sábado, 3 de marzo de 2012


UN MÉTODO PELIGROSO.



David Cronemberg ha sido uno de los autores con de forma más certera ha cifrado la segunda tópica freudiana, eludiendo con habilidad el manido simbolismo que nos legaran los surrealistas; su cine es demasiado concreto, físico y carnal para condescender con semejantes abstracciones y desplazamientos de un sentido al que nunca quiso desalojar de su habitación primera, en lo que habría sido una recreación bastarda, aunque de incuestionable valor estético, de las elaboraciones del inconsciente.
Otra mentira para hacérnoslo llevadero, para fecundar la neurosis.

La carne nos vuelve locos, llega a decir uno de los personajes de La mosca (The Fly, 1986) y de inmediato, el creador del tele-transportador comienza la improbable labor de enseñar a una máquina a enloquecer por la carne.
La sensibilidad que la capacita para el placer no la insensibiliza ante el dolor, sendos complementarios se implican, como Sade y Sacher-Masoch; sus fronteras no están claras; sin la proximidad del contrario, no existirían, su identidad vacila y cae ante los arrebatos del otro: el deseo se clava en el alma; el placer o el dolor, su extensión sensible, se inscribe en el cuerpo con el cincel diestro del goce o la herida: “Mi herida existía antes que yo, yo nací para encarnarla”, nos dirá Blanchot, en una fabulosa inversión de la relación causal que delata el apremio del deseo y su destino. En última instancia, la perspectiva dualista del psiquismo, consagra el conflicto y hace de la neurosis un mal unánime. 

La herida es la escritura cultural, la labor criminal del grupo que aherroja las energía pulsional del sujeto al tiro del arado. En Crash (Ídem, 1996) la cópula brutal entre naturaleza y cultura que se consuma con el accidente de tráfico, libera las pulsiones que no podrán ser ligadas para procurar una descarga inocua; se impone la enésima desviación fetechista (en la perversión se afirma la especifidad de lo humano); y Eros será incapaz de vencer a su poderoso oponente. Al fin lo orgánico tendrá su anhelado regreso a lo inerte, lejos del alcance de estímulos exteriores. Regresión propiciada irónicamente por esa cultura coercitiva y preservadora, dispensadora del “malestar” consiguiente.







Cronemberg renuncia a la narración para abocarnos a la contemplación de formas semovientes que se funden sucesivamente, con monótona devoción, sin pesar ni atisbo de emoción alguna. Elegía apocalíptica de la disolución de la identidad, como individuos y como especie; relato del nacimiento de la nueva carne (feliz hallazgo de la primera obra maestra de Cronembeg, Videodrome (Ídem, 1982) Las gélidas imágenes del film (el más hermoso del canadiense; el más hermético, dicen algunos, aunque a mí me parece el más explícito y directo) manifiestan con clarividente plasticidad la anómica voluntad que vive a los cuerpos (das Es), cuerpos que caminan, apenas se comunican, nunca comen, y coyundan sin descanso, ávidos de liberar esas tensiones insoportables que los posee, lanzados a la búsqueda del choque final que diluya su individualidad en la máquina, más allá del principio de todo.
Alguno incluso se profana la piel con la caligrafía fatal de la herida anhelada, esa cuyo destino fue encarnar.

Pero Cronemberg se hace mayor, y comienza a escarbar bajo la carne con un sentido genealógico, no para escapar de su grosera materialidad y una fragilidad manifiesta, menesterosa, al socaire descarnado de las cavernas gélidas del alma, no, lo hace para mostrar la dificultad para asumir el conflicto que se dirime en el núcleo del psiquismo y que remite a ella: la carne sigue siendo el Problema.




Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011), muestra dolorosamente la premisa básica del sistema de Freud (encarnado por un convincente Viggo Mortensen) y refleja la renuencia de una sociedad a la que el psicoanálisis golpeó con virulencia, arrumbando prejuicios seculares; llevándoles la peste.
Se ha llegado ha decir que fue la tercera gran humillación infringida a la especie humana (las anteriores fueron propinadas por Copérnico y Darwin)
Pero el pacato Jung (Michael Fassbender) se niega a aceptar que en el corazón del deseo se clave una voluntad que sólo aspira al goce sensual y trata de sublimar ese horror, trascender la materialidad grosera de la teoría sexual y dar una esperanza al enfermo, mostrarle un camino luminoso que le conduzca al Santo Grial (motivo que obsesionó toda su vida al suizo; y a Himmler), a la curación por la realización y no a un sombrío y resignado asentimiento.
Todo el discurso del film parece articularse ironizando sobre un fragmento de La psicología de la transferencia en la que Jung afirma: “Pero hay otras formas de concupiscencia instintiva que dimanan de la instintiva negación de los deseos, con lo que la vida aparece anclada en la angustia o la autoaniquilación.”
La pieza de Christopher Hampton en que se basa, sigue casi al pie de la letra el capítulo de la autobiografía de Jung Recuerdos, sueños y pensamientos consagrado a Freud, salvo por un detalle, la omisión de un personaje crucial: Sabina Spielrein (Keira Knightley), inspiradora de la existencia de una pulsión agresiva independiente (idea también defendida por Adler) En virtud de la transferencia mutua, Jung consigue sanar a la joven Sabina, consciente del peligro que supone recoger el sufrimiento del enfermo y compartirlo. (Freud trataba con cautela de minimizar tal fenómeno, razón de que el médico se sitúe tras el enfermo, fuera de su campo visual)
De forma paralela asistimos a sus primeros encuentros con Freud, dilatados en largas charlas, en las que el vienés se llegó a convencer de haber encontrado al heredero de la corona, un “hijo”. A Jung le incomoda que le haga prometer que no abandone nunca la teoría sexual. Ve en ella un dogma y la constatación del endiosamiento del maestro. El hecho de que Freud de continuo enarbole su condición de judío para justificar el rechazo que la teoría psicoanalítica provoca, se le antoja de un victimismo sibilino que busca eludir la crítica recurriendo a la falacia ad hominem: todo aquel que ose a contradecirle es tachado de inmediato de antisemita.
Freud llega a afirmar, en un intento de vencer la resistencia de su colega: queremos entender y aceptar y le reprochará, más tarde, querer sustituir un delirio por otro. De igual modo, cuando la ruptura va camino de consumarse, instará a Sabina a abandonar su ilusión de una unión mística con un “rubio Sigfrido”, enarbolando el consabido argumento de que ambos son judíos.

El film acaba siendo la crónica de una doble “traición”.
A la teoría sexual por un lado: Jung se niega a “aceptar”, quiere ofrecer con el análisis la posibilidad de reinventarse, convertirse en lo que siempre se ha querido ser. De ahí su recurso al mito como nueva encarnación del Espíritu hegeliano; no otra cosa acaba siendo su teoría del arquetipo colectivo: encarnación de un sujeto supra-individual (pero no supra-nacional) que manifiesta en los sueños y las artes.
Ser fiel al propio deseo, nos dice Freud, no equivale a su realización, sino a reconocerlo y asumirlo, aún cuando no sea probable su cumplimiento. Jung traiciona a su deseo.

La segunda traición de Jung será a la ayudante Spielrein. Jung parece negarse a aceptar su deseo, sentirse dominado por él, quizá porque vulnera su moral pequeñoburguesa, quizá, porque en su fuero interno, sabe que transigiendo con él, le da la razón a Freud. Cuando le refiere a Sabina sus reticencias hacia el pansexualismo freudiano, ella observa que, en su caso, habría tenido razón, evidencia ante la cual Jung asiente con un silencio rencoroso. Pero ya antes de que comenzaran su relación, tras el relato de uno de sus sueños, Freud le responde que, si se tratara de un paciente, le diría que tras la elaboración onírica, se agazapaba un irreprimible deseo sexual. Naturalmente, no se equivocaba.
En ambos casos, el orgullo de Jung recibe un duro golpe. Pero se niega a aceptar, niega la naturaleza de su deseo (aunque a corto plazo les dé salida durante su infidelidad con Sabina) y opta, a la postre, por evadirse hacia un chamanismo místico.

Para aquilatar debidamente el valor de los rótulos que cierran el film hay que saber que Jung aceptó dirigir la Sociedad Alemana de Psicoterapia bajo control nazi y que llegó a distinguir entre un inconsciente ario y otro judío; a proponer una “psicología de las naciones”. Pese a todo, se convirtió en el más destacado representante del movimiento (no se pondera su aportación específica a la escuela, tan sólo la consideración social de que gozó en su momento).
Murió en paz...
Freud, en cambio, pasó su agonía en el exilio. Sabine, fue fusilada frente a una sinagoga.



Como siempre, Cronemberg evita la identificación del espectador con sus personajes, de modo que Freud por momentos, se nos aparece como un petulante y soberbio profeta de una nueva religión, receloso de la posición económica de que goza Jung y de su condición de ario, ridículamente acosado por los presuntos deseos parricidas de aquél. Jung, por otro lado, es un mojigato y autocomplaciente hipócrita que traiciona a su mujer y a su amante, en ambos casos por cobardía. Que convierte la negación de sus deseos en la afirmación de otro orden con el que aspira a dispensar una curación que al tiempo realice todas las potencias del individuo. Sin embargo, no puede sustraerse a los zurriagazos del deseo rencoroso, de los reproches de la carne ávida.
Y acaba postrado contra su melancolía: una peligrosa disociación en el seno del Yo ante la imposibilidad de ligar el deseo con su objeto.

Como bien nos muestra Otto Gross (Vincent Cassel) lo mejor que se puede hacer con el deseo es cumplirlo. ¿Por qué diablos nos resultará tan difícil?


2 comentarios:

  1. Excelente reseña ,Marcus.El contexto sociocultural y la vida de los personajes influyen en sus respectivas teorías.Ya que somos sujetos , somos subjetivos;si fuéramos objetos seríamos objetivos.Esto se da con mas virulencia en el psicoanálisis tan señalado por los cientificistas.Jung , como bien dices ,presenta el complejo de Sísifo, rebelándose continuamente contra la absurda esclavitud del deseo carnal.
    Como dice el antiguo testamento : "Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja de Yahveh su corazón" Jr 17, 5

    ResponderEliminar
  2. Los prejuicios cientifistas y fisicalistas que enarbolaron algunos como Carnap desde la filosofía de la ciencia, o Skinner desde la psicología, contra el psicoanálisis están obsoletos. Hay un filósofo del lenguaje, Hilary Putnam, defensor de una tesis (el Internalismo) que sostiene que nuestra descripción del mundo se hace siempre desde una teoría (la famosa carga teórica), de modo que la "verdad" en ciencia, no es más que la coherencia de nuestras creencias (la teoría) con nuestras experiencias (las que a su vez no se sustraen de nuestro sistema de creencias; solo puedo experimentar lo que me parece posible (es decir, creíble), y no su supuesta correspondencia con los hechos independientes de la mente: ¿existe algo independiente de la mente? (el Noúmeno kantiano) Lo único que puedo decir de lo que hay fuera de mí, como sujeto, es afirmar ciertas regularidades (Hume)
    Leí por vez primera a Freud en COU, "El malestar en la cultura", por tanto es uno de los pilares más firmes de mi formación; nunca lo ha abandonado ni me he sentido defraudado por él. Lo mismo podría decir de Jung, por cierto, pese a todas las sombras que le acompañan (como a todos), la crítica literaria, por ejemplo, le debe mucho...y mi querido Jorodowsky. Me apasionan los mitos, y su teoría del arquetipo colectivo me parece la más certera descripción de la comunidad de los grandes escritores que componen nuestro canon literario.

    ResponderEliminar