domingo, 1 de abril de 2012

MATAR AL PADRE.


El universo es corolario de un acto de violencia total.

Los elementos químicos precisos para la aparición de la vida provienen de las novas, luminosos colapsos estelares, rabiosas explosiones con las que se compensa el desequilibrio entre la fuerza centrífuga y el campo gravitatorio.
Antes de que la luna velara nuestro sueño, el día duraba 6 horas. Tuvo que impactar sobre la superficie de nuestro planeta una lágrima de Melancolía y poner en órbita suficiente cantidad de materia arrancada de las entrañas de la Tierra, para que nuestro satélite cobrara forma y ralentizara el movimiento rotatorio lo preciso. ¡Qué precario es el orden! ¡Qué azaroso, el destino!
Este texto no es más que el triste resultado de mi lucha contra un documento en blanco (Melville acertó a cifrar el mal en el color que es todos los colores; y ninguno)
Y en vez de sangre os lego asépticas grafías que no testimonian debidamente el pulso de la angustia, porque escribir nunca es una opción, y en esta faena, donde se nos va la vida, paradójicamente, la salvamos. Qué cosas.
Toda afirmación es hija de la violencia.

Os quiero hablar de dos películas: Conan, el bárbaro (Conan de Barbarian, 1982; John Milius) y Bandas de Nueva York (Gangs of New York, 2002; Martin Scorsese), que reescriben la figura del padre y obligan al hijo a mirar el abismo, a superar el momento negativo para citarse con la síntesis final que hará de él un super-hombre (Der Übermenchs), la superación de su humanidad pasada y la dolorosa bienvenida a la porvenir; la dialéctica entre el creyente pasivo y el creador poético.
Pero, sigamos el sabio consejo de Jack y vayamos por partes.

Lo que no mata, hace más fuerte.


El padre de Conan (William Smith), ufano por haber alcanzado la aleación del acero, alecciona a su hijo sobre la conveniencia de desconfiar de todo, todo salvo la poderosa espada que tienen ante ellos. Pero cuando el metal no baste para detener el azote de una horda bárbara, Conan acabará el día huérfano y esclavo, camino de una fabulosa industria que, andando el tiempo, le hará valedor de un físico descomunal, encarnado ya a estas alturas por Arnold Schwarzenegger, el siete veces Míster Olimpia, un tipo al que aprendí a respetar con los años.
Conan, al ser liberado, trata de vengar a sus padres y recobrar el secreto del acero.
Sigue el rastro de la serpiente (siempre es la serpiente la que invita a la sabiduría, pero ojo, el saber rara vez conduce a la felicidad como sabemos por Tiresias) y llega, así, a Tulsa-Doom (James Earl Jones), su otro padre. El brujo le comunica un doble conocimiento, a cada cual, más atroz.
El primero es que el acero no vale nada, es el brazo que dirige el golpe, el poderoso. La voluntad que sostiene la espada y que anhela partir en dos al enemigo. Siempre la carne.
Y él ha llegado hasta ahí gracias a su fortaleza, blandiendo la espada herrumbrosa del cadáver de un rey olvidado, hallada por un albur. La dádiva de Crow.
El segundo, aún más doloroso: su padre le dio la vida pero él le ha dado la voluntad de vivir (Milius escribe el guión junto con Oliver Stone, autor que, en su doble faceta de guionista y director, ha ofrecido retratos magistrales de sujetos que tuvieron que afirmar, a través del ejercicio de la violencia, contra el mundo, contra sí mismos, una condición, un carácter: Tony Montana, Stanley White, Ron Kovic, Jim Morrison, Jim Garrison o Micky y Mallorie.
Y como suele hacer un buen padre en esa situación, lo crucifica; para poner de nuevo a prueba esa voluntad.
Por joder más que nada, como suelen hacer los padres.


Y Conan, con ayuda, supera la prueba, va venciendo el estadio negativo, se va librando de él como un reptil de su piel, hasta que en la batalla final, doblegue el metal fraguado por su progenitor: la espada de entonces es rota por el hombre de ahora: el hijo nacido de la tutela de Tulsa-Doom se impone a la aleación.
Aunque no por ello perdona a Tulsa-Doom. Aunque no por ello acepta la seducción de la serpiente, y así, corta la cabeza de su padre con la espada quebrada de su otro padre, quizá, siguiendo el sabio consejo de Zaratrusta: cuando hayáis escuchado mi prédica, alejaos de mí, renegad de mis enseñanzas, maldecid mi memoria.
Si caminando por el bosque, te encuentras con el Buda: Mátalo. No sigas a nadie, no seas eternamente discípulo. El devenir del creyente en creador.
Para afirmarse hay que soltar amarras, caminar descalzo sobre las pavesas de la Biblioteca de Alejandría.
Así, Conan mata a sendos padres, al biológico (arruinando el objeto que le lega) y al espiritual (segando el magisterio que le ofrece), y libre de ambos, comienza a labrar su destino, un destino que le depara la realeza...por sus propios méritos.¡Dios ha muerto: viva el super-hombre!

La sangre debe quedar en la hoja.




Amsterdam tendrá que ver como Bill Cutting(Daniel Lee Lewis) trincha a su padre, el Reverendo Vallon, con dos certeras cuchilladas de carnicero. Amsterdam se promete a sí mismo que lo vengará, que vengará al clan de los “Conejos Muertos”, proscrito en Five Points desde aquel día infausto.
Pero la venganza tendrá que esperar hasta que sea un hombre (Leonardo DiCaprio)
Cuando llega el momento, ha de arrostrar la tentación de hallarse próximo a las mieles del poder, vencer la seducción de sentirse arropado por una vicaria presencia paterna: el “Carnicero” le acoge como a un hijo, el hijo que nunca ha tenido, y él, el hijo de su padre, llega incluso a salvar la vida del hombre que segó la de aquel.
Para más inri, se enamora de Jenny (Cameron Díaz), mujer que una vez fuera su amante por voluntad propia; de hecho, si ella vive es gracias a los cuidados de Bill cuando era aún niña.
Por primera vez en su filmografía, Scorsese condesciende con el espesor dramático, anudando una de las relaciones triangulares más complejas jamás urdidas por él hasta Infiltrados (The Departed, 2006), claro.
Ahora Amsterdam se debate entre un pasado sepulto y el promisorio presente.
A buen seguro que maldijo la dichosa sangre coagulada de la herrumbrosa hoja. Pero la sangre obliga (como la noche) y le toca decidir si sigue en el juego o se retira.
Antes, Bill le ha referido una ilustrativa anécdota: en una refriega anterior, el Reverendo Vallon, le molió a palos, pero le dejó con vida, para que la vergüenza se le enroscara en las tripas. Acaso, para ofrecerle la revancha.
Amsterdam, hijo a estas alturas de ambos, tendrá que desbrozar el doloroso camino de hemorragia y huesos astillados que conduce a la afirmación del sujeto contra sus padres. Y otra certera cuchillada, que empapa, con un chorro cálido y bautismal, su rostro, corta el cordón umbilical que le une a ambos.
Y Nueva Amsterdam nace a Nueva York.

También Nietzsche, ese filólogo que amenazaba con parir centauros por no poder cultivar plenamente al filósofo, tuvo que clavar la tapa del ataúd de sus padres, Sopenhauer y Hegel, para que la voz de Zaratrusta resonara en las alturas de Sils Maria.
Espero tener algún día la fuerza, la confianza, la falta de sensatez de renegar de Niezsche. Por el momento seguimos siendo un servil discípulo. Por el momento.





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