domingo, 24 de junio de 2012

GLOSAS: La carta del Kremlin.









Uno de los personajes de La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, 1970; John Huston) afirma que se dedica a negociar con la debilidad humana.
Se trata de The Whore (Nigel Green) un espía retirado que ejerce de proxeneta en México y que pelea a sus chicas antes de ofrecerlas al turista de turno. No otra cosa hace el misterioso Sturdeban (Richard Boone), legendario espía al que se da por muerto y que urde una expedición a la URSS bajo la identidad de Ward, con el fin de rescatar el documento del título, de contenido supuestamente comprometedor para la “seguridad nacional”, si bien más tarde sabremos que no ha sido con otro fin de que el de consumar una sádica venganza que lleva años madurando.
Ya se sabe, debe servirse fría.
La carta es un McGuffin para los personajes, como acostumbraba a proponer Hitchcock, para todos menos para el citado Sturdeban. Él mueve los hilos de las debilidades que los hacen danzar, comenzando por la avaricia que despiertan los muchos ceros que ofrece a los participantes.
El propio Huston se reserva un papel harto significativo. Un cameo, en realidad. Se trata de un Almirante innominado que enarbola de forma romántica la bandera: Hubo un tiempo en el incluso se moría por ella.
Ahí termina el patriotismo y los valores nobles. En adelante será la avaricia y la lujuria el móvil y osamenta que alienta y sostiene la empresa del espionaje en manos de mercenarios y funcionarios (según de qué bloque hablemos). Nunca devotos de la patria, cruzados en pos del triunfo de la democracia o la revolución proletaria, sólo tipos que sólo ansían el lucro o el gozo (sexo y/o drogas).

Como toda guerra, la Guerra Fría fue un formidable negocio y una suculenta sangría.
El vicio de Charles (Patrick O´Neal), su debilidad, será la vanidad.
A ella apela Ward/Sturdeban para implicarlo en la operación. Lo describe como un perfecto equilibrio entre poderío mental y físico. Su extraordinaria memoria será un elemento crucial, toda vez que no podrán registrar por escrito la información que recopilen. Su escultural físico (para los cánones de la época) le permitirá ejercer de gigoló y seducir a la esposa del objetivo.
Pero a Sturdeban no se le escapa que precisa de otro cebo para garantizarse la cooperación hasta el final de su “sobrino”.
Aquí aparece la lujuria, o el amor, llámalo X. La relación que casi se ve obligado a entablar con B. A. (Barbara Parkins), virgen en un doble sentido, pues sustituye a su padre cuando éste ya se ve incapaz para estas faenas. A ella recurrirá Sturdeban para obligar a Charles a cortar cabos sueltos. Ya volveremos a esto.

El domicilio moscovita lo proporcionará Potkim (Ronald Radd) muy a su pesar; la debilidad de su hija mayor, su predilecta, será el señuelo que propicia el acercamiento de una agente norteamericana a la familia. Cuando estén en poder del enemigo, su progenitor tendrá que ceder la vivienda y el silencio.

Un personaje crucial desde el punto de vista argumental, aunque no dramático, será Poliakov. Homosexual, drogadicto y desposado con una prostituta alemana, Erika (Bibi Anderson), él es quien traficó con la carta de marras antes de caer en manos del despiadado Kosnov (Max Von Sydow)
Para acercarse al sórdido entorno de la criatura, Charles recluta a Warlock (George Sanders), travestí en sus ratos libres, distrae el tiempo haciendo calcetas mientras relata el informe.

Y así llegamos a Kosnov, el objetivo secreto de Sturdeban. Ambos lucharon contra los nazis y cuando el mapa político cambia, siguen colaborando, subordinando los intereses de los bloques a que representan al interés personal.
Hasta que Kosnov decide que romper unilateralmente el trato podría serle ventajoso. Prioriza las ambiciones personales a la lealtad a su amigo. Ningún atisbo de patriotismo empaña una maniobra orientada sólo por la avaricia, una sed de poder que termina por encumbrarle al ansiado cargo de Jefe de Seguridad del KGB.
Pero, el frío Kosnov tiene un punto débil como todo hombre en el glande. El deseo por la viuda de Poliakov, Erika, urde su perdición (¿y quién puede reprochárselo?)




Habrá otro personaje tangencial a la trama que desempeña un papel importante en la caída de Kosnov, Bresnavitch (Orson Welles), destacado miembro de la nomenklatura que siente un odio especial por aquél. Además, atesora una suculenta colección de pinturas, obtenidas en circunstancias nada claras, a las que no vendrían mal algunos certificados que acrediten su legitima propiedad. Con lo que tenemos ya el móvil de tan singular personaje. Servirá en bandeja la cabeza de Kosnov y su puesto, a Sturdeban, a cambio de los deseados certificados.
Siempre por un precio.

Y Erika.
Sabemos que era una reputada meretriz en el Berlín de la postguerra, una superviviente nata a la que Poliakov saca de su miseria, y ella le amaba por eso. Conociendo las tendencias homosexuales del soviético, es fácil adivinar que había entre ellos una relación fraternal.
Pero es una superviviente y se acuesta ahora con el hombre que torturó y mató a su marido por apego a la vida, aunque se desprecie por ello. Tampoco es difícil aventurar el carácter libidinoso de Kosnov ni su inmediata atracción por una mujer así, con la sensualidad a flor de piel.
Es significativa una secuencia en la que Charles, ejerciendo de gigoló, le ofrece sus servicios. Ella acaba de conocer en una cena (Kosnov la exhibe como un trofeo) las terribles circunstancias en las que murió su marido y huye a refugiarse en el paraíso del cannabis (en la Rusia comunista no faltaban los vicios marcadamente capitalistas). Tras intentar socavar su autoestima haciendo comentarios sobre su dudoso atractivo, en realidad tratando de enfurecerlo, pide que la golpee: Ayúdame a destruirme y te amaré por ello.



Charles se servirá luego de la intimidad cultivada en ese primer encuentro, del desvalimiento y la soledad de una mujer extranjera que camina entre lobos, y sin pretenderlo, se la entrega a Sturdeban, quien, sabedor del amor que le tiene Kosnov (mejor, del deseo que despierta en el gélido agente del KGB), se ensaña con la bella alemana, golpeando el cuerpo, destruyendo la habitación de la lujuria, con una brutalidad que apuñala la mirada, en la secuencia, con mucho, más violenta del film.
Cuidado con lo que se desea, Erika.






Más arriba, anotamos que la familia de Potkim había sido secuestrada para lograr la colaboración del diplomático. Una vez que Sturdeban consume su venganza matando a Kosnov, son el cabo suelto que Charles deberá cortar. Para ello, el frío espía, ahora sustituto de Kosnov por obra de Bresnavitch, se guarda una baza, B.A:














Como en Topaz (Ídem, 1969; Alfred Hitchcock) tanto dolor y muerte resultan en vano. Sabíamos que la Historia tritura huesos, desgarra tendones y pica carne con monótona rutina, el precio del progreso, supongo, en aras de la síntesis final (bautizada por otros como “solución final”), pero la lúcida revelación de ambos maestros es la de que la Historia está en manos de individuos y sus móviles interesados. Vamos, que sobra la mayúscula, que es un intento de domiciliar la responsabilidad en una supuesta estructura autónoma (como tratan de hacer los que hablan ahora de Mercados), desvinculada de las voluntades singulares, cultivando la resignación y el asentimiento de la mayoría ante una realidad impersonal que se desgrana en las consabidas fórmulas: “las cosas siempre han sido así”, “siempre hubo ricos y pobres” “siempre habrá clases” y demás aforismos del manual del perfecto cabrón apaleado que tanto escuchamos estos días.
La resolución del film puede tacharse de cínica, siempre que seamos lo suficientemente ingenuos para presumir que las cosas suceden de sólito de modo distinto, que una suerte de justicia poética universal distribuye penas y premios.
Alguien dijo que el universo es justo porque es arbitrario.

La misión fracasa, hasta aquí algo propio de Huston, pero el Sturdeban se sale con la suya, lo que supone un fracaso de mayor alcance, el fracaso de un país, de una época, de una condición. El film está libre de la retórica política de la época o de los tópicos propios del cine de espías. Huston se muestra más atento a los personajes (predominio absoluto de lo verbal sobre lo visual) que al desarrollo de una trama que, naturalmente carece de interés, siendo, como es, una maniobra de distracción, sí, sí, como esas con las que Sturdeban (el finado Sturdeban al que Satanás tenga en su caldero), solía comenzar una misión... 

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