jueves, 15 de marzo de 2012

LAS CRÓNICAS APÓCRIFAS DE MR. JONES (O DEJEMOS DE LEER A HUME DE UNA VEZ POR TODAS)





Because something is happenimg here
But you don´t know what it is...
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BOB DYLAN


Y supe de él una vez más.

Fue en el lugar menos literario del mundo: durante un acto social de ANAGRAMA. Sergio Pitol, en el decurso de una conversación que giraba en torno a la decadencia del ejercicio de la papiroflexia entre escritores, antaño tan prolífico y deseable -¿Qué destino más noble podían hallar manuscritos poblados de balbuceos en pos de la belleza y tachonados con furia? Hubo quién cultivó un jardín en su escritorio; otros preferían urdir unicornios o lepidópteros de celulosa), y ahora declinante, lamentaba nostálgico: “Lo digital ha llevado al olvido del papel, con la honrosa excepción de Mr. Jones, claro está”.
Esas dos palabras me sacudieron la modorra en que me sume de sólito el acento lánguido del Cervantes (cualidad somnífera solidaria con su prosa) Pero entonces alguien dijo algo y el relato tomó fatalmente un nuevo rumbo. Y Mr. Jones se escurrió entre los dedos de mi curiosidad.
Por un albur, coincidí con Pitol semanas después en Praga. Las circunstancias, parecidas, pero esta vez, tras la adulación y el papeo, pude arrastrarlo a una taberna; lejos de la lluvia. Primero serví a la cortesía. No falté a la cita con el otro ejercicio dilecto del escritor: el lameculismo epigonal.
Luego, saltó al ruedo Mr Jones. 
Atrochando por entre las galerías laberínticas que urdió en su relato (un tanto embrollado por la cerveza), el encuentro que mostró al mexicano la pervivencia del noble arte de reciclar el papel con fines artísticos, fue como sigue: Pitol caminaba bajo el frío de San Petesburgo cuando reparó en un mendigo que ofrecía al transeúnte flores de papel, conmovido por el hallazgo que apelaba a su afición, se acercó y, hete aquí, que, los harapos guarecían del bajo cero al escurridizo Mr. Jones (inconfundible su tabique nasal cuarteado; el plomo de sus ojos) 
Tras rechazar desairado el ofrecimiento samaritano de Pitol (al que, humillado, fingió no reconocer), aceptó una suma desorbitada por el “jarrón de crótalos” con estalactitas. 
Ya en la habitación del hotel y aún con el que-pequeño-es-el-mundo tensándole la sonrisa, examinó como perito la torpe industria con que habían sido elaboradas las flores. 
En el trance, se percató de que el papel estaba garabateado.
Deshizo sin demasiado pesar cada flor y encontró un texto disperso en cada tallo, pétalo y peristilo. Ordenó las siete cuartillas. Apenas las leyó (no soportaba su estilo anquilosado, su prosa académica, la interminable sucesión de subordinaciones que enredaban el curso de unas acciones mínimas, el tufillo pedante de sus “relatos filosóficos” que abrumaban al lector con plúmbeas digresiones), pero lo conservó (desmintiendo su aversión) como un raro trofeo. Y me lo ofreció. Lo acepté con temor y temblor. Me apresté a publicarlo. Faltan palabras, tal vez párrafos. El estilo no se acuerda de los éxtasis de su periodo tardo-modernista. Sin apenas anécdota, el mundo se reduce a mera especulación.
La situación esbozada puede ser trivial o terrible.
Si al lector le resulta valioso o no, ya no me incumbe. Ahora es suyo.
 Ahí va.

Aún cimbraba en la oscuridad el último timbre del teléfono pero más allá de la puerta, desde el otro lado de su verde pálido, se aproximaron unos pasos disparejos, arrastrados penosamente por la fatiga que un quinto impone. Luego la luz del trazó el contorno del marco, brillante entre los quicios: como un portal al otro lado. Por alguna razón el hombre (porque tenía que ser un hombre) no anunciaba su presencia; por algún motivo peregrino o avieso, evitaba hacer presión sobre el el icono desvaído (me había fijado, durante el par de segundos de duda antes de pulsar yo mismo), desdibujado por una legión de dactilares impacientes (supongo), bañados en sudor (presumo). Solidarios en la culpa (de eso, no hay duda).
Se dejaba escuchar un resuello grueso y tabacoso contra la madera e imaginé al fulano llevándose la mano a un costado. Contuve la respiración tratando desmentir con el silencio mi presencia, tan pertinaz como la del gordo invisible que aguardaba la llegada del aliento apenas a un metro, oculto tras los estertores y el verde incoloro.

Y el segundo aviso llegó en forma de un ding sordo que apenas se elevó para caer enredado en el calor grávido de zumbidos: las moscas aún removían el aire perezoso con sus minúsculas alas.
El parqué crujió bajo los pies o mi peso hizo crujir el parqué, que no está claro el orden causal (si lo hubiera); seguía descalzo y desde las me llegaban noticias de un calor, una rugosidad, ninguna esperanza de comprender; indescriptible sensación de soledad, desamparo, abandono (¿por qué?): pensé en los calcetines (quiero decir que evoqué la imagen que me presentó la memoria), mansos, en la quietud de algún lugar del dormitorio; calcetines sin pies cabe la ropa esparcida (denuncia de una urgencia, ahora lejana, irreal), sobre, entre y por el mobiliario (escaso mobiliario) del dormitorio (la cama, quizá un par de sillas, nada de cortinas que velen la intimidad); pensé en su fosco, secreto hedor engendrado durante el deambular de la víspera. ¿Puede pensarse el olor?
Puedo pensarme pensando el olor.
Recordé (signos, grafías) la etimología de “persistente”, derivado de sistere: “colocar”; recordé que “existir” sólo es “salir” o “aparecer” y a diferencia de Dasein, la concreción espacio-temporal del Ser, advenimiento al mundo sin tener Ser (esencia: la existencia precede a la esencia; idea sólo concebible por el hablante de una lengua romance; definitivamente la palabra es una máscara).
Sólo un estar arrojado o exiliado del Ser; una nada cantante y danzante, como estos insectos voladores alrededor de mí: ridículo sería decir que son. Y, con todo, algo son, son moscas, son en un sentido vicario, analógico, como nosotros respecto al Dios del Aquinate.
Ser u oler son dos apariciones, dos cualidades que no radican en la Sustancia. Son dos rocas flotantes, proteicas y sin Ser; o al menos, más allá de lo la noticia que tengo de ellos.

conmocionó los goznes sin clemencia, obra de los nudillos sin duda descomunales del intruso, cuya existencia (en sentido etimológico) iba cobrando cuerpo (o eso empezaba a parecerme; ser o parecer, that´s the question) en el repertorio de manifestaciones sensibles que afirmaban su identidad.
Entonces, pertinaz, desde algún lugar profundo, lejano pero al alcance, se me insinuó vaporosa, tenue primero, como el gusto ferruginoso que persistía en el paladar, luego, semejante a un estremecimiento de la madera, era apenas unos trazos, como una tela de Pollock, figurando un perfil, insinuando una forma que rehuye informarse, una luz que se acerca peligrosamente y veloz por el túnel: la llegada de una idea en tren expreso y con retraso; exhortativa, imperativa: la idea siempre obliga, a diferencia de ese racimo de impresiones que ordenadas, llamamos “realidad”.
Y antes de resolverme a poner en marcha su dictado, antes de fallar en su favor (si es que alguna vez me dejó opción) me dirigí hacia el verde ausente. El manillar giró enigmáticamente entre mis dedos (aunque ya ajenos, como el mismo manillar), los goznes crujieron, una corriente de aire, seguida de luz, alivió la pesantez ambiental del cuarto.
Y una mujer. Una mujer que me miraba con los ojos asomados a sus cavidades; una mujer con la ojiva de las cejas escalando por la frente. Una mujer, y parecía tener prisa por decir algo (sin embargo, no la conocía); expulsar lo que ardía en su garganta e hinchaba la (aunque no era gorda). Pero retrocedía; la boca medio abierta, en lo que parecía un esforzado intento por encontrar algunas palabras, desatar un grito, expeler una blasfemia, pero seguía retrocediendo y en silencio(Ostia puta, aire fresco), le tendí una mano y ella, aferrada con las suyas a la barandilla, comenzó a bajar, sin volverse, sin dejar de clavar sus dos brasas en mí, con aparente prisa pero sin premura en el cauto y seguro descenso.
Cinco pisos (dejé de verla apenas llegó al rellano, pero conté los pasos: 60 escalones).
Luego, un portazo. La corriente de aire salvador. El aire es luz.
Vuelvo a entrar, pese al olor, pese a las moscas, pese a la tiniebla. Por si llaman y esta vez es Él.
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Soy el último hombre vivo. Soy el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo.

Pero el cabrón del teléfono me desmiente sonando una vez más.






1El título es obra del editor. De todos es sabido que Mr. Jones jamá titulaba sus obras, ello implicaba una premeditación, decía, que condenaba al escritor. Sus crímenes eran sólo en Tercer Grado.




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