de Lucie no nace tanto del odio o reclamo de una satisfacción personal como del deseo de exorcizar la culpa por haber abandonado, cuando tuvo la ocasión de huir de su cautiverio, a una mujer anónima encadenada a una silla y en un notable deterioro físico, retenida y torturada por las mismas oscuras razones que ella. En los años siguientes, esta mujer, convertida en un famélico fantasma surcado de cuchilladas, acechará en la oscuridad a Lucie para castigar su omisión y la joven se autolesiona con virulencia en momentos de tensión.
Su brutal matanza nace del deseo de hacer justicia a aquella desconocida. Sin embargo, una vez consumada la venganza, los ataques de la “criatura” se recrudecen. Naturalmente, el asesinato de una familia no puede menos que concitar una culpa mayor, nunca un alivio. Aunque ella sepa lo que la audiencia ignora aún de esa familia “normal”. Lucie había encontrado a sus captores, pero la sangre no trae la paz.
Anna no participa en el crimen de Lucie, pero está dispuesta a encubrir la masacre por amor hacia su torturada amiga, aunque no esté convencida, no pueda estarlo, de que esos cuerpos que yacen destrozados por las postas sean un grupo de secuestradores y torturadores, por eso, cuando descubra que la mujer aún vive, tratará de salvarla en vano de la furia de Lucie.


Un nuevo giro de la trama, conduce a Anna, una vez que la “criatura” se ha cobrado la vida de Lucie, a descubrir unas galerías en el interior de la casa que conducen hasta el habitáculo donde yace una mujer con su cuerpo estragado por la desnutrición, los golpes y cuchilladas.
Anna tendrá su segunda oportunidad de erigirse en salvadora, pero de nuevo fracasa. Anna permanece incomprensiblemente en la casa, amortaja el cadáver de Lucie, trata de ayudar a la mujer del sótano, ¿por qué? ¿Acaso se trata de sugerir una naturaleza bondadosa que la conducirá a la santidad?
Su situación cambiará en un nuevo quiebro narrativo que nos introduce en el segundo bloque del film, cuando se revela el sentido de los secuestros y torturas, el deseo por parte de una secta de crear un mártir que pueda dar testimonio de lo que hay al otro lado.
Fabricar a una víctima es fácil. Un mártir es otra cosa, hay que cultivarlo como a un hongo.
El mártir es una persona que logra encontrar una puerta en la habitación negra del dolor, una puerta al otro lado que se ocultaba entre los pliegues del miedo. Sólo cuando se toca fondo somos libres, cuando se pierde el miedo a la muerte o cuando la muerte se antoja el único medio para escapar de la carne doliente y la celda del cuerpo, la víctima se erige en mártir.




Anna vence al miedo, al odio hacia sus captores, al dolor, y vive para dar testimonio. Anna entra en los predios de la santidad. Anna logra la fin salvar a alguien, se salva a sí misma. Quién sabe si también a sus captores.


En el primer bloque, el protagonizado por Lucie, se plantea el tema de la inversión de víctima en victimario, la pertinencia moral de la venganza, la culpa solidaria de la víctima con sus iguales, en última instancia, lo fácil que resulta para cualquiera “fabricar” una víctima, y lo difícil que es abandonar dicha condición.
El segundo bloque, protagonizado por Anna, muestra un medio para dejar de ser víctima sin convertirse en verdugo.

Laugier traza el tortuoso itinerario que conduce a la santidad, a una reescritura bastarda del Evangelio, hartos de esperar al Mesías, un grupo de ricachos, hastiados, suponemos, de la abundancia material en que bogan sus vidas huérfanas de espíritu, decide fabricarse uno para uso propio, forzar un segundo advenimiento.
La postura distante del francés ante lo narrado contribuye a acentuar el horror. No obstante, se desmarca de las tendencias “autorales” en la representación de la violencia. Imposible no pensar en Haneke, la misma mirada gélida, la misma ausencia de juicio, sin embargo, Laugier no ahorra en recursos formales para poner en escena los actos violentos, evitando sostener el plano (de hecho, multiplica los raccords), la elipsis y el fuera de campo. La focalización narrativa es altamente convencional y busca maximizar la implicación de la audiencia. Bascula de Lucie a Anna, y la familia del comienzo, así como de Anna a sus captores durante el segundo bloque.
Puesta en escena y narración al servicio siempre del espectáculo, un espectáculo nada complaciente con el espectador, sin duda, pero espectáculo al fin, aunque su razón de ser sea la de joder a una audiencia que se creía curada de espanto tras la interminable y soporífera serie de Saw, o el soberbio díptico de Hostel, donde el gore se ve con la mueca de asquito o regocijo, pero siempre al servicio de un goce perverso.
Nada que ver chavales, esto va en serio, aquí no podréis llenar la carrillada glotona con una narración complaciente a la busca de un clímax espectacular y atropellado, ¡cha-chán! Aquí no podréis agarraros la erección mientras hacen jirones la carne trémula de una ninfa casquivana de braguitas húmedas.
Estamos ante una agresión de proporciones similares a la de El perro andaluz, versión blockbuster, una muestra de terrorismo cinematográfico que obliga, navaja al cuello, a mirar, a no apartar la mirada, a seguir mirando cuando mirar duele, y, como era habitual en Fulci, se lloran lágrimas sanguinas.
Lo que nos desconcierta de Laugier es que un contenido tan ambicioso e insólito se informe en una puesta en escena tan funcional, convencional, poderosa. Hay una cierta falta de adecuación incómoda entre forma y fondo (quizá por que nos tienen acostumbrados a que un contenido de enjundia se informe de manera epatante, rompedor con los usos acostumbrados), que pone en una tesitura el crítico a la hora de pronunciarse sobre su obra, decidir si hay un planteamiento sólido o estamos ante un balbuceo, un ensayo sin previsible continuidad. Acaso la razón de ser del film sea simple y llanamente esa, incomodar a base de ser ambiguo, moral y estéticamente.




Epílogo.

No podemos dejar de señalar, por lo que nos satisfizo en el momento de su visión, la dedicatoria final a Argento, que pese a que sus últimas obras nos obligan a bajar la mirada con dolor y sonrojo, el brillo de su cine de los setenta y parte de los ochenta, lo mantienen como el maestro indiscutido del fantástico europeo. Y Martyrs, un homenaje a la altura.