domingo, 26 de febrero de 2012

LA PUERTA DEL CIELO.

I´ve been walking through the middle of nowhere
Trying to get to heaven before they close the door.
BOB DYLAN



Cuidado -me dijeron una noche lejana y sin remedio-, que el vodka no te haga decir lo que no dirías lejos de su magisterio.

Pero cuando la melancolía viene, viene por lo que más quieres, y hay una película que como ninguna otra me asalta en los momentos de duda, cuando el anhelo se disuelve en el agua turbia de la tarde; cuando el deseo duele más de lo acostumbrado y decir, “te quiero”, es un mal menor, siempre una mentira piadosa que funciona si el embuste es compartido (es decir, sino falta un espejo en que mirarse). 


La puerta del cielo (Heaven´s Gate, 1980; Michael Cimino) 

Con ella murió lo que más habíamos amado, y si seguimos en la brecha apostando en cada mano, apostando por nuestra derrota, pidiendo un crédito con la muerte por aval, no es más que (como Don Quijote según Voltaire) por ejercitarnos.

Amor y cine. Mentira y deseo. O viceversa.



La puerta del cielo. Ciertamente, lo es, aunque nos quede fuera, aguardando, como aquel otro, ante las puertas de la justicia por toda una vida.

¿Qué pudo haber más hermoso que envidar con un farol al destino de dividendos que iba a ser el cine amasado por George Lucas? 

Apuesta contra la banca y perderás. Pero chico, habrá merecido la pena. O algo así debió pensar Cimino cuando, en la cresta de eso que llaman éxito, se jugó el todo por el todo en una historia definitiva, final, donde el Génesis se marida con el Apocalipsis en una apoteosis de las postrimerías. 

Y puso al gran relato, al relato fundacional, a ese relato del que la apostató la posmodernidad, a llamar a las puertas del cielo. A bailar el Danubio azul con el diablo. Y sin vender el alma.

Así Michael, no podías ganar.

Luego, lo de siempre, los dioses humillados por el desacato, enviaron la rapaz para que, por una eternidad (una ya es suficiente), clavara su pico en las entrañas de Michael. O en la memoria que de él guardamos.

Admiro rabiosamente a otros. Los hay que me fascinan, siéndome ajenos. Pero Cimino me es incómodamente íntimo; me descubre en cada fotograma. Me reconozco en todos sus personajes. Y eso ya desde Un botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, 1974) Su estética y su ética son la mía. Podemos descubrir vestigios de Ford, de Lean, de Ray, de Minnelli, de Coppola. Todos tienen parte de culpa. 

Yo veo (o quiero ver) a Truffaut inspirando ciertos momentos (un silencio, un arrebato lírico, una gélida mirada de desespero)

Pero Cimino es otra cosa. Claro, -me dirás- es Cimino.

Y La puerta del cielo. Aún vendrían Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984; Sergio Leone), incluso, Sin perdón (The Unforgiven, 1992; Clint Eastwood), cierto, pero el gran relato ya caminaba en la agonía (ya escarbaba en la tierra buscando pasos, evocando una bella imagen de Miguel Ángel Asturias).

Tantas veces hemos soñamos en cada estría de la historia una vida entera que se asoma a la ventana. Un amor, un hijo quizá, otro abandono, el mismo. Una amistad madurada al socaire del ideal que acuna la edad temprana a la que justicia aún se le antoja posible; nuestra aportación a su logro, efectiva. Tantos proyectos para cambiar el mundo...Un mundo que se ofrecía como pura posibilidad (y estamos en el mejor de los mundos posibles, Cándido)



Pero el ideal declina con los años y se prostituye enredado en los intereses de clase. Queda el escepticismo a que el mundo aboca al hombre maduro; el cinismo con el que condesciende traspasado de desencanto las más de las veces conservado en alcohol. Y el ideal obliga menos de lo que parecía hacerlo sobre el andamiaje de libros de leyes y tratados de ética, cuando las citas de Locke, de Stuart-Mill, de Benthan, de Emerson o Thoreau se apretaban en la charla sobre la penúltima jarra.

Y el ideal se pierde o no importa, arrinconado contra los sueños que ya no duelen, a despecho de las mujeres que olvidamos, envasado en las bolsas bajo los ojos cada mañana.

Y la huida al oeste se antoja precisa, con el desencanto oscuro bajo el ala del sombrero, a rescatar aquellos ideales postergados; a mantener el equilibrio en la cuerda floja y sin red sobre la línea del horizonte. Comprobar si el imperativo de lo real transige con la idea: si estamos de hecho en el mejor de los mundos posibles.

Y Ella, el amor redivivo que nos evoca a aquella otra que observaba la celebración desde la ventana en una noche lejana y festiva en Harvard; aquella otra con la que deshojamos la noche junio con besos lentos y aromados. Siempre la misma, bajo otro rostro y otro nombre, sea virgen o puta (la dualidad que embosca el Evangelio): lo eterno femenino.
Y otra amistad fraguada bajo distintas reglas.
Y siempre, el desencanto. El de antes, el de después. Lo demás es soledad y silencio a la deriva sobre un mar muerto.

La tierra de las oportunidades devine en tierra removida para albergar los cuerpos de los hombres y mujeres que desde la vieja Europa buscaban una vida algo mejor. Pocas veces una batalla épica ha sido fue tan desprovista de... épica. Cimino trasmite en sus escenas de acción, una violencia, un desasosiego que impide al espectador disfrutar plácidamente del espectáculo pasado el impacto de la primera visión (como ocurre de sólito con Peckinpah, Scorsese, dePalma o Spielberg). Siempre incomoda, siempre nos hiere con la revelación de que tras el impacto, la carne sufre, se manifiesta el dolor de un semejante: El horror no debe ser protagonista; nunca un primer plano

Es sabido que la película fue destrozada en el montaje como ninguna otra lo fuera antes, desde El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942; Orson Welles), a la que extirparon el último tercio del metraje (quedó en 80 minutos magistrales, sublimes, que se citan con lo mejor jamás filmado).

Personajes fundamentales quedaron reducidos a figurantes. Relaciones cruciales, se adivinan tan sólo. La puerta del cielo es un film que intuimos apenas, exige a nuestra imaginación restañar las heridas que los criminales montadores abrieron a la historia del cine.

Pero su belleza, aunque sea un recuerdo impostado, un "te quiero" piadoso, es inmortal.

Estamos ante el último intento de redimir los crímenes de la Historia a través de un relato. La función primigenia de los cantares de gesta (más allá de la propagandística o meramente lúdica), fue la de memorando, impedir el olvido de los jóvenes caídos. ¿Qué otra cosa es La Ilíada?

Si este fuera el mejor de los mundos posibles, Pangloss, la épica hubiera estado de más (¿justifica la belleza el dolor?) y ni Homero, Dante, Shakespeare o Dostoievski habrían escrito. 
No habrían tenido de qué.

Y así volvemos a aquel reproche de la alta madrugada: Qué el vodka no te haga decir...: 

Pero decimos y diremos que La puerta del cielo es la última obra maestra del cine americano (in vino veritas)



Manhattan Sur: http://cinedivergente.com/ensayos/estudios/manhattan-sur

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