sábado, 9 de junio de 2012

PHILIP ROTH: PRÍNCIPE DE ASTURIAS.





Hace unos años, conversando entre copas con un hombre sabio, me dijo con la mala leche afilada por el güisqui, que estaba harto del rollo viejo-verde-que-no-se-me-levanta en que parecía haberse convertido la narrativa de Philip Roth (claro, que en la misma conversación, había despachado a McCarthy como “el telegrama sangriento”). Previamente, yo, había provocado su inyección de ponzoña, diciéndole que me parecía el mejor autor vivo (algo que ahora no suscribiría, como tampoco refutaría al que lo plantease), o, en cualquier caso, mejor que su elegido: Lobo Antunes.

Ciertamente el sexo ha sido uno de los temas dilectos de Roth, junto con el judaísmo, al menos desde El mal de Portnoy: Naturaleza y Cultura son las fibras que urden el tejido de la identidad, individual y grupal. Los cauces por los que ha transitado cómodamente su narrativa, una minuciosa indagación acerca de en qué consiste ser hombre, americano y judío.
Y al final, todo el arte, trata de eso, de comprender quién coño soy, quiénes hostias somos. De lo que queremos ser (esperanzados) o de lo que podríamos haber sido (lloricas), si no fuera por esto o aquello (buscadores de culpas). En lo que nunca debiéramos habernos convertido (entonando el mea culpa).
De lo probable y de lo imposible.

Una mal asumida vejez con sus achaques vecinos, han hecho presa en las líneas argumentales de su obra, elemento que testimonia la evolución de un autor que ha ligado vida y literatura sin menoscabo de una notable capacidad para fabular. Sin abusar de la introspección, el ensayismo que delata una falta de imaginación preocupante y provoca el bostezo; denuncia a menudo una impotencia, narrar mostrando las acciones de personajes que hacen, dicen y gesticulan, dejan traslucir una psicología, un carácter, un estado anímico a través de signos externos, y salvo que uno sea James, Proust o Woolf, no se debe violar el sagrado recinto interior de un ente de ficción: he aquí el arte del novelista, poner ante el lector un pedazo de vida, lo demás son javiermariadas.

Desde las reiteradas apariciones de Zuckerman, su alter-ego, hasta La conjura contra América, novela donde, acaso porque se tomar la licencia de hacer historia-ficción, no se molesta en ocultar el apellido de la familia protagonista, Roth, sus narradores se hallan siempre próximos al autor y su circunstancia. Sexo, residencia (o nacionalidad, tanto da), origen étnico.

En su juventud, fustigó sin clemencia al hombre. El remanso de la madurez le ha resuelto por condescender con las debilidades de ese animal enfermo del alma, a ser condescendiente y amonestar con cariño, a la piedad, y, aunque sospecho que era más honesto el primer Roth, es superior el segundo, el Roth de la impostura que se aferra a Dostoievski para salvar a sus creaturas, para no verse en ellas tan miserable, tan mezquino, tan hombre.
Pero, por fortuna, ni en sus mejores momentos puede reprimir su vena de sátiro satírico y reducir la tragedia a pantomima, véase el cierre de Pastoral americana.

Siempre he admirado la capacidad de los norteamericanos para novelar su realidad inmediata y la historia colectiva de una nación joven (aquí se hacía en tiempos de Galdós, pero ¿quién se acuerda de D. Benito?), hacer de lo consuetudinario algo interesante, y de su pasado, mito.
Ya sean la industria de los botones o la práctica de la filatelia, Roth se demora en detalles triviales, ocios y negocios, que devienen símbolos de la labor de Sísifo a que se reduce la vida.
En este país, esa capacidad de observar, escrutar lo que nos rodea, desentrañar su misterio rasgando el cuero de lo vulgar, escasea, y cuando alguien lo intenta, acaba en el discurso progre, se precipita por el cantil inane de la rancia novela social y militante. Los posmodernos nos perdemos en el pastiche, el remake lacónico y el sartal de referencias cómplices que denuncian una vida gastada entre imágenes y grafías, inepta para mirar alrededor sin las anteojeras de alguna mediación simbólica, para, como Zola, tomar notas.

Quizá, hoy no me parezca el mejor autor vivo. Quizá, porque cada vez me interesa menos leer a los autores vivos, y los muertos siempre parecen mejores, pero, como dije antes, no llevaría la contraria al que tal cosa afirmara.
Hoy. Philp Roth ha ganado el Príncipe de Asturias. Ayer murió Ray Bradbury. Mañana nuestro país podría ser “rescatado” por Europa.

Ojalá tuviera el talento suficiente, la determinación, para poder novelar, con Roth y Bradbury como padrinos, la situación novelesca que vivimos. A falta de eso, comenzaremos a leer La humillación.

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