jueves, 28 de junio de 2012

LAS CRÓNICAS APÓCRIFAS DE MR. JONES.


Siguiendo los pasos de Mr. Jones llegué a Singapur.

Allí, en el bar del hotel, conocí a un contable alemán, Fritz no-sé-qué, que llevaba las cuentas a un hostelero chino desde hacía un par de años. Rondaba la cincuentena y sufría alguna afección cardíaca que dificultaba su respiración. El clima tropical no le iba nada bien. Entablé confianza con él tras mediar en un contencioso que tuvo con un diplomático australiano a cuenta del pago de una ronda días atrás a mi llegada. El burbón le volvía soñadora la mirada y laxo el acento. En un torpe inglés, tomando una bocanada de aire tras cada frase, hablaba de retirarse a una casa que había comprado en algún lugar de la Selva Negra hacía ya unos años, pensando en el retiro, y que pronto habría pagado. Hablaba de cazar y contemplar en la tarde a su esposa haciendo punto de cruz.
Hay hombres así.
Por eso no tardó en sacar a colación, por el contraste que ofrecía, a un occidental que había conocido el año anterior. Se refería a él como el holandés. Supongo que era por su condición errática. Estuvo con el chino unos meses. En ese tiempo, le contó, había ejercido de camarero, portero, recepcionista, relaciones públicas, recibiendo clientes en el aeropuerto y consiguiendo putas y coca para turistas.
Bebía hasta la madrugada un vodka insufrible al que él se refería como el brebaje de Obélix mientras hacía bailar sobre sus dedos con destreza una vieja estilográfica. “Ja, creo que nunca lo vi sin ella.”
Durante sus charlas, le contó que había recorrido de puta a puta el mundo dos veces y desempeñado medio centenar de oficios. Nunca dijo nada acerca de que fuera escritor. Tampoco Fritz llegó a sospechar tal cosa.
A veces, en el curso de una conversación, caía en un mutismo que podía durar minutos y durante los cuales, a menudo mascullaba palabras en español (o al menos, como tal las reconoció Fritz) que bien podían ser una canción.
Tal vez fueran canciones, Ja”.
Decía detestar el cine, sin embargo una noche le habló durante horas y con pasión de Como un torrente, aunque el alemán no la conocía, a su vuelta, se aprestó a verla. “Gran película, Ja, sin duda, supongo que algo con él tendría que ver. El protagonista es escritor.”
Fritz me contó, que la última noche que estuvo con él, subieron a su habitación, estaba en un estado de excitación que no me supo decir si era por algo bueno o la cercanía de alguna amenaza (sabía que andaba a la greña con las mafias chinas que controlaban la prostitución y el narcotráfico)
Mientras escuchábamos a Louis Armstrong, apuraba copas con mayor celeridad de lo acostumbrado y su charla se desviaba por meandros imprevistos también con más frecuencia de lo habitual. Fritz también debió beber demasiado (en su estado era una temeridad tomar alcohol, pero no hacerlo hubiera sido una descortesía, “Ja”), el caso es que se tumbó en su cama y ya sólo recuerda la voz del trompetista desagarrando el cortinaje bochornoso de la noche.
Se despertó en la amanecida, sensiblemente desubicado. Solo. Cuando se disponía a salir del cuarto, reparó que en la puerta había un texto. Ignoraba si ya estaba allí la noche anterior, pero, por alguna razón, le intrigó, por alguna razón que no acertó a explicarme, pensó que podía estar relacionado con una ausencia que se la antojaba (de modo harto misterioso) definitiva.
No era probable que el destino volviera a cruzar su camino con el de su misterioso amigo.
Encontrarse en un dormitorio ajeno le causaba cierto embarazo pero se resolvió a transcribir aquellas grafías antes de marcharse (en unas horas salía su vuelo)

Cuando encontró quien le tradujera el texto, su decepción fue mayúscula. Lo conservó como un recuerdo de aquellos pocos días, de aquellas noches sofocantes y aliñadas de alcohol en que la charla ora jovial, ora sombría de su amigo, tanto amenizaban.
Siempre anécdotas divertidas, Ja”
Sacó de una cartera apretada de papeles, un par de folios que amarilleaban ya, y me los ofreció con su característico temblor de manos. Su mirada perruna eludió mi agradecimiento.
No es nada, Ja.”
Me pidió que lo conservara. Me sentí su albacea.
Acaso lo era.

Nunca me dijo su nombre, pero un par de veces, aquel tipo australiano le llamó Mr. Jones.”


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Otra estación gris de olor acre y andenes vacíos.

De uno de los autobuses, ataúdes dispuestos en petaca, baja una joven con una maleta. Una samsonite azul pálido a la que falta una rueda. La juventud en los pechos, el talle, los muslos.
Los ojos abrumados por el humo de la fatiga, un asco o un desengaño: ese que se articula en adversativa.
Toda la mañana contenida en un mechón sobre su frente.
Y esa tristeza, tétrica como un desahucio, amarga como el abandono.

De modo que bajó del autobús. La joven de la maleta bajó del autobús y nadie reparó en ella. Pronto se dispersan los escasos viajeros que compartieron por unas horas su destino. Su lugar de destino, quiero decir.
Con algo un de Shirley McLaine en el verde humillado de los ojos, en el relumbre rojizo del cabello.
Con algo de Constance Towers en un caminar alto y emputecido sobre tacones.
Era aún muy de mañana (había empeñado el reloj en el último pueblo para pagarse el pasaje)
Sacó de la maleta una arrugada rebeca gris que una vez fuera azul, equivocó un hojal.
El andén pronto quedó vacío. Lo mide: 234 pasos y 56 colillas. Y una vez más: 57 colillas, 232 pasos.
El aire traía olores a café, manidas melodías FM, tintineo de tazas y soplidos vaporosos de una cafetera hacendosa. De los altavoces salió una bruma metálica que no alcanzó a entender.
Pasados unos minutos, se dirigió a la fonda. Bastaría con las monedas que le quedaban. No habría para cigarrillos.
Estos lugares tienen siempre un aspecto aterido. Al ajetreo del momento sigue la desolación de la espera de una nueva remesa de pasajeros. Un joven legañoso colocó una taza sobre el plato. Pide otro azucarillo.
Desde el otro extremo de la barra, un tipo. Ni feo ni guapo. Otro tipo más, mirándola. Gordo y entreparado junto a la curva de estaño del mostrador.
Con esa mirada.
Dos churros, fríos. Un chaleco reflectante. Los ojillos pequeños y húmedos sobre sus pechos, como un légamo hediondo.
-¿Tienes un pitillo?
En la boca sorprendida le asomó un repentino: -Claro.- Como una lengua ávida y triunfante.
El labio alzado, para mostrar el deseo.

-¿Me das fuego?

-.........................

Siempre con esa mirada.
No, no le llegaba con las monedas que había en su mano. Pero tampoco tenía prisa. Se sentó y cogió el periódico. La vaharada de tinta fresca. Prensa local. Sacó el móvil. Sabía que no tenía saldo pero le agradaba mirar el fondo de pantalla. Quizá hubiera un teléfono público.

Las moscas remueven disturbios de café y orines.

-¿Hay algún teléfono en la estación?
-A la salida-. Y el chico legañoso siguió colocando cucharillas junto a azucarillos. Azucarillos junto a cucharillas.

Llama a casa. Un tono, dos, tres, cuatro. Cuelga antes de que salte el contestador. Las monedas caen como un vómito de la máquina.

El tipo sale a fumar.
Repara ahora en que sigue con el cigarrillo entre los dedos revestido de cierta hostilidad. Repara ahora en el cartel informativo. La prohibición, revestida de cierta sorna.
El reloj carece de minutero. Segundos y horas. Impresión de tiempo detenido que desmienten los rayos de sol que reverberan en el negro de las sillas. Toma con resignación el asa de la maleta minusválida: se desliza sin resistencia sobre las vías.
De repente del cristal se desprende un resol y un ámbito amorfo y cambiante desdibuja formas y contornos que acaban por componer el fondo de pantalla del móvil.

Por un momento deja de ver al tipo que fuma al otro lado de la luna, los andenes, los vehículos dispuestos en petaca. Y sólo ve esa imagen que lleva de fondo de pantalla.
Envuelve el cigarrillo en una servilleta y lo guarda cuidadosamente en el bolsillo de la rebeca que parece ahora más azul que gris. De momento no lo necesita. Ya ha fumado demasiados cigarrillos con tipos así y puede que sólo sea que no han oído la llamada, que han salido. Volverá a intentarlo en unos minutos. Aunque no haya minutero. Por el altavoz se anuncia una nueva llegada y las insulsas melodías FM se transfiguran en el Nothing else matters.
Nuevos pasajeros que devolverán el bullicio a la desangelada fonda.
Se mirá en el cristal deslucido de dactilares del teléfono, en los espacios que dejan las pegatinas de números de interés. De nuevo los ojos de Shirley McLaine.
Ya no se ven los tacones.
Introduce las monedas. Marca las nueve cifras.

Un tono, dos tonos....
El tipo entra.















































domingo, 24 de junio de 2012

GLOSAS: La carta del Kremlin.









Uno de los personajes de La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, 1970; John Huston) afirma que se dedica a negociar con la debilidad humana.
Se trata de The Whore (Nigel Green) un espía retirado que ejerce de proxeneta en México y que pelea a sus chicas antes de ofrecerlas al turista de turno. No otra cosa hace el misterioso Sturdeban (Richard Boone), legendario espía al que se da por muerto y que urde una expedición a la URSS bajo la identidad de Ward, con el fin de rescatar el documento del título, de contenido supuestamente comprometedor para la “seguridad nacional”, si bien más tarde sabremos que no ha sido con otro fin de que el de consumar una sádica venganza que lleva años madurando.
Ya se sabe, debe servirse fría.
La carta es un McGuffin para los personajes, como acostumbraba a proponer Hitchcock, para todos menos para el citado Sturdeban. Él mueve los hilos de las debilidades que los hacen danzar, comenzando por la avaricia que despiertan los muchos ceros que ofrece a los participantes.
El propio Huston se reserva un papel harto significativo. Un cameo, en realidad. Se trata de un Almirante innominado que enarbola de forma romántica la bandera: Hubo un tiempo en el incluso se moría por ella.
Ahí termina el patriotismo y los valores nobles. En adelante será la avaricia y la lujuria el móvil y osamenta que alienta y sostiene la empresa del espionaje en manos de mercenarios y funcionarios (según de qué bloque hablemos). Nunca devotos de la patria, cruzados en pos del triunfo de la democracia o la revolución proletaria, sólo tipos que sólo ansían el lucro o el gozo (sexo y/o drogas).

Como toda guerra, la Guerra Fría fue un formidable negocio y una suculenta sangría.
El vicio de Charles (Patrick O´Neal), su debilidad, será la vanidad.
A ella apela Ward/Sturdeban para implicarlo en la operación. Lo describe como un perfecto equilibrio entre poderío mental y físico. Su extraordinaria memoria será un elemento crucial, toda vez que no podrán registrar por escrito la información que recopilen. Su escultural físico (para los cánones de la época) le permitirá ejercer de gigoló y seducir a la esposa del objetivo.
Pero a Sturdeban no se le escapa que precisa de otro cebo para garantizarse la cooperación hasta el final de su “sobrino”.
Aquí aparece la lujuria, o el amor, llámalo X. La relación que casi se ve obligado a entablar con B. A. (Barbara Parkins), virgen en un doble sentido, pues sustituye a su padre cuando éste ya se ve incapaz para estas faenas. A ella recurrirá Sturdeban para obligar a Charles a cortar cabos sueltos. Ya volveremos a esto.

El domicilio moscovita lo proporcionará Potkim (Ronald Radd) muy a su pesar; la debilidad de su hija mayor, su predilecta, será el señuelo que propicia el acercamiento de una agente norteamericana a la familia. Cuando estén en poder del enemigo, su progenitor tendrá que ceder la vivienda y el silencio.

Un personaje crucial desde el punto de vista argumental, aunque no dramático, será Poliakov. Homosexual, drogadicto y desposado con una prostituta alemana, Erika (Bibi Anderson), él es quien traficó con la carta de marras antes de caer en manos del despiadado Kosnov (Max Von Sydow)
Para acercarse al sórdido entorno de la criatura, Charles recluta a Warlock (George Sanders), travestí en sus ratos libres, distrae el tiempo haciendo calcetas mientras relata el informe.

Y así llegamos a Kosnov, el objetivo secreto de Sturdeban. Ambos lucharon contra los nazis y cuando el mapa político cambia, siguen colaborando, subordinando los intereses de los bloques a que representan al interés personal.
Hasta que Kosnov decide que romper unilateralmente el trato podría serle ventajoso. Prioriza las ambiciones personales a la lealtad a su amigo. Ningún atisbo de patriotismo empaña una maniobra orientada sólo por la avaricia, una sed de poder que termina por encumbrarle al ansiado cargo de Jefe de Seguridad del KGB.
Pero, el frío Kosnov tiene un punto débil como todo hombre en el glande. El deseo por la viuda de Poliakov, Erika, urde su perdición (¿y quién puede reprochárselo?)




Habrá otro personaje tangencial a la trama que desempeña un papel importante en la caída de Kosnov, Bresnavitch (Orson Welles), destacado miembro de la nomenklatura que siente un odio especial por aquél. Además, atesora una suculenta colección de pinturas, obtenidas en circunstancias nada claras, a las que no vendrían mal algunos certificados que acrediten su legitima propiedad. Con lo que tenemos ya el móvil de tan singular personaje. Servirá en bandeja la cabeza de Kosnov y su puesto, a Sturdeban, a cambio de los deseados certificados.
Siempre por un precio.

Y Erika.
Sabemos que era una reputada meretriz en el Berlín de la postguerra, una superviviente nata a la que Poliakov saca de su miseria, y ella le amaba por eso. Conociendo las tendencias homosexuales del soviético, es fácil adivinar que había entre ellos una relación fraternal.
Pero es una superviviente y se acuesta ahora con el hombre que torturó y mató a su marido por apego a la vida, aunque se desprecie por ello. Tampoco es difícil aventurar el carácter libidinoso de Kosnov ni su inmediata atracción por una mujer así, con la sensualidad a flor de piel.
Es significativa una secuencia en la que Charles, ejerciendo de gigoló, le ofrece sus servicios. Ella acaba de conocer en una cena (Kosnov la exhibe como un trofeo) las terribles circunstancias en las que murió su marido y huye a refugiarse en el paraíso del cannabis (en la Rusia comunista no faltaban los vicios marcadamente capitalistas). Tras intentar socavar su autoestima haciendo comentarios sobre su dudoso atractivo, en realidad tratando de enfurecerlo, pide que la golpee: Ayúdame a destruirme y te amaré por ello.



Charles se servirá luego de la intimidad cultivada en ese primer encuentro, del desvalimiento y la soledad de una mujer extranjera que camina entre lobos, y sin pretenderlo, se la entrega a Sturdeban, quien, sabedor del amor que le tiene Kosnov (mejor, del deseo que despierta en el gélido agente del KGB), se ensaña con la bella alemana, golpeando el cuerpo, destruyendo la habitación de la lujuria, con una brutalidad que apuñala la mirada, en la secuencia, con mucho, más violenta del film.
Cuidado con lo que se desea, Erika.






Más arriba, anotamos que la familia de Potkim había sido secuestrada para lograr la colaboración del diplomático. Una vez que Sturdeban consume su venganza matando a Kosnov, son el cabo suelto que Charles deberá cortar. Para ello, el frío espía, ahora sustituto de Kosnov por obra de Bresnavitch, se guarda una baza, B.A:














Como en Topaz (Ídem, 1969; Alfred Hitchcock) tanto dolor y muerte resultan en vano. Sabíamos que la Historia tritura huesos, desgarra tendones y pica carne con monótona rutina, el precio del progreso, supongo, en aras de la síntesis final (bautizada por otros como “solución final”), pero la lúcida revelación de ambos maestros es la de que la Historia está en manos de individuos y sus móviles interesados. Vamos, que sobra la mayúscula, que es un intento de domiciliar la responsabilidad en una supuesta estructura autónoma (como tratan de hacer los que hablan ahora de Mercados), desvinculada de las voluntades singulares, cultivando la resignación y el asentimiento de la mayoría ante una realidad impersonal que se desgrana en las consabidas fórmulas: “las cosas siempre han sido así”, “siempre hubo ricos y pobres” “siempre habrá clases” y demás aforismos del manual del perfecto cabrón apaleado que tanto escuchamos estos días.
La resolución del film puede tacharse de cínica, siempre que seamos lo suficientemente ingenuos para presumir que las cosas suceden de sólito de modo distinto, que una suerte de justicia poética universal distribuye penas y premios.
Alguien dijo que el universo es justo porque es arbitrario.

La misión fracasa, hasta aquí algo propio de Huston, pero el Sturdeban se sale con la suya, lo que supone un fracaso de mayor alcance, el fracaso de un país, de una época, de una condición. El film está libre de la retórica política de la época o de los tópicos propios del cine de espías. Huston se muestra más atento a los personajes (predominio absoluto de lo verbal sobre lo visual) que al desarrollo de una trama que, naturalmente carece de interés, siendo, como es, una maniobra de distracción, sí, sí, como esas con las que Sturdeban (el finado Sturdeban al que Satanás tenga en su caldero), solía comenzar una misión... 

viernes, 22 de junio de 2012

GLOSAS: FUGA SIN FIN







Cuando Rickard (Tony Musante) y Claudie (Trish Van Devere) se reúnen en una secuencia de Fuga sin fin (The Last Run, 1971; Richard Fleischer), el viejo Harry Garmes (George C. Scott) les cede su cuarto y se traslada al que ocupaba Claudie durante la espera.
En el lavabo está su ropa interior en remojo. Mientras Harry escurre las prendas con una torpeza convocada por el pudor y las va colgando del improvisado tendedero que la chica ha apañado, bragas, sostén, pantys, se nos muestra a la pareja en la cama entre una nube de humo, compartiendo gozosa un cigarrillo que apenas aguanta la ceniza que le arrancan las profundas caladas.



De vuelta en el cuarto de arriba, Fleischer filma ahora a Harry, tumbado en su cama a través del boscaje de prendas íntimas, con la mirada clavada más allá del techo, esperando un sueño que no llega.



La ropa interior es una obvia metonimia de la mujer, agente del deseo y vehículo de una fantasía desvelada que inocula el germen de un sentimiento que acompañará y da sentido a los últimos días del viejo driver, si bien no será más que la ilusión del que finge estar con una mujer cuando sólo está con una ramera, y la relación improbable que se entable no pasa de ser una mentira tácitamente pactada, alentada por el interés de ella, avivada por el hábito de él en esto de jugar a creérselo.
El fingimiento se convierte así en la actitud principal de sendos personajes, el viejo y la niña, su modo de ser el uno ante el otro.
A la mañana siguiente, ella le agradece que pusiera su ropa a secar:

-Habría tenido que viajar con la ropa interior mojada.
-No lo quiero ni pensar.

Hacía nueve años que Harry no conducía para delincuentes. Se había trasladado al Algarve aceptando ser una de esas personas que no pertenece a parte alguna y comprado una barca para jugar a ser un pescador que nunca va a pescar. Espanta los demonios de la traición y el abandono en brazos de una ramera, Monique (Colleen Dewhurst) a la que dice en su despedida: No es una ramera la que duerme conmigo, contigo, con él. Es una ramera la que tiene el corazón de ramera. Créeme, sé de lo que hablo. (por cierto, que bella palabra “ramera”, que no sé por qué tiene para mí resonancias bíblicas y es improbable en un doblaje actual)



Y un día, se decide volver al volante, hastiado del simulacro y lenta espera en que se ha convertido su existencia, por ejercitarse, que diría aquél. Pero antes, quizá porque tiene un mal pálpito, quizá por costumbre ante semejantes trances, se confiesa. Cuando se dispone a salir del recinto sagrado, el sacerdote sale a su encuentro y le pregunta si desea el Sacramento: No gracias Padre, ya estoy en paz.
A partir de este momento, el coche se convierte en la extensión de Harry, un viejo BMW del 57, una antigualla, como él mismo. Ahora, el vehículo será metonimia del hombre, y cuando la policía quite la llave de contacto del montón de chatarra en que se ha convertido tras la torpe huida de Rickard, único momento en que Garmes le cede el volante, y el motor se silencie, con un espasmo simultáneo Harry dará el alma, quiero decir, se muere (lo siento, por estas fechas vuelvo irremediablemente al Quijote)



Pero antes de ser acribillado, antes de ceder el coche y entregarse, en un cementerio, pero no en uno cualquiera, el cementerio en el que yacen los restos de su hijito, Claudie se sincera con él:



¿Lo dice para salvaguardar su orgullo o realmente vivió aquel simulacro de romance con plena conciencia, velando por la impostura? Arriesga su vida porque no hay vida más allá que languidecer al sol tibio de la mañana y entre memorias tristes, acaso porque ama con el amor de Spinoza, un amor que no espera ser amado. Puede que lo haga sólo por él, no por el dinero, no por la mujer, sólo por demostrarse que, como su viejo BMW del 57, sigue en forma.

El viejo muere y la niña vive, me parece bien.
Hemos comenzado hablando de objetos que definen personajes. ¿Qué hay de Rickard? Se trata de un asesino profesional al que le preparan la fuga los mismos que quieren liquidarlo. Para Rickard el mundo y lo que contiene no es más que un objeto y él se arroga el derecho de usufructo, especialmente en lo que concierne a Claudie.
Era la novia de su hermano y ahora se la cede a Harry para asegurarse la ayuda de éste. Su relación efímera con el coche, el modo en que lo siniestra, la falta de gratitud absoluta que muestra ante la agonía de Harry, de compasión ante el tipo al que debe la vida, ilustra que estamos ante un hijo de puta integral.

El mundo sería la gran metonimia de Rickard.

sábado, 16 de junio de 2012

ROMPAMOS UNA LANZA POR UN CINE DE TERROR GENUINO.






El género de terror (como variante del fantástico) demanda para su éxito, cierto histrionismo, un punto (o mucho) de locura, algo de desenfado, mal gusto, peor mala leche, misantropía por un tubo, fascinación por el lado oscuro del hombre (y cercanía al propio), ingentes dosis de humor negro o una total falta de sentido del humor, fidelidad a un código no escrito pero que obliga, incluso cuando se viola, y eso sí, una infinita modestia manifiesta en el propósito esencial que lo anima: dar miedo.
Hasta Kubrick fue humilde en El resplandor (The Shining, 1980).

Bazin amonestó a aquellos cineastas que, tras la Segunda Guerra Mundial, abordaron el western a partir de un cierto complejo de inferioridad y se arrogaron la tarea de dignificarlo a base de trascender sus premisas, demasiado simples al aparecer, con la sal del símbolo y la pimienta de alegoría, dar a la cosa algo de profundidad para que se vea al artista.
Pero Wellman, Mann, Tourneau, Davis, de Toth o Boitticher habían logrado ya desplegar todas las lecturas implícitas sin faltar a lo esencial, el espectáculo.

En el cine de terror ocurre algo similar, género popular por antonomasia, rara vez ha concitado el interés de los grandes nombres, pero cuando lo ha hecho, ha sido para ponerlo a servicio de sus pretensiones autorales, legítimas, faltaría más. No queremos decir que la nómina de talentos que ofreceremos, haya tratado de trascender ciertos elementos, lo que conlleva un desprecio implícito por su propósito elemental y comprometería el éxito de la empresa, pero es innegable que el resultado no es el de obras convencionales, y sí insatisfactorias, en cierto modo.


                                          


Obras mayores como Nosferatu (ídem, 1924; F. W. Murnau), La bruja vampiro (Vampyr, 1932; C. Th. Dreyer), ¡Suspense! (The Inocents, 1960; Jack Clayton) o La hora del lobo(Vargtimmen, 1968; Ingmar Bergman), son casos que sobrepujan los dictados genéricos y no dejan de ser excepcionales o rarezas.

El terror de autor nace de la experiencia o testimonio de un delirio, de la quiebra de la razón, la vecindad de la muerte, domiciliando, en todo caso, su causa en la naturaleza humana en detrimento de agentes foráneos.
Salvo el film de Murnau, en todos los demás, la ambigüedad es un elemento primordial, la irrupción de lo sobrenatural tan sólo es la manifestación de una imaginación sobreexcitada, la labor del sueño, la paranoia o la psicosis.
La tortuosa realidad multívoca es siempre reflejo de una patología.
El terror de autor es esencialmente racional y tiende a domiciliar la raíz del mal en la humana condición, la fragilidad de la razón, las frustraciones personales, sexuales, familiares o sociales.
El terror de autor opera de forma oblicua para hablar de su gran tema: el ser humano. La sólida formación intelectual de todos estos artistas les priva de la ingenuidad precisa para creer en vampiros, demonios o fantasmas. La gravedad de sus cabezas suprime la inocencia precisa para dejarse llevar por la fantasía.




                                                                                             


Por eso, un film como El exorcista (The Exorcist, 1973; William Friedkin) supone una rara excepción. No, no me olvido de La semilla del diablo (Rosmary´s Baby, 1968; Roman Polanski), ¿cómo podría?, pero para ilustrar nuestra tesis, se aviene mejor el trabajo de Friedkin.

Aunque ya nada podamos esperar de Friedkin, salvo un frío e impersonal ejercicio artesanal, por aquellas fechas era uno de los puntales del Nuevo Cine Americano, había ganado el óscar por The French Connection (Ídem, 1971), y es lícito presumir, que sus expectativas ante semejante proyecto distaba mucho de ser las de un Roger Corman, pongamos por caso.
El presupuesto de la Warner y un reparto, sin estrellas rutilantes, pero francamente soberbio, garantizaban la solvencia técnica e interpretativa (fue todo un hallazgo ver pasar a Max Von Sydow del silencio de Dios a los alaridos del Demonio)
Y no obstante, en ningún momento Friedkin cae en la tentación de jugar al despiste con el fenómeno, arrumbar el mito por obra de la razón (Karras en la novela, sumido en una crisis de fe y apoyado en su formación psiquiátrica, no puede creer, no quiere creer, y se empecina en dar una explicación racional a todos los sucesos que escapan a la lógica), o tratar de “dignificar” la trama priorizando aspectos presentes en el libreto, como las citadas dudas de Karras que urden su fracaso en la lucha espiritual con el Demonio, frente al espectáculo, en ocasiones grotesco, pero necesario a que se ve abocada la película en su último tramo.

Sin el torrente de vómitos o las cabezas giratorias, el film tendría menos fuerza, que duda cabe.
En la conjunción de las motivaciones psicológicas de Karras (el aspecto respetable, bergmaniano, digamos), con la presencia agobiante pero velada del Maligno (que se reparte en figuras neutras semantizadas: un herrero tuerto, una vieja enlutada que irrumpe en carro a la vuelta de una esquina, el mendigo que solicita una limosna en el metro o el rugido de los perros salvajes que se confunde con el viento del suroeste), y el aparato de maquillaje y efectos sonoros varios, se encuentran los mimbres que hacen de El exorcista la obra magna del género: posee lo mejor de sendas tendencias, la popular y la autoral. Tensión, a partir de la construcción minuciosa de la atmósfera, y gran guiñol, en la utilización indiscriminada de efectismos.

Y nunca, nunca se condesciende con las seducciones de la razón.




El acercamiento de Stanley Kubrick merece una introducción.
Tras la decepción que le produjo el fracaso de Barry Lyndon (Ídem, 1975), y sin esperanzas de comenzar Napoleón, debió pensar que una incursión en el fantástico le daría dinero y la posibilidad de tratar de cumplir su ambición de realizar una obra maestra en un género que aún no había abordado. Quién sabe si arrepentido por haber rechazado el ofrecimiento de la Warner de adaptar la novela de William Peter Blatty (otros dicen que el autor no estaba dispuesto a que Kubrick reescribiera su guión y se hiciera cargo de la producción). El caso es que Kubrick, pese a seguir la senda de Bergman en La hora del lobo, mantiene una mayor fidelidad a las convenciones genéricas (apariciones fantasmales, torrentes de sangre, susto final), y con el apoyo musical de una poderosa banda sonora en la que destaca Penderecky, presente ya en la obra de Friedkin, urde una poderosa metáfora de la psicosis que no escora vergonzante, el elemento sobrenatural (¿quién abre la puerta de la cámara a Jack?), aún siendo considerablemente ambigua.

Claro que introduce elementos “ennoblecedores”, la estructura del cuento popular, la alusión al lobo y los tres cabritillos, el mito faústico (“Vendería mi alma por un trago”), el laberinto y las argucias de Ariadna, etc. Motivos nada espurios que contribuyen a la solidez y complejidad de la película.
Ojo, el cine de terror no tiene que ser “simple”, expedito de elementos culturales, de un discurso social o político, ahí tenemos a Romero, Carpenter y el Cronemberg de los ochenta.
Friedkin y Kubrick abordan el género sin complejos intelectuales, sin pretender “trascenderlo”, sin renunciar al espesor dramático en el dibujo de los personajes pero tampoco ahorrando en efectismos, sustos, sangre y gritos.
Buscan la excelencia siguiendo la senda marcada, siendo convencionales, como Quevedo en la escritura de un soneto pretrarquista.

Recuerdo un monográfico que consagró hace años una prestigiosa publicación al fantástico, y que concluía con la inevitable lista de lo mejor del género, confeccionada entre los miembros de la redacción.
Destacaba, como es lógico, la presencia de las obras de Clayton y Murnau, algún crítico en un arrebato de originalidad incluyó Arrebato (1979; Iván Zulueta) y Terciopelo azul (Blue Velvet, 1985; David Lynch), lo que manifiesta, que duda cabe, un profundo desafecto a las propuestas más genuinas del género.
Este texto iba a ser una introducción a la reseña de Session 9(Ídem, 2003; Brad Anderson) y Paranormal Activity (Ídem, 2009; Oren Peli), y ha acabado siendo otra cosa.

Ya llegarán las citadas reseñas.


lunes, 11 de junio de 2012

MEDITACIONES, DIVAGACIONES, NADERÍAS...







Y la peonza sigue girando.

Descubrimos una falla, un hiato, una grieta entre la trama de grafitis que surca ese sólido muro que llamamos realidad y erigimos para contener los embates del noúmeno agazapado tras los volúmenes y las formas.
Buscamos certezas allende lo percibido, la argamasa que mantenga unidos los ladrillos de las impresiones veleidosas que oscilan como los electrones borrachos de incertidumbre sin una farola oportuna a la que asirse en el regreso a casa.

El racionalismo es una empresa posterior al empirismo, nada intuitiva, más prudente, infinitamente menos convincente. Cuenta con la ayuda inestimable del lenguaje y su industria de caballero honorable que dice, tuvo intimidad con la Verdad, y oculta que sólo fue un tránsito vergonzante por la calle de los burdeles.

Góngora lo supo antes que Nietzsche: toda palabra es una máscara. La genealogía del concepto es la metáfora de la que se perdió memoria. Todo texto es una episemántica que compromete el caso, los hechos, el estado de cosas, y tanto da decir “lumbre” que “mariposa en cenizas desatada”, salvo que la segunda opción es con mucho, más hermosa.
Por eso me indignan los que denuncian el estilo barroco como medio bastardo para velar una propuesta vacua, por que sí, porque se lo parece a ellos, cautivos del prejuicio representacionista que presume el lenguaje refleja la realidad. Lo otro son oficio de tinieblas, dicen ellos, un ejercicio, a lo más, lúdico.

Wittgenstein rectificó su propuesta inicial y amonestó a analíticos y positivistas con su habitual arrogancia: todo es un juego muchachos. Todo. La verba de mozo de cuerda de los realistas-naturalistas tanto como las greguerías ramonianas. Sólo que éste último lo sabe, y juega con el reglamento. Juega con ventaja. Al humorismo inicial, no obstante, sobreviene un escalofrío que hiela la sonrisa. La asociación ha sido caprichosa, pero ¿no lo son todas?

Al humorismo subyace un escepticismo descorazonador; la puesta en forma lingüística de la “realidad” es tan precaria como el orden sub-atómico, tan inhóspita como el universo ilimitado (no infinito), tan vertiginosa como la hipótesis abobinable de los multiversos.

Y el lenguaje es performativo: nada hay más allá del orden precario que ofrece la sintaxis, garbanceros. La esencia de una lengua es su sintaxis, la respuesta ofrecida por una determinada cultura para ordenar el caos, crear un cosmos. Cada hombre es una sintaxis, una forma peculiar de ordenar sus percepciones en la lengua de los suyos, pasada por el tamiz de sus experiencias.
El estilo es el hombre.

La peonza oscila. ¿Se detendrá?
Cómo se hubiera reído Calderón de Descartes, de su gnoseología de certezas y el aparato metodológico que apareja. Ingenuo. Tanto esfuerzo para erigir un edificio de sombras.

Cómo hubiera disfrutado Calderón con Hume. Y viceversa.
Calderón acertó con la gran imagen barroca, el mundo como sueño o como representación (aquí aventaja a Schopenahuer), aunque en realidad, no sea más que una evolución de la Caverna del griego (el hombre apenas ha sido capaz de crear unas pocas metáforas radicales).
El escepticismo empirista reformulado por obra del arte, única vía al noúmeno. De ahí el maridaje de la experiencia estética con la mística, su origen común y mismo proceder: abolir el hiato entre el sujeto y el predicado.

Libre de débitos y compromisos con la supuesta realidad, la verdad del arte es la mentira de la ciencia. Lo que permanece, lo fundan los poetas.
La verdad del arte no requiere justificación, porque carece de un método empírico para validarse, salvo el que ofrece la propia crítica, claro.

La peonza amaga pero recupera la verticalidad y persevera en su rotación infinita.
Entonces comprendemos que este extraño oficio de emparejar palabras, es la única solución al enigma de la Quimera desolada. 

sábado, 9 de junio de 2012

...pero no es un RESCATE.


Se veía venir. Merkel firmó la sentencia, Lagarde la ejecutó. Mariano, bajo la mesa camilla: habla tú Guindos, pa´esto te traje.



España se entregó un 9 de junio de 2012. Pero no pasa nada, comienza la Euro.

El hombre que nunca quiso ser presidente, le dijo a Del Bosque: dale una alegría a España, Vicente.
Ganando no se solucionan los problemas del país, Presidente. Que aunque Marqués, el Seleccionador tiene luces.

Pero no pasa nada. No es un rescate, sólo una ayuda al sector financiero, por las familias, mayormente. Tanto tiempo viviendo por encima de sus posibilidades, claro, luego viene el rasgarse las vestiduras y el chirriar de dientes, que si el banco me embarga el BMW, que si este año en vez de Punta Cana tenemos que quedarnos en Matalascañas. Las familias.

Pero tranquilos, que no es un rescate, que no hay condiciones, que no estamos tan mal. Y mañana, a ganar a Italia, que este país necesita una alegría Vicente.
Y bajo la mesa camilla, comiendo pastas danesas, el hombre que nunca quiso ser presidente, deja decir a De Guindos: no habrá más recortes, no subirá el IVA, que esto no es Grecia, que somos la Roja, chicos.





Al final fue cierto, y el EURO era una encerrrona, la celada del neoliberalismo para entregar el último vestigio de la social-democracia a los banqueros, el golpe maestro de un sistema que golpeó por vez primera en 1911, obligando al Congreso de EE UU a aprobar la creación de un Banco Central. Que soltó otra hostia en 1929, cuando de improviso, por obra de la casualidad, la Mano Invisible, se pusieron a la venta en Bolsa millones de dólares en acciones. Los Mercados, que son así. Que metió un certero derechazó a la Europa arrasada por el nazismo en Bretton-Woods, asegurándose que el mercadillo seguiría abierto, y mira, te dejo unos pavos para que tires mientras.
Luego los chicos de Chicago encontraron la Piedra Filosofal en el 73, acabamos con el oro como patrón y ponemos al dinero el precio que nos salga, que para eso lo hacemos nosotros.
Y menos gasto social que se nos vuelve vaga la gente, coño.
Competitividad, meritocracia, productividad, pero los ceporros con pasta siempre tendrán la Uni de pago y el título enmarcado en el salón.

Pero al hombre que nunca quiso ser Presidente, se le acaban las pastitas: Luis, pásame alguna, pero con disimulo.

No es un rescate, es una ayuda que puede que ni necesitemos, ojo, eso lo decidirán las auditorías independientes que hacen cuentas (mirando de reojo a las Agencias de Descalificación) Y Lagarde levanta el sable con gesto marcial, mientras Merkel suelta patadas bajo la mesa: te jodes.

Pero mañana empieza la Euro, yosoyespañolespañolespañol, y estamos tan necesitados de alegrías que mira, que le den a la crisis.

Y el hombre que no quiso ser Presidente (yo no quería, cosas del Bigote), se perderá el partido en el campo: hombre, no encabronemos al personal.

La política económica de este país, dejará de estar en manos de los que votamos (y a los que botamos) cada cuatro años. El modelo que funcionó en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, el mismo que trató de imitar Kennedy con su Nueva Frontera, el que aún funciona en Escandinavia, agoniza ya en la mesa del quirófano.

Pero, acatemos el orden constitucional, esperemos a 2015 para pronunciarnos, que las reglas del juego democrático son sagradas y lo otro es cosa de los girondinos, cuando no vandalismo, e incluso, fascismo.

Ala, a casita, que empieza la Euro y a Mariano se le empiezan a entumecer las piernas:
no hay dos sin tres no hay dos sin tres

PHILIP ROTH: PRÍNCIPE DE ASTURIAS.





Hace unos años, conversando entre copas con un hombre sabio, me dijo con la mala leche afilada por el güisqui, que estaba harto del rollo viejo-verde-que-no-se-me-levanta en que parecía haberse convertido la narrativa de Philip Roth (claro, que en la misma conversación, había despachado a McCarthy como “el telegrama sangriento”). Previamente, yo, había provocado su inyección de ponzoña, diciéndole que me parecía el mejor autor vivo (algo que ahora no suscribiría, como tampoco refutaría al que lo plantease), o, en cualquier caso, mejor que su elegido: Lobo Antunes.

Ciertamente el sexo ha sido uno de los temas dilectos de Roth, junto con el judaísmo, al menos desde El mal de Portnoy: Naturaleza y Cultura son las fibras que urden el tejido de la identidad, individual y grupal. Los cauces por los que ha transitado cómodamente su narrativa, una minuciosa indagación acerca de en qué consiste ser hombre, americano y judío.
Y al final, todo el arte, trata de eso, de comprender quién coño soy, quiénes hostias somos. De lo que queremos ser (esperanzados) o de lo que podríamos haber sido (lloricas), si no fuera por esto o aquello (buscadores de culpas). En lo que nunca debiéramos habernos convertido (entonando el mea culpa).
De lo probable y de lo imposible.

Una mal asumida vejez con sus achaques vecinos, han hecho presa en las líneas argumentales de su obra, elemento que testimonia la evolución de un autor que ha ligado vida y literatura sin menoscabo de una notable capacidad para fabular. Sin abusar de la introspección, el ensayismo que delata una falta de imaginación preocupante y provoca el bostezo; denuncia a menudo una impotencia, narrar mostrando las acciones de personajes que hacen, dicen y gesticulan, dejan traslucir una psicología, un carácter, un estado anímico a través de signos externos, y salvo que uno sea James, Proust o Woolf, no se debe violar el sagrado recinto interior de un ente de ficción: he aquí el arte del novelista, poner ante el lector un pedazo de vida, lo demás son javiermariadas.

Desde las reiteradas apariciones de Zuckerman, su alter-ego, hasta La conjura contra América, novela donde, acaso porque se tomar la licencia de hacer historia-ficción, no se molesta en ocultar el apellido de la familia protagonista, Roth, sus narradores se hallan siempre próximos al autor y su circunstancia. Sexo, residencia (o nacionalidad, tanto da), origen étnico.

En su juventud, fustigó sin clemencia al hombre. El remanso de la madurez le ha resuelto por condescender con las debilidades de ese animal enfermo del alma, a ser condescendiente y amonestar con cariño, a la piedad, y, aunque sospecho que era más honesto el primer Roth, es superior el segundo, el Roth de la impostura que se aferra a Dostoievski para salvar a sus creaturas, para no verse en ellas tan miserable, tan mezquino, tan hombre.
Pero, por fortuna, ni en sus mejores momentos puede reprimir su vena de sátiro satírico y reducir la tragedia a pantomima, véase el cierre de Pastoral americana.

Siempre he admirado la capacidad de los norteamericanos para novelar su realidad inmediata y la historia colectiva de una nación joven (aquí se hacía en tiempos de Galdós, pero ¿quién se acuerda de D. Benito?), hacer de lo consuetudinario algo interesante, y de su pasado, mito.
Ya sean la industria de los botones o la práctica de la filatelia, Roth se demora en detalles triviales, ocios y negocios, que devienen símbolos de la labor de Sísifo a que se reduce la vida.
En este país, esa capacidad de observar, escrutar lo que nos rodea, desentrañar su misterio rasgando el cuero de lo vulgar, escasea, y cuando alguien lo intenta, acaba en el discurso progre, se precipita por el cantil inane de la rancia novela social y militante. Los posmodernos nos perdemos en el pastiche, el remake lacónico y el sartal de referencias cómplices que denuncian una vida gastada entre imágenes y grafías, inepta para mirar alrededor sin las anteojeras de alguna mediación simbólica, para, como Zola, tomar notas.

Quizá, hoy no me parezca el mejor autor vivo. Quizá, porque cada vez me interesa menos leer a los autores vivos, y los muertos siempre parecen mejores, pero, como dije antes, no llevaría la contraria al que tal cosa afirmara.
Hoy. Philp Roth ha ganado el Príncipe de Asturias. Ayer murió Ray Bradbury. Mañana nuestro país podría ser “rescatado” por Europa.

Ojalá tuviera el talento suficiente, la determinación, para poder novelar, con Roth y Bradbury como padrinos, la situación novelesca que vivimos. A falta de eso, comenzaremos a leer La humillación.

sábado, 2 de junio de 2012

NO PODRÁS OLVIDAR LA MUJER DE TUS SUEÑOS.



Los recuerdos son sólo fragmentos de un presente que no comprendimos.
A. Jorodowsky.





Los recuerdos de su mujer (Jorja Fox) acuchillan las noches blancas de Leonard (Guy Pearce) en Memento (Ídem, 2000).

La instantánea de aquella mañana, su escorzo recortado contra la ventana mientras se cepilla el cabello en la cama entre sábanas tibias y olor a café.
Gesto fútil y cotidiano que vale por toda una vida.
La duración del inserto no alcanza los tres segundos, el contraluz vela su figura intrusa, el encuadre hace oscilar los márgenes imprecisos que sugieren la obra del tiempo que todo destruye. Se trata de una pincelada suelta, el apunte impresionista de una memoria desprendida, dislocada de la articulada trama del álbum de los recuerdos que asalta dolorosamente el muro de amnesia que envuelve a Leonard: No me acuerdo de olvidarte.

La paradoja de un personaje que no puede construir nuevos recuerdos se cifra en la imposibilidad de cortar amarras con el pasado. Pero hasta esas memorias han sido alteradas, fugaces huellas especiosas del paso del acontecimiento que Leonard no ha sabido afrontar y escora, tomando el sendero tortuoso del delirio.
La única verdad de su dolencia es que se trata de un mal degenerativo nunca prestigiado por un acto violento que dispense sentido en forma de empresa vengadora.
La realidad es sólo la incomprensible y minuciosa labor de una enfermedad, la rebelión suicida del cuerpo contra sí mismo rosiga los archivos de su identidad y un mundo que, en ausencia del anclaje de regularidades que dispensa la memoria, se reduce a un racimo de impresiones a la deriva.
A la exigencia de un acto de fe, que diría mi amado Hume: Si cierro los ojos, debo seguir creyendo que el mundo sigue ahí fuera.

Pero esas memorias salteadoras son vehículo de la culpa que ha conseguido surcar el océano negro del olvido para hacer recordar a Leonard la verdad que funda y alienta su ficción. Él mató a su mujer, y algo en su interior no permitirá que lo olvide. Algo más fuerte que esa enfermedad que le devora el tejido cerebral, emerge desde la indistinta tiniebla en forma de luz para desvelar que cada instantánea tiene su negativo, su doble bastardo que opone al pellizco inerme y cariñoso, un pinchazo fatal de insulina.
Su mujer se negaba a aceptar la enfermedad de Leonard, se le antojaba inverosímil que en su presencia pudiera ser olvidada, sentir la soledad en compañía (supongo que para su vanidad era insufrible), y decidió poner prueba a su rival.
Para despistar la culpa, Leonard urde con los elementos de su drama a un doble, Sammy Jankins agente de la negligencia, que le ayuda a no olvidar. Se tatúa su nombre para tener presente lo que ocurrió, aunque fuera a “otro”al que le pasara, si bien, de forma implícita, es muy consciente de su responsabilidad, y como expiación, se encomienda la onerosa tarea de no olvidar.







Un acto de intransigencia total y sin remedio fue el suicido asistido de la esposa de Leonard, como lo será el de Sarah (Rebecca Hall), incapaz de aceptar que haya días en los que Alfred (Christian Bale) no la ame; días en los que consigue hacerla sentir forastera de sí misma, presa de la peor forma de soledad. Días en los que él es otro hombre.
La razón de ese amor inconstante, el espectador de El truco final (The Prestige, 2006), la conoce bien, pero las mujeres de Nolan, como la Gertrud de Dreyer, se enamoran de una idea, se enamoran del amor, (amor omnia como epitafio) y demandan a su compañero una entrega incondicional y plena, condenada desde el momento en que deciden amar a un hombre y no a un dios.
Sendas mujeres buscan su amor en la mirada del otro que las vé, al otro que no reconocen como tal porque las vea, porque siempre se buscaron a sí mismas, y sólo hallan desconcierto, cuando no una infinita e hiriente condescendencia, nunca el ansiado reconocimiento.
Quien sólo se busca a sí mismo en la mirada del otro, acaba reo de una cárcel de espejos, destino de aquellos que anhelaron el ideal, el destino que sufrimos los huérfanos de Platón.
Por eso la ética, como la exigen Levinas o Buber, se antoja imposible.
Sara consagra la vida al amor y en ausencia de éste, se le vuelve una sucesión de instantes vacíos de sentido que reclaman un final contando pasos hasta la soga: Hoy no es uno de esos días.
Alfred es culpable de haber preterido a Sarah en aras de una ambición que se cobrará otra víctima aún.

El suicidio no es el final del dolor sino el comienzo de un legado de culpa, un fardo imposible de aligerar, que revela la verdadera naturaleza de la memoria, su fin y su sentido. Dios nos concedió esta facultad para atormentarnos por nuestros delitos y faltas. Sin memoria del pecado no existiría la necesidad acuciante de redención.

Sin recuerdos el hombre podría ser feliz.





Bienaventurados los olvidadizos, dirá Nietzsche, pues se olvidarán de sus propios errores. Condición suficiente para desear el eterno retorno de cada instante de nuestra vida, reeditada en cada nimio detalle vergonzoso, revalidar cada error con la alegría desgreñada del primer día sin transigir con el arrepentimiento ni pactar con el perdón.

Pero, por paradójico que parezca, el hombre se aferra a las memorias tristes, quizá para dar forma al mundo proteico e inhóspito en que declina. El recuerdo es condición necesaria de la identidad, por eso nos afanamos en ese gesto patético que es fotografiar cada momento vivido, en la creencia de que su registro en digital nos ayuda a capturar la provincia de vida que volverá cuando su visión nos devuelva el recuerdo vívido (valga la contradicción).
Cobb (Leonardo DiCaprio) recreará para su inconsciente aquel cuarto de hotel donde se citara con su esposa para celebrar un aniversario que termina en obituario. Ahora hablamos de El origen (Inception, 2010).
Para Mal (Marion Cotillard), la vigilia se había convertido en una forma degradada de realidad, sometida por la entropía a la labor de zapa del tiempo que todo destruye, y buscará el asfalto diez pisos más abajo para despertar, librarse de su imperio.
El dolor de Cobb se niega a dejarla marchar y opta por recluirla para siempre en esa habitación anónima que domicilió un fragmento de su historia conyugal, la más dolorosa, la última. Lo de menos es que las autoridades lo crean culpable, él sabe que lo es. Culpable de haber querido vivir un sueño con la mujer de sus sueños, consciente del riesgo que entraña vivir un sueño demasiado tiempo: los sueños siempre acaban mal, el insecto despierta.

El regreso es puesto en forma a través de planos fugaces como el arriba descrito, intrusos que quiebran la continuidad metonímica del montaje, vulneran la lógica narrativa externa e introducen la subjetividad del personaje en el orden de lo objetivo.
Siembran una inquietud en la audiencia. Ellas nunca llegaron a saber el alcance del amor que suscitaron ensimismadas, como estaban, en la respuesta al mismo.
Un desmemoriado que no se acuerda de olvidar, dos hombres que se presentan como uno y un explorador de sueños inducidos para el que la realidad no es suficiente, comparten el dolor por la pérdida del ser amado, la culpa unánime de haber sido agentes provocadores.
Nos quedamos en el tintero el Bruce Wayne/Batman (Ch. Bale) de El caballero oscuro (The Dark Knight, 2009), víctima de un conflicto similar, pero ya era demasiado para una entrada bloguera y en plenas ferias de San Fernando (y me despierto doliéndome en el paladar/ será la espina que me dejó...).

La exploración dialéctica entre el recuerdo, el olvido y la culpa, anudados en torno al motivo de la pérdida, parece ser uno de los temas recurrentes de este hábil creador de piezas de ingeniería narrativa, y que malogra El origen por un cierto empeño a contrapelo de hacer una cinta épica cuando el mundo del inconsciente demanda intimismo y quiebra de la lógica argumental, el principio de identidad y de no contradicción, pero no pidamos a Nolan que sea Lynch.

Nolan está bien siendo Nolan (y mucho).