domingo, 25 de marzo de 2012

APOCALIPSIS POP!





Pequeñas unidades de resistencia cinematográfica entre el abismo y la belleza. 
Aarón Rodríguez.




Venimos hoy a hablar de un libro iniciático, a despecho de su título: Apocalipsis Pop!, de Aaron Rodríguez. Un libro que quiso ser una canción y es una elegía.

 Un libro que versa sobre un cine que pretende hacerse cargo del malestar de un sujeto que padece (…) un extraño rasgo inherente a las sociedades del bienestar (…) Un libro que en realidad es nuevo tratado sobre la postmodernidad (etiqueta que a base de ser repetida hasta la nausea, se había vaciado de sentido; Aarón recupera su significado prístino con clarividente precisión y oportunidad notable) en cuanto que rastrea genealógicamente las consecuencias de la falta de legitimazación y fundamento, la ausencia de los grandes relatos, la quiebra de la representación clásica y la ruptura con los modos canónicos que impiden el anclaje del sentido de las imágenes disparando los simulacros por doquier. Eso del lado, digamos, de la estética.
 Pero el libro se propone una labor de crítica cultural, ofrecer un análisis del espíritu tuberculoso de nuestro tiempo, reivindicar a una generación que ha perdido el hábito de la lucha y aboga, en el mejor de los casos, por la resistencia; la autopsia de una sociedad que sólo procura el bienestar de los cuerpos, ¿y que hay del alma? El análisis se centra en la construcción de la masculinidad a través de ciertos iconos pop y de ahí, testimonia su progresivo declive, la erosión de la figura paterna, la oruga que rosiga el andamiaje sobre el que se encaramaba y la desarticulación de la familia nuclear, venero en ocasiones de la violencia.
 Y la neurosis, la psicosis y la enajenación. La crueldad y la rabia, como respuestas al malestar.
 Aarón repara en la exquisita paradoja que la sociedad del bienestar conlleva: El sujeto occidental de las sociedades capitalistas del bienestar (…) sigue localizando en su interior una angustia, un extrañamiento, un dolor. La satisfacción de nuestros deseos choca frontalmente con la obstinación de Lo Real.
 Aaron le otorga a ciertos productos de la cultura popular una cualidad salvífica, que al menos yo (a estas alturas, devoto de sus textos) no puedo menos que suscribir. Porque Aaron, quiéralo él o no, se va convirtiendo en un profeta de las postrimerías, albacea del dolor y el gozo de la Vieja Europa. Serán las raíces semíticas que yo le aventuro. Será su aspecto de sabio cabalista. El caso es que en este libro se nos confirma como un francotirador que acierta a helarnos el alma con el análisis de textos que nos eran familiares, íntimos. Hasta que él los desnudó y nos los devolvió con un vómito de lucidez a través del tamiz de su prosa impúdica, como una adolescente violada es devuelta a los brazos de su padre, sin opción al repudio: la ama demasiado.
 Aaron tiene la manía, la añoranza, de la generación. Y nos habla a nosotros, hijos de una generación innominada, innombrable, Post-todo: la generación que aguarda el planeta azul (¿Aún esperas que Von Trier nos salve?: Tarkovski no volverá) . Nos precedió la Generación X, la que retrató Ben Stiller (uno de los reproches que le hago, por su olvido). La generación que, en literatura encarnaron (Dios les confunda), Ray Loriga, Mañas y el Kronen al que tanto jodía ir los sábados por la noche; la infame y planetaria Lucía de los cuerpos celestes (ninguno se llamaba Melancolía) ¿Qué nombre nos aguarda en los archivos de la Historia, Aaron? Tiene razón Fukuyama, la Historia ha muerto: ¡Viva el 11-S! ¡Viva la Primavera Árabe!

 Pero, dejemos de chuparnos las pollas, que diría el señor Lobo.

 El libro se estructura en cuatro grandes bloques (pasos de baile, los llama, sugiriendo una invitación a la lectura, una lectura que nos lleva en volandas por el parqué). El primero gira en torno a algunos de los episodios y figuras más gloriosas de la música de la segunda mitad del siglo XX y sus testimonios fílmicos. Del jovial cuarteto de Liverpool a los siniestros chicos londinenses que vendieron su alma blanca al diablo negro. De Let it Be a Let it Bleed. De la fresca edición de Richard Lester (autor meritorio y, creo, que a descubrir) a la clausura del tiempo (la duración en un sentido bergsoniano) que operó el maestro Godard, en su autopsia de la gestación de Sympathy for the Evil.
 La fiesta acabó como terminan las cosas que terminan, con el cadáver exquisito y distópico de Altamont, servido frío en el calor de la muchedumbre, como una venganza memorable urdida los Maysles a su mayor gloria; el cadáver de Mederith sucumbe bajo el pulgar del amor y la libertad que una tarde de verano diera comienzo al festival de Woodstock.
 Porque el puñetero Aaron se empeña en recordarnos que la jarana acaba con monótona rutina: los sueños, de la Razón o no, siempre engendran monstruos. Y no contento con ello, sin condescender con la tentación de mixtificar la tragedia, nos transporta hasta la resaca Punk con Ian Curtis: su memento mori no evita mostrarnos lo que nos complacen los hermosos cadáveres de nuestra cultura canibal, víctimas propiciatorias de un éxito que nos hiere y envidiamos; cuya muerte esperamos entre impacientes y resignados: el material con que se hacen los mitos. Y dinero, ya que estamos.
Así, los muñecos rotos que una vez fueran dioses sobre el escenario aparecen como heraldos del deseo frustrado, simulacros de su cumplimiento diferido que con su muerte, dispensan un goce tibio pero sostenido que se desgrana en el racimo de ediciones limitadas, remasterizadas o definitivas que pueblan nuestras discotecas; o degradadas en bastardas creaciones infográficas que pasean sin pudor los supervivientes del naufragio por el palacio de deportes de turno durante el enésimo concierto de la temporada.
 El análisis de Control, sirve a Aaron para plantear la erosión de la figura paterna en las sociedades del bienestar. El relato de su mal asumida partenidad o la gestación de She lost control, es francamente memorable: ahí alza vuelo el analista que desentraña con su afilado visturí la urdimbre de la sendas secuencias: toda una lección de análisis cinematográfico. Pero la cosa no a hecho más que empezar.
Luego vienen Pink Floyd con The Wall bajo el brazo y su puesta en imágenes por Alan Parker (quien nos regaló una radiografía anticipada de nuestra propia generación) en lo que será una profunda reflexión sobre la quiebra del proceso encarnado por el Padre. Malos tiempos para la falocracia.
 Más tarde asoman Quadrophenia, Bowie y un brillante destello acerca de Bailar en la oscuridad que nos sabe a poco.

 El bloque segundo nos acerca a una de las creaciones más poderosas de la segunda mitad del siglo, James Bond. Paradigma de la masculinidad y el eurocentrismo gestado al socaire de la mal llamada Guerra Fría, icono de la dominación occidental. Para los que crecimos fascinados por el asesino a sueldo de su Majestad y babeamos de envidia por la legión de ninfas que se trasiega, disfrutar de un análisis de altura como ante el que estamos, es una alegría con la que ya no contábamos (cada vez contamos con menos cosas, la verdad) Pocos personajes han explicitado con tanta precisión las complejas relaciones entre el hombre, la culpa, el deber y la ley.
 Connery sienta las bases de un personaje monolítico, hierático, sin fisuras, tan letal con los villanos como infalible con las damas, una masculinidad inquebrantable que empezará a tambalearse al poco de dejar vacante el puesto que ocupa Lazenby en la estimable Al servicio secreto de su Majestad, donde el interino incurre en una negligencia imperdonable que compromete fatalmente el resto de la serie: se enamora. Naturalmente, tales debilidades no le estaban permitidas y recibe su justo castigo: la Señora Bond es asesinada. Bond se humaniza y pese que este enojoso rasgo recién adquirido sea ignorado por el nuevo pretendiente al cargo, Roger Moore, la culpa surge inoportuna cuando menos se la esperaba en La espía que me amó. 
Para más inri, un Moore ya consolidado, envejece como 007 y ya se sabe que el tiempo no hace distingos: es asquerosamente democrático; el mito se erosiona corroído de cansancio y más culpa.
Ya a finales de los 80, Timothy Dalton se embute en el agente. Pero algo ha cambiado, no es el llamado del deber al que acude sino a una incontenible sed de venganza que salpica de sangre las dos cintas que protagoniza: los ejes del amor y de la violencia se anudan en la imposibilidad de ser atravesados por lo sagrado. Dalton carece del sentido del humor de su predecesor en la misma medida que adolece de su sentido del deber.
Y así, la serie llega a los noventa y a Pierce Brosnan, cuando, se suponía, la Historia había acabado: la secuencia de créditos de Goldeneye es una celebración pop del óbito.
 Con el último actor en encarnar al personaje, Daniel Craig, éste adquiere una dimensión más profunda: asistimos a la construcción del héroe con la argamasa de la violencia, de igual modo, y atendiendo a uno de los aspectos más interesantes de la serie, el momento histórico (sí, seguimos en la brecha de la Historia) actual moldea su ideología, Aaron repara en las conexiones explícitas entre el eje de la Ley, el Capital, y la subvención de las actividades terroristas.
 La conclusión es tremenda: hace falta un héroe brutal para protegernos del terror. Pero en la creación del mito se debe dar un paso más allá de la violencia camino de la empatía: El héroe no puede serlo hasta que no integra la mirada del Otro en su horizonte vital.
 El capítulo consagrado a Casino Royale alcanza una de las cotas más altas en un libro de ochomiles.

 El tercer paso de baile nos lleva hacia las melodías interpretadas por Danny Boyle, autor por el que no siento excesiva simpatía, a pesar de Trainspotting. Cabe destacar un brillante y breve repaso al cine que marcó nuestra generación, a los autores moldearon aquella iconografía, ese cine que tanto nos está costando a algunos aceptar como referente: ¿Por qué? Acusamos de adanismo (educadamente) o simple ignorancia al insensato que osa a encumbrar las obras de los Waichoswki, Fincher o Nolan al Olimpo cinematográfico, pero lo cierto es que sus obras junto a las de Boyle, Ritchie o de la Iglesia fueron rápidamente adoptadas de una manera discreta pero honesta por las legiones de espectadores que convirtieron en material pop (…) cine de identidad y de rechazo frente a otras propuestas comerciales. 
Bien es cierto, que esta ola de cineastas pronto fue fagocitada por la maquinaria comercial (la sociedad del bienestar se ha mostrado infinitamente más eficaz que cualquier dictadura ante la disidencia), pero en sus trabajos primerizos dieron cumplida cuenta del malestar de la figura masculina.
 En la introducción al cine de Boyle radica una de las reflexiones más interesantes del libro en cuanto al rumbo que debe tomar la crítica (en este sentido, toda la obra de Aarón es un manifiesto sotto voce).
Para empezar, acoger a sus referentes fílmicos, superar la melancolía en la que muchos languidecemos (y que gracias a Aarón, comenzamos a conjurar), la añoranza de un cine que no volverá, que nada quiere saber de nosotros, que sólo puede conducirnos, en el ejercicio crítico, al lugar común, a la asepsia del estudio divulgativo. Reescribir la Historia del Cine como la chavalada del 27 hizo con la Historia de la Literatura. Ignoro si esto es a lo que llaman Nueva Cinefilia, pero bien podría serlo.

 El cuarto bloque es una miscelánea en la que transitamos por una serie de obras que miran a los ojos de la violencia, que apuñalan los ojos de la audiencia, que hace equilibrismo en los límites de lo representable y muestra la capacidad del arte para mediar en las relaciones del sujeto con la violencia.
Y cuando miras al abismo, sabemos que la mirada nos es devuelta y no es posible salir indemnes: somos incluidos en el vértigo. Como nadie sale indemne después Irreversible: el cine como experiencia extrema, ideológica y visualmente. Después de los veintitrés golpes de extintor que el Filósofo propina al Tenia como correctivo total.
Y lo peor está por llegar. Del Rectum al Túnel, Noé urde una geografía que transita del goce al dolor, que problematiza al cuerpo como habitación de ambos.
 De Irreversible llegamos, en ese Vals de Mefisto sobre el que Aarón nos lleva en volandas, a Anticristo, otro texto definitivo y total. Reescritura del Génesis y la Caída, la aparición del Mal y su puesta devastadora en imágenes. De nuevo la conexión entre el goce y la destrucción. El fin del trayecto lo pone Rob Zombie, una de las sorpresas más gratas de la última década (Aviso a navegantes: acaba de salir en DVD Halloween II). Zombie localiza en la familia, sagrada institución amenazada por doquier (como afirmaba en fechas recientes Juan Manuel de Prada en sus Lágrimas en la lluvia), el germen de la violencia, y se alza como uno de los alumnos aventajados de la postmodernidad por la asunción de sus referentes culturales y la perversión de los códigos genéricos.

 El epílogo, que no es una salida (Aarón sabe que no es posible salir de su texto, que estamos condenados a pensarlo hasta la locura u optar por el remedio expeditivo al que se acogía el protagonista de Pi, fe en el caos), nos regala una joya que no me resisto a transcribir: Todas las generaciones (…) se componen de un puñado de hombres y mujeres valientes y un enorme rastro adiposo que aspira a morirse sin hacer demasiado ruido dejando a sus hijos una casa, un título superior, un crucifijo -o una foto del Ché, tanto da-...Pasan por una existencia llena de abismos sin comprender los inmensos fogonazos de belleza, pasión, furia, ansia y perfección que nos rodean.
La ostia.
 Creo que la gran sabiduría que contiene este libro sabio es que debemos liberar la mirada para aprender a mirar sin ojos présbitas, olvidarnos del canon, quemar a Bazin, para que, libres de débitos y modelos, tratemos de escuchar las imágenes que nos hablan y se nos ofrecen, pensarlas necesariamente desde nuestros prejuicios para ampliar el círculo hermeneútico. Pero pensarlas no desde Ford o Hitchcock, sino desde su singularidad irreductible a la tradición, desde un presente imperativo. Sólo así será posible el aprendizaje. Sólo así se justifica la labor crítica.

 Aaron nos está enseñando todo esto y después de Apocalipsis Pop! algo tendrá que cambiar.

jueves, 15 de marzo de 2012

LAS CRÓNICAS APÓCRIFAS DE MR. JONES (O DEJEMOS DE LEER A HUME DE UNA VEZ POR TODAS)





Because something is happenimg here
But you don´t know what it is...
............................
BOB DYLAN


Y supe de él una vez más.

Fue en el lugar menos literario del mundo: durante un acto social de ANAGRAMA. Sergio Pitol, en el decurso de una conversación que giraba en torno a la decadencia del ejercicio de la papiroflexia entre escritores, antaño tan prolífico y deseable -¿Qué destino más noble podían hallar manuscritos poblados de balbuceos en pos de la belleza y tachonados con furia? Hubo quién cultivó un jardín en su escritorio; otros preferían urdir unicornios o lepidópteros de celulosa), y ahora declinante, lamentaba nostálgico: “Lo digital ha llevado al olvido del papel, con la honrosa excepción de Mr. Jones, claro está”.
Esas dos palabras me sacudieron la modorra en que me sume de sólito el acento lánguido del Cervantes (cualidad somnífera solidaria con su prosa) Pero entonces alguien dijo algo y el relato tomó fatalmente un nuevo rumbo. Y Mr. Jones se escurrió entre los dedos de mi curiosidad.
Por un albur, coincidí con Pitol semanas después en Praga. Las circunstancias, parecidas, pero esta vez, tras la adulación y el papeo, pude arrastrarlo a una taberna; lejos de la lluvia. Primero serví a la cortesía. No falté a la cita con el otro ejercicio dilecto del escritor: el lameculismo epigonal.
Luego, saltó al ruedo Mr Jones. 
Atrochando por entre las galerías laberínticas que urdió en su relato (un tanto embrollado por la cerveza), el encuentro que mostró al mexicano la pervivencia del noble arte de reciclar el papel con fines artísticos, fue como sigue: Pitol caminaba bajo el frío de San Petesburgo cuando reparó en un mendigo que ofrecía al transeúnte flores de papel, conmovido por el hallazgo que apelaba a su afición, se acercó y, hete aquí, que, los harapos guarecían del bajo cero al escurridizo Mr. Jones (inconfundible su tabique nasal cuarteado; el plomo de sus ojos) 
Tras rechazar desairado el ofrecimiento samaritano de Pitol (al que, humillado, fingió no reconocer), aceptó una suma desorbitada por el “jarrón de crótalos” con estalactitas. 
Ya en la habitación del hotel y aún con el que-pequeño-es-el-mundo tensándole la sonrisa, examinó como perito la torpe industria con que habían sido elaboradas las flores. 
En el trance, se percató de que el papel estaba garabateado.
Deshizo sin demasiado pesar cada flor y encontró un texto disperso en cada tallo, pétalo y peristilo. Ordenó las siete cuartillas. Apenas las leyó (no soportaba su estilo anquilosado, su prosa académica, la interminable sucesión de subordinaciones que enredaban el curso de unas acciones mínimas, el tufillo pedante de sus “relatos filosóficos” que abrumaban al lector con plúmbeas digresiones), pero lo conservó (desmintiendo su aversión) como un raro trofeo. Y me lo ofreció. Lo acepté con temor y temblor. Me apresté a publicarlo. Faltan palabras, tal vez párrafos. El estilo no se acuerda de los éxtasis de su periodo tardo-modernista. Sin apenas anécdota, el mundo se reduce a mera especulación.
La situación esbozada puede ser trivial o terrible.
Si al lector le resulta valioso o no, ya no me incumbe. Ahora es suyo.
 Ahí va.

Aún cimbraba en la oscuridad el último timbre del teléfono pero más allá de la puerta, desde el otro lado de su verde pálido, se aproximaron unos pasos disparejos, arrastrados penosamente por la fatiga que un quinto impone. Luego la luz del trazó el contorno del marco, brillante entre los quicios: como un portal al otro lado. Por alguna razón el hombre (porque tenía que ser un hombre) no anunciaba su presencia; por algún motivo peregrino o avieso, evitaba hacer presión sobre el el icono desvaído (me había fijado, durante el par de segundos de duda antes de pulsar yo mismo), desdibujado por una legión de dactilares impacientes (supongo), bañados en sudor (presumo). Solidarios en la culpa (de eso, no hay duda).
Se dejaba escuchar un resuello grueso y tabacoso contra la madera e imaginé al fulano llevándose la mano a un costado. Contuve la respiración tratando desmentir con el silencio mi presencia, tan pertinaz como la del gordo invisible que aguardaba la llegada del aliento apenas a un metro, oculto tras los estertores y el verde incoloro.

Y el segundo aviso llegó en forma de un ding sordo que apenas se elevó para caer enredado en el calor grávido de zumbidos: las moscas aún removían el aire perezoso con sus minúsculas alas.
El parqué crujió bajo los pies o mi peso hizo crujir el parqué, que no está claro el orden causal (si lo hubiera); seguía descalzo y desde las me llegaban noticias de un calor, una rugosidad, ninguna esperanza de comprender; indescriptible sensación de soledad, desamparo, abandono (¿por qué?): pensé en los calcetines (quiero decir que evoqué la imagen que me presentó la memoria), mansos, en la quietud de algún lugar del dormitorio; calcetines sin pies cabe la ropa esparcida (denuncia de una urgencia, ahora lejana, irreal), sobre, entre y por el mobiliario (escaso mobiliario) del dormitorio (la cama, quizá un par de sillas, nada de cortinas que velen la intimidad); pensé en su fosco, secreto hedor engendrado durante el deambular de la víspera. ¿Puede pensarse el olor?
Puedo pensarme pensando el olor.
Recordé (signos, grafías) la etimología de “persistente”, derivado de sistere: “colocar”; recordé que “existir” sólo es “salir” o “aparecer” y a diferencia de Dasein, la concreción espacio-temporal del Ser, advenimiento al mundo sin tener Ser (esencia: la existencia precede a la esencia; idea sólo concebible por el hablante de una lengua romance; definitivamente la palabra es una máscara).
Sólo un estar arrojado o exiliado del Ser; una nada cantante y danzante, como estos insectos voladores alrededor de mí: ridículo sería decir que son. Y, con todo, algo son, son moscas, son en un sentido vicario, analógico, como nosotros respecto al Dios del Aquinate.
Ser u oler son dos apariciones, dos cualidades que no radican en la Sustancia. Son dos rocas flotantes, proteicas y sin Ser; o al menos, más allá de lo la noticia que tengo de ellos.

conmocionó los goznes sin clemencia, obra de los nudillos sin duda descomunales del intruso, cuya existencia (en sentido etimológico) iba cobrando cuerpo (o eso empezaba a parecerme; ser o parecer, that´s the question) en el repertorio de manifestaciones sensibles que afirmaban su identidad.
Entonces, pertinaz, desde algún lugar profundo, lejano pero al alcance, se me insinuó vaporosa, tenue primero, como el gusto ferruginoso que persistía en el paladar, luego, semejante a un estremecimiento de la madera, era apenas unos trazos, como una tela de Pollock, figurando un perfil, insinuando una forma que rehuye informarse, una luz que se acerca peligrosamente y veloz por el túnel: la llegada de una idea en tren expreso y con retraso; exhortativa, imperativa: la idea siempre obliga, a diferencia de ese racimo de impresiones que ordenadas, llamamos “realidad”.
Y antes de resolverme a poner en marcha su dictado, antes de fallar en su favor (si es que alguna vez me dejó opción) me dirigí hacia el verde ausente. El manillar giró enigmáticamente entre mis dedos (aunque ya ajenos, como el mismo manillar), los goznes crujieron, una corriente de aire, seguida de luz, alivió la pesantez ambiental del cuarto.
Y una mujer. Una mujer que me miraba con los ojos asomados a sus cavidades; una mujer con la ojiva de las cejas escalando por la frente. Una mujer, y parecía tener prisa por decir algo (sin embargo, no la conocía); expulsar lo que ardía en su garganta e hinchaba la (aunque no era gorda). Pero retrocedía; la boca medio abierta, en lo que parecía un esforzado intento por encontrar algunas palabras, desatar un grito, expeler una blasfemia, pero seguía retrocediendo y en silencio(Ostia puta, aire fresco), le tendí una mano y ella, aferrada con las suyas a la barandilla, comenzó a bajar, sin volverse, sin dejar de clavar sus dos brasas en mí, con aparente prisa pero sin premura en el cauto y seguro descenso.
Cinco pisos (dejé de verla apenas llegó al rellano, pero conté los pasos: 60 escalones).
Luego, un portazo. La corriente de aire salvador. El aire es luz.
Vuelvo a entrar, pese al olor, pese a las moscas, pese a la tiniebla. Por si llaman y esta vez es Él.
….........................................................................................................................................................

Soy el último hombre vivo. Soy el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo.

Pero el cabrón del teléfono me desmiente sonando una vez más.






1El título es obra del editor. De todos es sabido que Mr. Jones jamá titulaba sus obras, ello implicaba una premeditación, decía, que condenaba al escritor. Sus crímenes eran sólo en Tercer Grado.




sábado, 3 de marzo de 2012


UN MÉTODO PELIGROSO.



David Cronemberg ha sido uno de los autores con de forma más certera ha cifrado la segunda tópica freudiana, eludiendo con habilidad el manido simbolismo que nos legaran los surrealistas; su cine es demasiado concreto, físico y carnal para condescender con semejantes abstracciones y desplazamientos de un sentido al que nunca quiso desalojar de su habitación primera, en lo que habría sido una recreación bastarda, aunque de incuestionable valor estético, de las elaboraciones del inconsciente.
Otra mentira para hacérnoslo llevadero, para fecundar la neurosis.

La carne nos vuelve locos, llega a decir uno de los personajes de La mosca (The Fly, 1986) y de inmediato, el creador del tele-transportador comienza la improbable labor de enseñar a una máquina a enloquecer por la carne.
La sensibilidad que la capacita para el placer no la insensibiliza ante el dolor, sendos complementarios se implican, como Sade y Sacher-Masoch; sus fronteras no están claras; sin la proximidad del contrario, no existirían, su identidad vacila y cae ante los arrebatos del otro: el deseo se clava en el alma; el placer o el dolor, su extensión sensible, se inscribe en el cuerpo con el cincel diestro del goce o la herida: “Mi herida existía antes que yo, yo nací para encarnarla”, nos dirá Blanchot, en una fabulosa inversión de la relación causal que delata el apremio del deseo y su destino. En última instancia, la perspectiva dualista del psiquismo, consagra el conflicto y hace de la neurosis un mal unánime. 

La herida es la escritura cultural, la labor criminal del grupo que aherroja las energía pulsional del sujeto al tiro del arado. En Crash (Ídem, 1996) la cópula brutal entre naturaleza y cultura que se consuma con el accidente de tráfico, libera las pulsiones que no podrán ser ligadas para procurar una descarga inocua; se impone la enésima desviación fetechista (en la perversión se afirma la especifidad de lo humano); y Eros será incapaz de vencer a su poderoso oponente. Al fin lo orgánico tendrá su anhelado regreso a lo inerte, lejos del alcance de estímulos exteriores. Regresión propiciada irónicamente por esa cultura coercitiva y preservadora, dispensadora del “malestar” consiguiente.







Cronemberg renuncia a la narración para abocarnos a la contemplación de formas semovientes que se funden sucesivamente, con monótona devoción, sin pesar ni atisbo de emoción alguna. Elegía apocalíptica de la disolución de la identidad, como individuos y como especie; relato del nacimiento de la nueva carne (feliz hallazgo de la primera obra maestra de Cronembeg, Videodrome (Ídem, 1982) Las gélidas imágenes del film (el más hermoso del canadiense; el más hermético, dicen algunos, aunque a mí me parece el más explícito y directo) manifiestan con clarividente plasticidad la anómica voluntad que vive a los cuerpos (das Es), cuerpos que caminan, apenas se comunican, nunca comen, y coyundan sin descanso, ávidos de liberar esas tensiones insoportables que los posee, lanzados a la búsqueda del choque final que diluya su individualidad en la máquina, más allá del principio de todo.
Alguno incluso se profana la piel con la caligrafía fatal de la herida anhelada, esa cuyo destino fue encarnar.

Pero Cronemberg se hace mayor, y comienza a escarbar bajo la carne con un sentido genealógico, no para escapar de su grosera materialidad y una fragilidad manifiesta, menesterosa, al socaire descarnado de las cavernas gélidas del alma, no, lo hace para mostrar la dificultad para asumir el conflicto que se dirime en el núcleo del psiquismo y que remite a ella: la carne sigue siendo el Problema.




Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011), muestra dolorosamente la premisa básica del sistema de Freud (encarnado por un convincente Viggo Mortensen) y refleja la renuencia de una sociedad a la que el psicoanálisis golpeó con virulencia, arrumbando prejuicios seculares; llevándoles la peste.
Se ha llegado ha decir que fue la tercera gran humillación infringida a la especie humana (las anteriores fueron propinadas por Copérnico y Darwin)
Pero el pacato Jung (Michael Fassbender) se niega a aceptar que en el corazón del deseo se clave una voluntad que sólo aspira al goce sensual y trata de sublimar ese horror, trascender la materialidad grosera de la teoría sexual y dar una esperanza al enfermo, mostrarle un camino luminoso que le conduzca al Santo Grial (motivo que obsesionó toda su vida al suizo; y a Himmler), a la curación por la realización y no a un sombrío y resignado asentimiento.
Todo el discurso del film parece articularse ironizando sobre un fragmento de La psicología de la transferencia en la que Jung afirma: “Pero hay otras formas de concupiscencia instintiva que dimanan de la instintiva negación de los deseos, con lo que la vida aparece anclada en la angustia o la autoaniquilación.”
La pieza de Christopher Hampton en que se basa, sigue casi al pie de la letra el capítulo de la autobiografía de Jung Recuerdos, sueños y pensamientos consagrado a Freud, salvo por un detalle, la omisión de un personaje crucial: Sabina Spielrein (Keira Knightley), inspiradora de la existencia de una pulsión agresiva independiente (idea también defendida por Adler) En virtud de la transferencia mutua, Jung consigue sanar a la joven Sabina, consciente del peligro que supone recoger el sufrimiento del enfermo y compartirlo. (Freud trataba con cautela de minimizar tal fenómeno, razón de que el médico se sitúe tras el enfermo, fuera de su campo visual)
De forma paralela asistimos a sus primeros encuentros con Freud, dilatados en largas charlas, en las que el vienés se llegó a convencer de haber encontrado al heredero de la corona, un “hijo”. A Jung le incomoda que le haga prometer que no abandone nunca la teoría sexual. Ve en ella un dogma y la constatación del endiosamiento del maestro. El hecho de que Freud de continuo enarbole su condición de judío para justificar el rechazo que la teoría psicoanalítica provoca, se le antoja de un victimismo sibilino que busca eludir la crítica recurriendo a la falacia ad hominem: todo aquel que ose a contradecirle es tachado de inmediato de antisemita.
Freud llega a afirmar, en un intento de vencer la resistencia de su colega: queremos entender y aceptar y le reprochará, más tarde, querer sustituir un delirio por otro. De igual modo, cuando la ruptura va camino de consumarse, instará a Sabina a abandonar su ilusión de una unión mística con un “rubio Sigfrido”, enarbolando el consabido argumento de que ambos son judíos.

El film acaba siendo la crónica de una doble “traición”.
A la teoría sexual por un lado: Jung se niega a “aceptar”, quiere ofrecer con el análisis la posibilidad de reinventarse, convertirse en lo que siempre se ha querido ser. De ahí su recurso al mito como nueva encarnación del Espíritu hegeliano; no otra cosa acaba siendo su teoría del arquetipo colectivo: encarnación de un sujeto supra-individual (pero no supra-nacional) que manifiesta en los sueños y las artes.
Ser fiel al propio deseo, nos dice Freud, no equivale a su realización, sino a reconocerlo y asumirlo, aún cuando no sea probable su cumplimiento. Jung traiciona a su deseo.

La segunda traición de Jung será a la ayudante Spielrein. Jung parece negarse a aceptar su deseo, sentirse dominado por él, quizá porque vulnera su moral pequeñoburguesa, quizá, porque en su fuero interno, sabe que transigiendo con él, le da la razón a Freud. Cuando le refiere a Sabina sus reticencias hacia el pansexualismo freudiano, ella observa que, en su caso, habría tenido razón, evidencia ante la cual Jung asiente con un silencio rencoroso. Pero ya antes de que comenzaran su relación, tras el relato de uno de sus sueños, Freud le responde que, si se tratara de un paciente, le diría que tras la elaboración onírica, se agazapaba un irreprimible deseo sexual. Naturalmente, no se equivocaba.
En ambos casos, el orgullo de Jung recibe un duro golpe. Pero se niega a aceptar, niega la naturaleza de su deseo (aunque a corto plazo les dé salida durante su infidelidad con Sabina) y opta, a la postre, por evadirse hacia un chamanismo místico.

Para aquilatar debidamente el valor de los rótulos que cierran el film hay que saber que Jung aceptó dirigir la Sociedad Alemana de Psicoterapia bajo control nazi y que llegó a distinguir entre un inconsciente ario y otro judío; a proponer una “psicología de las naciones”. Pese a todo, se convirtió en el más destacado representante del movimiento (no se pondera su aportación específica a la escuela, tan sólo la consideración social de que gozó en su momento).
Murió en paz...
Freud, en cambio, pasó su agonía en el exilio. Sabine, fue fusilada frente a una sinagoga.



Como siempre, Cronemberg evita la identificación del espectador con sus personajes, de modo que Freud por momentos, se nos aparece como un petulante y soberbio profeta de una nueva religión, receloso de la posición económica de que goza Jung y de su condición de ario, ridículamente acosado por los presuntos deseos parricidas de aquél. Jung, por otro lado, es un mojigato y autocomplaciente hipócrita que traiciona a su mujer y a su amante, en ambos casos por cobardía. Que convierte la negación de sus deseos en la afirmación de otro orden con el que aspira a dispensar una curación que al tiempo realice todas las potencias del individuo. Sin embargo, no puede sustraerse a los zurriagazos del deseo rencoroso, de los reproches de la carne ávida.
Y acaba postrado contra su melancolía: una peligrosa disociación en el seno del Yo ante la imposibilidad de ligar el deseo con su objeto.

Como bien nos muestra Otto Gross (Vincent Cassel) lo mejor que se puede hacer con el deseo es cumplirlo. ¿Por qué diablos nos resultará tan difícil?