martes, 3 de abril de 2012

ZOMBI Y FILOSOFÍA.





Es responsabilidad de todos conservar la humanidad, venía a decir (cito desde mi mala memoria) un personaje durante uno de los últimos capítulos de The Walking Dead.
Naturalmente no se trataba de una perogrullesca apelación a la supervivencia de la especie.
No.
Se trata de decidir si se quiere seguir siendo persona (en el sentido de ser racional capaz de un obrar ético de acuerdo con unos fines previamente elegidos, residan estos fuera de la propia acción, eudemonía, o en la acción misma, algo propio de la ética formal kantiana.), a despecho de un mundo herido de muerte que obliga con frecuencia a cruzar la delgada línea roja que separa a los hombres de las bestias.
Y sabemos que cuando se cruzan un cierto número de veces (tampoco demasiadas), las líneas se acaban borrando. La vida no debe preservarse a cualquier precio, parece decirnos, de lo contrario, la humanidad sucumbe, y aunque siguiera habiendo vivos, el hombre sería un recuerdo, una memoria lejana, un eco que nadie podría escuchar.
La auténtica extinción de la especie se daría en el plano del noúmeno, el ámbito del espíritu y la libertad.
La cuestión siempre es la misma: ¿queremos ser hombres? Ser alimaña es fácil pero, ¿queremos realmente ser hombres?
Sirva esta pequeña reflexión (con la que puede estarse o no de acuerdo) para introducir el tema del día.
(Joder tío, Kant y zombis en un mismo párrafo)

Lo verdaderamente aterrador es la desaparición del orden. George A. Romero.



Estas voraces criaturas, que somos nosotros, transitan con paso errático pero firme, desde fechas ya no tan recientes, por películas y series televisivas de notable calidad, páginas de novelas gráficas o no (como la estupenda Guerra Mundial Z, cuya adaptación a cargo de Marc Foster, se estrenará a finales de año); para colmo, ANAGRAMA se rinde y premia un ensayo sobre filosofía zombi que aún no he leído pero que caerá en breve; menudean incluso manuales de supervivencia que colapsan la red, universidades suecas costean estudios serios acerca de las opciones de la humanidad en caso de plaga, y los más precavidos, ya disponen de refugios en sus casas.
Así que yo, entre sorprendido e impaciente con la promesa cierta de un Apocalipsis que nos permita ir saltando sesos por el vecindario, cuelgo en esta mañana del Lunes Santo un interrogante (con acento luso): ¿Por qué?, ¿por qué?

¿Por qué ahora?
Con la cercanía del cambio de milenio, las fantasías apocalípticas se dispararon bajo los más diversos ropajes: desde la clásica amenaza sideral de alienígenas de aviesas intenciones y peores modos, a la más probable, en forma de asteroides desbocados que surcaban el espacio con destino a la Tierra. La ficción se utilizó en ocasiones para aplicar severo correctivo a las posibles negligencias de la ciencia o avisar acerca de como la mala gestión del medio ambiente puede desencadenar el fin, en ambos casos la mayor novedad es que se domicilia en la humanidad la responsabilidad de su propio eclipse. Conclusión lúcida.
Bien es cierto que lejos de desazonar (dudo si alguna vez tuvieron esa intención), tales ficciones, provocan de sólito un inmenso regocijo al ver que el final es unánime, que el garito chapa para todos.
Parece ser que la conciencia del fin forma parte de nuestro zeitgeist, quizá porque occidente está harto de sí mismo, convertido en una cultura de postrimerías, de pastiche y crisis endémica; una cultura cansada de ipods, ipads y tablets que apenas alcanzan a mitigar el tedio, la depresión, vecina, cuando no instalada ya en el dormitorio, el anhelo de un respiro liberador de tensiones, malestar y mala sangre, se formula por doquier entre el temor y el temblor: Dies Irae!
Esperamos a los bárbaros, que bien podrían ser muertos vivientes que nos castiguen por no saber que hacer con el tiempo que nos queda, con el Ser.
Desde Antonioni a Foster Wallace, el aburrimiento es síntoma del mundo “desarrollado”.
Desde San Juan, esperamos, esperamos...

¿Por qué zombis?
Porque el zombi es el reflejo bastardo de todos y cada uno de nosotros, la humanidad reducida a un fin más primordial, una regresión a la voluntad indiferenciada de la especie, la disolución del yo en el apetecer ciego: la evolución abolida.
Porque al ser el zombi habitación de una voracidad que no sirve a necesidad fisiológica alguna, cifra la paradoja del consumista actual y su industria ciega, intransitiva, del hombre alienado en los objetos que almacena y le encarcelan, sobre los que proyecta su identidad, donde su identidad declina.
Catequista del desencanto, el zombi celebra el potlach último de una cultura caníbal que sólo espera vaciar las tripas sobre la otomana para seguir engullendo. En el vampiro pervive un reducto de metafísica, el licántropo tiene sabor a maldición y folclore; el zombi es el monstruo post-moderno, surgido del materialismo y la Guerra Fría, las grandes superficies y los gadgets tecnológicos.
Es la casa deshabitada, un ser desalmado e infinito.
No es posible redimir al zombi, no es posible amarlo, ni tan siquiera odiarlo. No es un monstruo trágico fruto de la Caída, la labilidad humana, la hybris. Es una rebelión de la naturaleza, una violación onanista de sus leyes, la solución final contra la humanidad.
Sólo a la física rinde cuenta la corporeidad obstinada y hedionda del muerto viviente: sucumbe a la oxidación, el fuego y el metal.
No pongas en práctica ritos de exorcismo, el zombi es ateo. Se comerá el hisopo, la estola y el rosario del Padre Merrin, antes de comérselo a él.
Su conducta no es razonable, de su boca no afloran más que gruñidos, sus ojos no reconocen al ojo que los mira, al otro que suplica y ruega por su vida.
Pero fueron hombres y mujeres y niños. Aunque lo olvidaron y parece que invitan al vivo a que haga lo propio.
La masa informe de muertos testimonia además el fin de la individualidad, el triunfo de la masa, la disolución de lo que singulariza a cada sujeto en un vasto propósito común: el sueño cumplido de la sociedad de consumo, de multinacionales y publicistas, de Telecinco e Interconomía.
En la Última Cena, Cristo condena a la humanidad ofreciendo su carne y su sangre. Sabemos desde entonces que el pan y el vino eran un cebo, no bastarían para saciar el hambre.

¿A qué tememos en realidad?
Tras el ostracismo del espíritu y el hiato abierto en el seno del hombre en el siglo XIX, triunfo del Positivismo, culmen de la traición a la trascendencia por cortesía de la prevaricación de las ciencias empíricas, se busca una unidad vicaria a la natural que haga soportable la situación, armonice los egoísmos particulares, que embride el desorden aún al costo nada desdeñable de la justicia.
 Escila y Caribdis: entre ambas se debate el Estado desde entonces.
El Estado es una organización surgida del instinto de supervivencia, solución a la voracidad caníbal de los lobos condenados a coexistir, más o menos, pacíficamente. Mientras las leyes coercitivas que aseguran el orden, rijan. Después, cuídate del vivo como del muerto.


Ya lo dijo el maestro Romero, padre de la criatura y uno de los más lúcidos ensayistas de la Post-modernidad: Lo verdaderamente aterrador es la desaparición del orden.
El zombi es anarquista, sabe que el mayor enemigo del vivo es la ausencia de ley, que los muertos heredarán la Tierra, porque ellos son los mansos: nunca agreden al prójimo, de hecho, ni buscan al vivo.
Conmueve la secuencia inicial de La tierra de los muertos vivientes (The Land of the Dead, 2005; George A. Romero): un grupo de zombis, deambula por un parque, hay una banda que ejecuta con torpeza pero determinación, incluso una novia disfrutando por una eternidad de su día...

-Pero eso no da miedo Marco. 
-Espera, que llegan los vivos. 

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