sábado, 16 de junio de 2012

ROMPAMOS UNA LANZA POR UN CINE DE TERROR GENUINO.






El género de terror (como variante del fantástico) demanda para su éxito, cierto histrionismo, un punto (o mucho) de locura, algo de desenfado, mal gusto, peor mala leche, misantropía por un tubo, fascinación por el lado oscuro del hombre (y cercanía al propio), ingentes dosis de humor negro o una total falta de sentido del humor, fidelidad a un código no escrito pero que obliga, incluso cuando se viola, y eso sí, una infinita modestia manifiesta en el propósito esencial que lo anima: dar miedo.
Hasta Kubrick fue humilde en El resplandor (The Shining, 1980).

Bazin amonestó a aquellos cineastas que, tras la Segunda Guerra Mundial, abordaron el western a partir de un cierto complejo de inferioridad y se arrogaron la tarea de dignificarlo a base de trascender sus premisas, demasiado simples al aparecer, con la sal del símbolo y la pimienta de alegoría, dar a la cosa algo de profundidad para que se vea al artista.
Pero Wellman, Mann, Tourneau, Davis, de Toth o Boitticher habían logrado ya desplegar todas las lecturas implícitas sin faltar a lo esencial, el espectáculo.

En el cine de terror ocurre algo similar, género popular por antonomasia, rara vez ha concitado el interés de los grandes nombres, pero cuando lo ha hecho, ha sido para ponerlo a servicio de sus pretensiones autorales, legítimas, faltaría más. No queremos decir que la nómina de talentos que ofreceremos, haya tratado de trascender ciertos elementos, lo que conlleva un desprecio implícito por su propósito elemental y comprometería el éxito de la empresa, pero es innegable que el resultado no es el de obras convencionales, y sí insatisfactorias, en cierto modo.


                                          


Obras mayores como Nosferatu (ídem, 1924; F. W. Murnau), La bruja vampiro (Vampyr, 1932; C. Th. Dreyer), ¡Suspense! (The Inocents, 1960; Jack Clayton) o La hora del lobo(Vargtimmen, 1968; Ingmar Bergman), son casos que sobrepujan los dictados genéricos y no dejan de ser excepcionales o rarezas.

El terror de autor nace de la experiencia o testimonio de un delirio, de la quiebra de la razón, la vecindad de la muerte, domiciliando, en todo caso, su causa en la naturaleza humana en detrimento de agentes foráneos.
Salvo el film de Murnau, en todos los demás, la ambigüedad es un elemento primordial, la irrupción de lo sobrenatural tan sólo es la manifestación de una imaginación sobreexcitada, la labor del sueño, la paranoia o la psicosis.
La tortuosa realidad multívoca es siempre reflejo de una patología.
El terror de autor es esencialmente racional y tiende a domiciliar la raíz del mal en la humana condición, la fragilidad de la razón, las frustraciones personales, sexuales, familiares o sociales.
El terror de autor opera de forma oblicua para hablar de su gran tema: el ser humano. La sólida formación intelectual de todos estos artistas les priva de la ingenuidad precisa para creer en vampiros, demonios o fantasmas. La gravedad de sus cabezas suprime la inocencia precisa para dejarse llevar por la fantasía.




                                                                                             


Por eso, un film como El exorcista (The Exorcist, 1973; William Friedkin) supone una rara excepción. No, no me olvido de La semilla del diablo (Rosmary´s Baby, 1968; Roman Polanski), ¿cómo podría?, pero para ilustrar nuestra tesis, se aviene mejor el trabajo de Friedkin.

Aunque ya nada podamos esperar de Friedkin, salvo un frío e impersonal ejercicio artesanal, por aquellas fechas era uno de los puntales del Nuevo Cine Americano, había ganado el óscar por The French Connection (Ídem, 1971), y es lícito presumir, que sus expectativas ante semejante proyecto distaba mucho de ser las de un Roger Corman, pongamos por caso.
El presupuesto de la Warner y un reparto, sin estrellas rutilantes, pero francamente soberbio, garantizaban la solvencia técnica e interpretativa (fue todo un hallazgo ver pasar a Max Von Sydow del silencio de Dios a los alaridos del Demonio)
Y no obstante, en ningún momento Friedkin cae en la tentación de jugar al despiste con el fenómeno, arrumbar el mito por obra de la razón (Karras en la novela, sumido en una crisis de fe y apoyado en su formación psiquiátrica, no puede creer, no quiere creer, y se empecina en dar una explicación racional a todos los sucesos que escapan a la lógica), o tratar de “dignificar” la trama priorizando aspectos presentes en el libreto, como las citadas dudas de Karras que urden su fracaso en la lucha espiritual con el Demonio, frente al espectáculo, en ocasiones grotesco, pero necesario a que se ve abocada la película en su último tramo.

Sin el torrente de vómitos o las cabezas giratorias, el film tendría menos fuerza, que duda cabe.
En la conjunción de las motivaciones psicológicas de Karras (el aspecto respetable, bergmaniano, digamos), con la presencia agobiante pero velada del Maligno (que se reparte en figuras neutras semantizadas: un herrero tuerto, una vieja enlutada que irrumpe en carro a la vuelta de una esquina, el mendigo que solicita una limosna en el metro o el rugido de los perros salvajes que se confunde con el viento del suroeste), y el aparato de maquillaje y efectos sonoros varios, se encuentran los mimbres que hacen de El exorcista la obra magna del género: posee lo mejor de sendas tendencias, la popular y la autoral. Tensión, a partir de la construcción minuciosa de la atmósfera, y gran guiñol, en la utilización indiscriminada de efectismos.

Y nunca, nunca se condesciende con las seducciones de la razón.




El acercamiento de Stanley Kubrick merece una introducción.
Tras la decepción que le produjo el fracaso de Barry Lyndon (Ídem, 1975), y sin esperanzas de comenzar Napoleón, debió pensar que una incursión en el fantástico le daría dinero y la posibilidad de tratar de cumplir su ambición de realizar una obra maestra en un género que aún no había abordado. Quién sabe si arrepentido por haber rechazado el ofrecimiento de la Warner de adaptar la novela de William Peter Blatty (otros dicen que el autor no estaba dispuesto a que Kubrick reescribiera su guión y se hiciera cargo de la producción). El caso es que Kubrick, pese a seguir la senda de Bergman en La hora del lobo, mantiene una mayor fidelidad a las convenciones genéricas (apariciones fantasmales, torrentes de sangre, susto final), y con el apoyo musical de una poderosa banda sonora en la que destaca Penderecky, presente ya en la obra de Friedkin, urde una poderosa metáfora de la psicosis que no escora vergonzante, el elemento sobrenatural (¿quién abre la puerta de la cámara a Jack?), aún siendo considerablemente ambigua.

Claro que introduce elementos “ennoblecedores”, la estructura del cuento popular, la alusión al lobo y los tres cabritillos, el mito faústico (“Vendería mi alma por un trago”), el laberinto y las argucias de Ariadna, etc. Motivos nada espurios que contribuyen a la solidez y complejidad de la película.
Ojo, el cine de terror no tiene que ser “simple”, expedito de elementos culturales, de un discurso social o político, ahí tenemos a Romero, Carpenter y el Cronemberg de los ochenta.
Friedkin y Kubrick abordan el género sin complejos intelectuales, sin pretender “trascenderlo”, sin renunciar al espesor dramático en el dibujo de los personajes pero tampoco ahorrando en efectismos, sustos, sangre y gritos.
Buscan la excelencia siguiendo la senda marcada, siendo convencionales, como Quevedo en la escritura de un soneto pretrarquista.

Recuerdo un monográfico que consagró hace años una prestigiosa publicación al fantástico, y que concluía con la inevitable lista de lo mejor del género, confeccionada entre los miembros de la redacción.
Destacaba, como es lógico, la presencia de las obras de Clayton y Murnau, algún crítico en un arrebato de originalidad incluyó Arrebato (1979; Iván Zulueta) y Terciopelo azul (Blue Velvet, 1985; David Lynch), lo que manifiesta, que duda cabe, un profundo desafecto a las propuestas más genuinas del género.
Este texto iba a ser una introducción a la reseña de Session 9(Ídem, 2003; Brad Anderson) y Paranormal Activity (Ídem, 2009; Oren Peli), y ha acabado siendo otra cosa.

Ya llegarán las citadas reseñas.


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