sábado, 12 de mayo de 2012

ARDE MISSISSIPPI.





La trama de Arde Mississippi (Mississippi Burning, 1988; Alan Parker) gira en torno a la investigación de la desaparición de tres activistas de los derechos civiles por parte del F.B.I. La pareja protagonista, siguiendo las convenciones del thriller de la década, manifiesta caracteres y métodos harto diversos.
El joven agente Alan Ward (Willem Dafoe), es un pulcro seguidor de la metodología de su jefe, John Edgar, en cuanto a la adquisición y procesamiento de la información, la posterior aplicación de técnicas científicas en su análisis, así como un observador puntilloso de los procedimientos legales en su colecta. Sin embargo, con la aparatosa presencia intimidatoria de medio centenar de agentes, es incapaz de rendir el silencio de los lugareños.
Naturalmente su actitud choca con la heterodoxia y el pragmatismo de la vieja escuela de Rupert Anderson (Gene Hackman), quién se olvida del manual a sabiendas de que los canales por los que circula la información, rumores, chismes y, finalmente, la ansiada verdad, son los foros de reunión y charla comunitarios: el bar, la barbería y la peluquería, espacios, donde la confidencia y el secreto se enredan con la crónica deportiva o el comentario del día. La verdad está más allá del lenguaje, pero en él se manifiesta.
Pero para llegar a ella, primero tiene que ganarse la confianza de los sabios.
La hostilidad de los varones ofrece una resistencia insalvable, por su involuntaria arrogancia de hijo pródigo que pudo escapar del légamo provinciano y el mal olor de las ciénagas. Se sienten insultados, pone demasiado en evidencia un fracaso unánime, el de una cultura perpleja en su pasado rutilante de villas y plantaciones que emboscaba la gusanera.
Pero las mujeres sucumben a los encantos del hombre de la gran ciudad, por lo mismo que sus maridos lo odian, en su traje espejean aquellos anhelos adolescentes que penden de la mirada soñadora y con manchas de hollín de las chicas de pueblo.

En una peluquería conoce a Mrs. Pell (Frances McDormand), mujer del Sheriff Clinton Pell (Brad Dourif), el primer chico que le hizo reír, aunque ahora sólo le arranca lágrimas amargas.
En la peluquería, ella le revelará el paradero de los tres chicos.
El espectador sabe desde la primera secuencia que fueron asesinados y deduce fácilmente el tenor de unas palabras que no escucha. Parker filma a través de la luna del local a Hackman contemplando una temeraria manifestación de los miembros negros de la comunidad, momento en el que Mrs. Pell se acerca a Anderson y le suministra la ansiada información. El espectador sólo escucha el bullicio de la marcha fuera de campo sobre el plano-medio de la pareja, sobre esa expresión inquieta del rostro que publica la ominosa verdad con palabras mudas.
Esa verdad más allá de las palabras.
Hackman recibe la noticia impasible, masticando cacahuetes y más palabras, sabedor de que ofrecen un escaparate inmejorable a la concurrencia, podría comprometerla de forma fatal. En ningún momento se buscan sus miradas.

Más adelante, cuando se trate de depurar responsabilidades y colgar culpas, será el nombre de su marido el que salga a colación.
De nuevo, Parker elije una solución visual que distancia al espectador de la verdad. Ahora será la lejanía en el espacio. Tras demorarse en el rostro doliente de Frances en un gran primer plano, ella domicilia los prejuicios racistas en la educación: Nadie nace odiando. Se te enseña. Premisa, nunca exculpatoria, pero con fuerza causal. Se retira al fondo del decorado seguida por Anderson, apenas llega la luz, y allí, entre tinieblas, se hace la claridad. Apenas son dos sombras recortadas contra la noche. Allí se libera del pesado fardo que la oprime. Cada hombre es responsable de todos los hombres. Ella sabe que con su silencio es tan cómplice como el criminal que accionó el disparador.
Ella sabe que sólo hay dos bandos y la ética está por encima de la moral, la costumbre, las normas que rigen en cierta comunidad.
La noticia de la verdad sólo puede ser puesta en forma a través de la distancia, con la barrera del sonido o la luz, por que es lo que está más allá, oculto.

El término griego para “verdad” era aletheia, desocultación. El prejuicio heleno acerca del carácter especioso de la apariencia, sigue informando nuestra percepción. Ahora sabemos que el responsable directo de nuestra configuración de eso que llamamos “realidad”, es el lenguaje: trama de fenómenos articulados en un sintagma bipolar: sujeto y predicado.
La verdad nunca es el sujeto. Es un mero valor que le otorgamos a una proposición. Un predicado. A efectos pragmáticos, un enunciado emitido en una situación comunicativa adecuada. Pero el enunciado de Frances viola, no una máxima pragmática, sino social. Es inadecuado en cuanto transgresión del acuerdo comunitario de silenciar la felonía, al tiempo que traiciona al hombre que prometió amar y respetar. Arrumba todo el edificio de principios atávicos del viejo sur. En la escuela se nos decía que la segregación ya estaba en la Biblia.
Es inmoral en la medida en que es ético. Pero la moral es coercitiva y castiga el desacato.
Su observancia, por otro lado, podría haberla conducido al suicidio, como hace el Alcalde (Lee Ermey) corroído de culpa.

No existen zonas grises, o se denuncia a los verdugos o se es uno de ellos.  

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