domingo, 26 de febrero de 2012

LA PUERTA DEL CIELO.

I´ve been walking through the middle of nowhere
Trying to get to heaven before they close the door.
BOB DYLAN



Cuidado -me dijeron una noche lejana y sin remedio-, que el vodka no te haga decir lo que no dirías lejos de su magisterio.

Pero cuando la melancolía viene, viene por lo que más quieres, y hay una película que como ninguna otra me asalta en los momentos de duda, cuando el anhelo se disuelve en el agua turbia de la tarde; cuando el deseo duele más de lo acostumbrado y decir, “te quiero”, es un mal menor, siempre una mentira piadosa que funciona si el embuste es compartido (es decir, sino falta un espejo en que mirarse). 


La puerta del cielo (Heaven´s Gate, 1980; Michael Cimino) 

Con ella murió lo que más habíamos amado, y si seguimos en la brecha apostando en cada mano, apostando por nuestra derrota, pidiendo un crédito con la muerte por aval, no es más que (como Don Quijote según Voltaire) por ejercitarnos.

Amor y cine. Mentira y deseo. O viceversa.



La puerta del cielo. Ciertamente, lo es, aunque nos quede fuera, aguardando, como aquel otro, ante las puertas de la justicia por toda una vida.

¿Qué pudo haber más hermoso que envidar con un farol al destino de dividendos que iba a ser el cine amasado por George Lucas? 

Apuesta contra la banca y perderás. Pero chico, habrá merecido la pena. O algo así debió pensar Cimino cuando, en la cresta de eso que llaman éxito, se jugó el todo por el todo en una historia definitiva, final, donde el Génesis se marida con el Apocalipsis en una apoteosis de las postrimerías. 

Y puso al gran relato, al relato fundacional, a ese relato del que la apostató la posmodernidad, a llamar a las puertas del cielo. A bailar el Danubio azul con el diablo. Y sin vender el alma.

Así Michael, no podías ganar.

Luego, lo de siempre, los dioses humillados por el desacato, enviaron la rapaz para que, por una eternidad (una ya es suficiente), clavara su pico en las entrañas de Michael. O en la memoria que de él guardamos.

Admiro rabiosamente a otros. Los hay que me fascinan, siéndome ajenos. Pero Cimino me es incómodamente íntimo; me descubre en cada fotograma. Me reconozco en todos sus personajes. Y eso ya desde Un botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, 1974) Su estética y su ética son la mía. Podemos descubrir vestigios de Ford, de Lean, de Ray, de Minnelli, de Coppola. Todos tienen parte de culpa. 

Yo veo (o quiero ver) a Truffaut inspirando ciertos momentos (un silencio, un arrebato lírico, una gélida mirada de desespero)

Pero Cimino es otra cosa. Claro, -me dirás- es Cimino.

Y La puerta del cielo. Aún vendrían Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984; Sergio Leone), incluso, Sin perdón (The Unforgiven, 1992; Clint Eastwood), cierto, pero el gran relato ya caminaba en la agonía (ya escarbaba en la tierra buscando pasos, evocando una bella imagen de Miguel Ángel Asturias).

Tantas veces hemos soñamos en cada estría de la historia una vida entera que se asoma a la ventana. Un amor, un hijo quizá, otro abandono, el mismo. Una amistad madurada al socaire del ideal que acuna la edad temprana a la que justicia aún se le antoja posible; nuestra aportación a su logro, efectiva. Tantos proyectos para cambiar el mundo...Un mundo que se ofrecía como pura posibilidad (y estamos en el mejor de los mundos posibles, Cándido)



Pero el ideal declina con los años y se prostituye enredado en los intereses de clase. Queda el escepticismo a que el mundo aboca al hombre maduro; el cinismo con el que condesciende traspasado de desencanto las más de las veces conservado en alcohol. Y el ideal obliga menos de lo que parecía hacerlo sobre el andamiaje de libros de leyes y tratados de ética, cuando las citas de Locke, de Stuart-Mill, de Benthan, de Emerson o Thoreau se apretaban en la charla sobre la penúltima jarra.

Y el ideal se pierde o no importa, arrinconado contra los sueños que ya no duelen, a despecho de las mujeres que olvidamos, envasado en las bolsas bajo los ojos cada mañana.

Y la huida al oeste se antoja precisa, con el desencanto oscuro bajo el ala del sombrero, a rescatar aquellos ideales postergados; a mantener el equilibrio en la cuerda floja y sin red sobre la línea del horizonte. Comprobar si el imperativo de lo real transige con la idea: si estamos de hecho en el mejor de los mundos posibles.

Y Ella, el amor redivivo que nos evoca a aquella otra que observaba la celebración desde la ventana en una noche lejana y festiva en Harvard; aquella otra con la que deshojamos la noche junio con besos lentos y aromados. Siempre la misma, bajo otro rostro y otro nombre, sea virgen o puta (la dualidad que embosca el Evangelio): lo eterno femenino.
Y otra amistad fraguada bajo distintas reglas.
Y siempre, el desencanto. El de antes, el de después. Lo demás es soledad y silencio a la deriva sobre un mar muerto.

La tierra de las oportunidades devine en tierra removida para albergar los cuerpos de los hombres y mujeres que desde la vieja Europa buscaban una vida algo mejor. Pocas veces una batalla épica ha sido fue tan desprovista de... épica. Cimino trasmite en sus escenas de acción, una violencia, un desasosiego que impide al espectador disfrutar plácidamente del espectáculo pasado el impacto de la primera visión (como ocurre de sólito con Peckinpah, Scorsese, dePalma o Spielberg). Siempre incomoda, siempre nos hiere con la revelación de que tras el impacto, la carne sufre, se manifiesta el dolor de un semejante: El horror no debe ser protagonista; nunca un primer plano

Es sabido que la película fue destrozada en el montaje como ninguna otra lo fuera antes, desde El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942; Orson Welles), a la que extirparon el último tercio del metraje (quedó en 80 minutos magistrales, sublimes, que se citan con lo mejor jamás filmado).

Personajes fundamentales quedaron reducidos a figurantes. Relaciones cruciales, se adivinan tan sólo. La puerta del cielo es un film que intuimos apenas, exige a nuestra imaginación restañar las heridas que los criminales montadores abrieron a la historia del cine.

Pero su belleza, aunque sea un recuerdo impostado, un "te quiero" piadoso, es inmortal.

Estamos ante el último intento de redimir los crímenes de la Historia a través de un relato. La función primigenia de los cantares de gesta (más allá de la propagandística o meramente lúdica), fue la de memorando, impedir el olvido de los jóvenes caídos. ¿Qué otra cosa es La Ilíada?

Si este fuera el mejor de los mundos posibles, Pangloss, la épica hubiera estado de más (¿justifica la belleza el dolor?) y ni Homero, Dante, Shakespeare o Dostoievski habrían escrito. 
No habrían tenido de qué.

Y así volvemos a aquel reproche de la alta madrugada: Qué el vodka no te haga decir...: 

Pero decimos y diremos que La puerta del cielo es la última obra maestra del cine americano (in vino veritas)



LA PUERTA DEL CIELO.

I´ve been walking through the middle of nowhere
Trying to get to heaven before they close the door.
BOB DYLAN



Cuidado -me dijeron una noche lejana y sin remedio-, que el vodka no te haga decir lo que no dirías lejos de su magisterio.

Pero cuando la melancolía viene, viene por lo que más quieres, y hay una película que como ninguna otra me asalta en los momentos de duda, cuando el anhelo se disuelve en el agua turbia de la tarde; cuando el deseo duele más de lo acostumbrado y decir, “te quiero”, es un mal menor, siempre una mentira piadosa que funciona si el embuste es compartido (es decir, sino falta un espejo en que mirarse). 


La puerta del cielo (Heaven´s Gate, 1980; Michael Cimino) 

Con ella murió lo que más habíamos amado, y si seguimos en la brecha apostando en cada mano, apostando por nuestra derrota, pidiendo un crédito con la muerte por aval, no es más que (como Don Quijote según Voltaire) por ejercitarnos.

Amor y cine. Mentira y deseo. O viceversa.



La puerta del cielo. Ciertamente, lo es, aunque nos quede fuera, aguardando, como aquel otro, ante las puertas de la justicia por toda una vida.

¿Qué pudo haber más hermoso que envidar con un farol al destino de dividendos que iba a ser el cine amasado por George Lucas? 

Apuesta contra la banca y perderás. Pero chico, habrá merecido la pena. O algo así debió pensar Cimino cuando, en la cresta de eso que llaman éxito, se jugó el todo por el todo en una historia definitiva, final, donde el Génesis se marida con el Apocalipsis en una apoteosis de las postrimerías. 

Y puso al gran relato, al relato fundacional, a ese relato del que la apostató la posmodernidad, a llamar a las puertas del cielo. A bailar el Danubio azul con el diablo. Y sin vender el alma.

Así Michael, no podías ganar.

Luego, lo de siempre, los dioses humillados por el desacato, enviaron la rapaz para que, por una eternidad (una ya es suficiente), clavara su pico en las entrañas de Michael. O en la memoria que de él guardamos.

Admiro rabiosamente a otros. Los hay que me fascinan, siéndome ajenos. Pero Cimino me es incómodamente íntimo; me descubre en cada fotograma. Me reconozco en todos sus personajes. Y eso ya desde Un botín de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, 1974) Su estética y su ética son la mía. Podemos descubrir vestigios de Ford, de Lean, de Ray, de Minnelli, de Coppola. Todos tienen parte de culpa. 

Yo veo (o quiero ver) a Truffaut inspirando ciertos momentos (un silencio, un arrebato lírico, una gélida mirada de desespero)

Pero Cimino es otra cosa. Claro, -me dirás- es Cimino.

Y La puerta del cielo. Aún vendrían Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984; Sergio Leone), incluso, Sin perdón (The Unforgiven, 1992; Clint Eastwood), cierto, pero el gran relato ya caminaba en la agonía (ya escarbaba en la tierra buscando pasos, evocando una bella imagen de Miguel Ángel Asturias).

Tantas veces hemos soñamos en cada estría de la historia una vida entera que se asoma a la ventana. Un amor, un hijo quizá, otro abandono, el mismo. Una amistad madurada al socaire del ideal que acuna la edad temprana a la que justicia aún se le antoja posible; nuestra aportación a su logro, efectiva. Tantos proyectos para cambiar el mundo...Un mundo que se ofrecía como pura posibilidad (y estamos en el mejor de los mundos posibles, Cándido)



Pero el ideal declina con los años y se prostituye enredado en los intereses de clase. Queda el escepticismo a que el mundo aboca al hombre maduro; el cinismo con el que condesciende traspasado de desencanto las más de las veces conservado en alcohol. Y el ideal obliga menos de lo que parecía hacerlo sobre el andamiaje de libros de leyes y tratados de ética, cuando las citas de Locke, de Stuart-Mill, de Benthan, de Emerson o Thoreau se apretaban en la charla sobre la penúltima jarra.

Y el ideal se pierde o no importa, arrinconado contra los sueños que ya no duelen, a despecho de las mujeres que olvidamos, envasado en las bolsas bajo los ojos cada mañana.

Y la huida al oeste se antoja precisa, con el desencanto oscuro bajo el ala del sombrero, a rescatar aquellos ideales postergados; a mantener el equilibrio en la cuerda floja y sin red sobre la línea del horizonte. Comprobar si el imperativo de lo real transige con la idea: si estamos de hecho en el mejor de los mundos posibles.

Y Ella, el amor redivivo que nos evoca a aquella otra que observaba la celebración desde la ventana en una noche lejana y festiva en Harvard; aquella otra con la que deshojamos la noche junio con besos lentos y aromados. Siempre la misma, bajo otro rostro y otro nombre, sea virgen o puta (la dualidad que embosca el Evangelio): lo eterno femenino.
Y otra amistad fraguada bajo distintas reglas.
Y siempre, el desencanto. El de antes, el de después. Lo demás es soledad y silencio a la deriva sobre un mar muerto.

La tierra de las oportunidades devine en tierra removida para albergar los cuerpos de los hombres y mujeres que desde la vieja Europa buscaban una vida algo mejor. Pocas veces una batalla épica ha sido fue tan desprovista de... épica. Cimino trasmite en sus escenas de acción, una violencia, un desasosiego que impide al espectador disfrutar plácidamente del espectáculo pasado el impacto de la primera visión (como ocurre de sólito con Peckinpah, Scorsese, dePalma o Spielberg). Siempre incomoda, siempre nos hiere con la revelación de que tras el impacto, la carne sufre, se manifiesta el dolor de un semejante: El horror no debe ser protagonista; nunca un primer plano

Es sabido que la película fue destrozada en el montaje como ninguna otra lo fuera antes, desde El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942; Orson Welles), a la que extirparon el último tercio del metraje (quedó en 80 minutos magistrales, sublimes, que se citan con lo mejor jamás filmado).

Personajes fundamentales quedaron reducidos a figurantes. Relaciones cruciales, se adivinan tan sólo. La puerta del cielo es un film que intuimos apenas, exige a nuestra imaginación restañar las heridas que los criminales montadores abrieron a la historia del cine.

Pero su belleza, aunque sea un recuerdo impostado, un "te quiero" piadoso, es inmortal.

Estamos ante el último intento de redimir los crímenes de la Historia a través de un relato. La función primigenia de los cantares de gesta (más allá de la propagandística o meramente lúdica), fue la de memorando, impedir el olvido de los jóvenes caídos. ¿Qué otra cosa es La Ilíada?

Si este fuera el mejor de los mundos posibles, Pangloss, la épica hubiera estado de más (¿justifica la belleza el dolor?) y ni Homero, Dante, Shakespeare o Dostoievski habrían escrito. 
No habrían tenido de qué.

Y así volvemos a aquel reproche de la alta madrugada: Qué el vodka no te haga decir...: 

Pero decimos y diremos que La puerta del cielo es la última obra maestra del cine americano (in vino veritas)



Manhattan Sur: http://cinedivergente.com/ensayos/estudios/manhattan-sur

viernes, 24 de febrero de 2012

LAS HERMANAS VANE.




1. A menudo lamento que el arte me emocione más que la vida; que me interesa más es obvio; que me interese más, de cajón, pero que determinados textos conciten determinadas emociones, de sólito adormecidas, indiferentes ante algunas realidades, no puede dejar de preocuparme, intrigarme y hasta lograr que me sienta ligeramente culpable, aunque, como diría el Vizconde de Valmont, no puedo evitarlo, a despecho de la mala conciencia que a menudo llama a mi puerta.
Podría decirse, a la luz de todo esto, que me merezco a Nabokov, verme en el espejo de sus ficciones amorales, en su galería de atildados estetas, enfermos de belleza y exiliados de la vida, indolentes, egotistas, neuróticos.
Si fuera francés, Nabokov sería (o trataría de ser) inmoral y escandalizar viejecitas con relatos de lúbricas impúberes y vejetes rijosos, pero el universo ficcional del ruso blanco es anterior a la moral pacata pequeñoburguesa (él es un aristócrata, ¡qué insulto!): cuando la ética es una estética no hay sátira posible (qué espanto, a despecho de tantos grandes sátiros satíricos, como Quevedo, con mala conciencia y los ropajes de predicador prestados), no hay perspectiva moral probable, con lo que las impúberes que convocan tardías erecciones no pretenden ser más que un deseo formulado, una concesión a la belleza, libre de réditos.
La moral ni interesa ni preocupa: eso es cosa de amables costumbrismos.

2. Salvo tres o cuatro novelas magistrales, el Nabokov que prefiero habita en los relatos que años atrás me fueron descubiertos (su único aporte de mérito; al César lo que es del César) por Javier Marías en Literatura y fantasma; desde entonces no he dejado de leerlos con la misma devoción que a Borges, Chejov, Onetti o Kipling.
Las hermanas Vane, es un ejemplo soberbio del arte del ruso.
En Nabokov la primera persona es fundamental, le autoriza a deformar los hechos a su antojo: la apoteosis de eso que se a dado en llamar “narrador infiel”. Desesperación y El ojo son ejemplos paradigmáticos, de una torpeza magnífica si los comparamos con Lolita o Pálido fuego.
El relato nabokoviano pretende ser una abolición de la causalidad (o su reducción a una mera asociación de ideas operada por obra y arte de la costumbre), un fingimiento del azar (máxima aspiración del artista embustero desterrado por Platón), y, así, da comienzo esta historia, con la noticia inesperada de la muerte de Cynthia: Fíjate que no sabía que Cynthia Vane estuviera mal del corazón.

El narrador arranca con la descripción pormenorizada del marco en que tal revelación encuentra acomodo: durante el paseo vespertino de un domingo, se demora en la contemplación del deshielo de una familia de carámbanos, actitud reveladora de su carácter, no por introspección (Nabokov descreía de la psicología tanto como Borges; en especial de la escuela psicoanalítica a la que dedico no poco de sus dardos), sino por referencia a sus inclinaciones y a una exquisita sensibilidad que no se ha inmunizado ante la belleza cotidiana de las cosas, de un vulgar paisaje de provincias, y que acaba revelando una absoluta, brutal, ciclópea indiferencia ante los asuntos humanos.

Cynthia tenía una hermana, Sybil, muerta con anterioridad a que principie la narración. Alumna del innominado protagonista, había anunciado su suicidio en un examen de literatura francesa. Delicioso: Por favor, monsieur professeur, contacte ma soeur y dígale que la Muerte no es mejor que un suspenso, pero infinitamente mejor que la vida sin D. Cuando Cynthia tuvo noticia de la nota se suicidio, no pudo menos que sonreír a través de las lágrimas con orgullo de hermana por la originalidad y buen gusto de Sybil.
Pero aún resta una insolente y exquisita observación gramatical a la despedida fúnebre por parte del narrador: Adieu, jeunes filles!, cuando señala, que las pobres estudiantes norteamericanas, jugando con la polisemia de la expresión, bien pudieran concluir que se estaba refiriendo a ellas como”putas”. Para matizar luego que, estas trivialidades de mal gusto complacieron mucho a Cynthia. Puro Nabokov.
La omnipresencia del mundo de los sentidos y la complacencia en su disfrute, tan habitual en Nabokov, más allá de ser un capricho gratuito y frívolo, decorativo, manifiesta una honda convicción ontológica de raigambre sensualista, una apuesta por el empirismo, y, por tanto, una abolición de la metafísica: el mundo se reduce a un acto de percepción; el Ser, como dijo Berkley es una percepción de Dios, sin perceptor no habría percibido, en una deliciosa reformulación de la ecuación creador-creatura. Sin narrador no hay narración posible.
Si cierro los ojos, el mundo se convierte en un acto de fe.
El narrador se siente atraído por Cynthia, pero no por su carácter o belleza, y no precisamente por la vulgaridad del primero ni por falta de excelsitud en la segunda. ¿Entonces?: se enamora de la artista, de la creadora de formas bellas, el venero que alienta su vida.

Pero has de saber, lector, que estamos ante un peculiar relato de fantasmas, ¿parodia de James? Desde luego se le cita: Y haciendo todo tipo de meandros, a lo Henry James que exasperaba mi mente francesa. Y aunque nada parezca haber más lejano del carácter sugestionable de la, también ignota Institutriz, a tenor del escepticismo de nuestro narrador, de alguna forma acaba compartiendo las ¿fantasías? de Cynthia, autora de una peculiar teoría: las auras intervinientes, almas muertas que influyen en la existencia.
En el relato de las sesiones espiritistas no pueden faltar las alusiones literarias con afán desmitificador o abiertamente paródico, como una burla de la dádiva onírica que recibiera Coleridge en Kubla Khan, o la intervención insolente desde el más allá de Oscar Wilde, acusando de plagio al padre de Cynthia.
Pero algo debió presentir Cynthia del desprecio de su amante porque un día soleado recibe a nuestro narrador de forma inesperada, con una batería de improperios oportunísimos, snob y pedante, ensartados entre otras lindezas. Éste, un tanto harto ya de tanto misticismo de mesa camilla, y, suponemos que, habiendo cumplido la estación de la lujuria su ciclo en el cuerpo de la joven, decide poner fin a la relación.
No obstante, cuando reciba la noticia de su muerte se comprende que sea incapaz de sustraerse a la influencia de las creencias de Cynthia, y al caer la noche del fatídico día, su imaginación se verá asaltada por todo tipo de fantásticas figuraciones, ruidos y sombras que delatan la presencia probable de Cynthia: su aura interviniente. Su venganza de ultratumba.
Él, todo un esteta que se complace en la presencia tangible de las cosas, se ve fatalmente acosado por espíritus crecidos al arrimo de una metafísica previsible, supersticiosa y burguesa.
Y cuando amanezca, se empecinará en descifrar su inquieto sueño, tratando de encontrar algún vestigio de Cynthia en su madeja confusa y empañada, poder leer el misterio oblicuo a través de la simas de la conciencia.
Pero Todo parecía empañado de amarillo, ilusorio, perdido.

3. En el fondo, Nabokov, como casi siempre, nos ha contado una historia de amor definitiva, camuflada de frivolidad, ironía y deleite sensual (es fascinante la descripción física de Cynthia). Una historia de amor de la que uno no espera recuperarse. El narrador no puede, no quiere concebir la ausencia de Cynthia, y conmovido por la noticia, espera que su alma permanezca al menos junto a él, siquiera en la forma de un triste espectro burlón que arranca ruidos a la noche; siquiera en forma de memoria onírica: Me puse a releer mi sueño -hacia atrás, en diagonal, en diagonal, hacia arriba, hacia abajo-, tratando de desenmarañarlo y encontrar algo de Cynthia en él, algo extraño y sugerente que debería estar allí.
Si al menos el miedo pudiera convocar esas presencias que dolorosamente se fueron de nuestro lado, al menos el miedo podría darnos consuelo. Cómo dijo Kubrick refiriéndose a El resplandor (The Shinning, 1980), toda historia que hable de la otra vida, es optimista.
El arte, creo, emociona más que la vida, no es porque sea extranjero en ella, lo que implicaría que la vida es tan sólo un albañal, y el arte, el oasis donde huir del hedor, sino porque es más íntimo a ella que ella misma (del modo en que San Agustín sentía a Dios), la corrige y nos devuelve a su regazo con fuerzas renovadas, afirmando su condición paradójica y terrible a través de nuestra voluntad de poder y querer. Do you, Mr. Jones?



lunes, 20 de febrero de 2012

MONEYBALL, ROMPIENDO LAS REGLAS.



Cuando se estrenó Historia de un crimen (Infamous, 2006; Doug McGrath), todos (claro) nos aprestamos a señalar las diferencias con su precedente, Capote(Truman Capote, 2005; Bennet Miller), domiciliadas en los diferentes puntos de vista de sus respectivos autores (sino me equivoco, ambos debutantes) y el diverso tratamiento de la historia que dispensaban sendas adaptaciones.
El film de Miller era más oscuro, más descarnado, más desasosegante. La presencia pertinaz del alevoso crimen nos acompañaba como un guiñapo sanguinolento clavado en el paladar. Era incómodo, especialmente en su último tercio: la agonía de Perry (Clifton Collins Jr.) narrada casi a tiempo real, la demora inclemente del cumplimiento de su sentencia, al aguardo del improbable indulto, nunca deseado, por otra parte, y sí era acuciante que lo colgaran de una vez para poder librarnos de su presencia incómoda, y que Truman pudiera poner un punto final coherente con el título a su novela, una pertinencia que la vida podría haber corregido y arruinado.
El film ponía el acento en la vampirización que hacía Truman de la tragedia, su saco impúdico del dolor, el fingimiento de una amistad que, por más que alojara afinidades y secretos deseos, tenía un móvil claro y preciso. Pero acaso lo más destacable del film era su Perry; ambiguo y seductor, desvalido y letal, infinitamente superior al de Daniel Craig en Historia de un crimen.
El film de McGrath, era más, como el propio Capote, brillante y agridulce, fulgurante en la forma e hiriente en el fondo; mordaz y divertido. La caracterización de Toby Jones resulta menos forzada, lejos del amaneramiento exhibicionista del prestigioso Seymour-Hoffman a la caza del Oscar. Un reparto estelar aventaba la historia, lo que perdía en intensidad lo ganaba en complejidad.
La puesta en escena de Miller era austera, luterana, introspectiva, nada del decorado hacía desviar la atención de los rostros y sus paisajes anímicos. El film de McGrath, mucho más luminoso, de mayor riqueza cromática, con una dirección artística esmerada, complacido en mostrar apariencias rutilantes que emboscan el dolor pero no lo mitigan (era bello y triste su plano final. Truman le cuenta entusiasta por teléfono a Harper que ha dado comienzo a una nueva historia; la cámara nos mostrará la cuartilla en blanco).




Pero no es de lo que hemos venido a hablar hoy (me doy cuenta que le debo un texto a ambas películas)
Tras varios años desde aquel prometedor debut, a vuelto Miller con Moneyball(2011), conservando y afianzando algunas de las virtudes ya mostradas en aquel y que delatan su pasado teatral. Un sólido libreto, obra de uno de los pocos guionistas “profesionales”, de oficio, que quedan en Hollywood, Steven Zaillian y Aaron Sorkin, cristaliza en unos diálogos ágiles que llevan por sí mismos la historia. La distancia con lo narrado, sin apenas concesiones sentimentales ni euforias épicas (habituales en los dramas deportivos), sin subrayados ni demasiada pasión, manifiestan una voluntad más analítica que emocional, mostrativa siempre; expedita de juicios de valor y respetuosa con el espectador.
Una vez más, toda la historia gira en torno a su protagonista absoluto, Billy Beane, encarnado con solvencia por Brad Pitt, actor que de sólito opera como secundario de lujo teniendo por escudero a un compañero que lleva el peso dramático. Aquí, en cambio, arriesga y le sale. Sobrio, como la realización de Miller, saca justo partido a su notable expresión corporal que a menudo trasluce una violencia que la contención del rostro enmascara y se insinúa en un ademán, una mano que se cierra en puño, un mutis apresurado.
Sería justo ganador del Oscar (La última vez que me interesaron los Oscars fue en 1995. Aquella noche, cuando Forrest Gump(1994) arrebató la estatuilla a Pulp Fiction(1994) algo se me desplomó en el pecho, pero en fin, permanece la curiosidad del día siguiente) Aunque hubiera preferido una caracterización más decadente, un Billy que llevara la derrota en el desaliño y la colilla del cigarrillo, con la botella medio vacía y el desamor de su hija; un Billy que se acabara reivindicando en todos los campos, resarciéndose del desprecio con la rabia del gol de la victoria en el minuto 92. Pero Miller es demasiado gélido, cerebral, para estos arrebatos, me temo, y Pitt, demasiado reo de su condición metrosexual, nunca podría figurar con su escultórico físico, el fracaso.
¿Qué se nos cuenta en Monneyball? Lo de casi siempre en este estimable subgénero. En un mundo huérfano de épica, el deporte se convierte en un sucedáneo digno, toda vez que a la épica subyace la violencia y al deporte, sólo el dinero y quizá, algo más.
Ese “algo más” es lo que mantiene a Billy en la brecha. Cuando todos critican su método estadístico de seleccionar jugadores, él les muestra que no son los más adecuados porque así lo digan las cifras, sino por los prejuicios demasiado humanos que los han esquinado (encasillamiento en una posición del campo, un físico poco agraciado, un estilo nada elegante, etc.) y en consecuencia, lo que las cifras revelan es la nueva relación valor-precio fruto de esta valoración présbita.
Todo juego busca un fin: ganar. ¿Qué mejor que un perdedor para ilustrar esta dialéctica? David inició una prometedora carrera como profesional frustrada casi de inmediato. Esta experiencia le llevó a relativizar el valor del dinero. Ahora quiere resarcirse como Gerente General haciendo campeón a un modesto equipo y, cuando cambie las reglas con su método exitoso y los grandes llamen a su puerta, rehusará cifras de seis ceros para no revalidar su error de juventud. Ser fiel a su convicción.
Mensaje edificante emitido con solidez en un final anticlimático, lejos de euforias o triunfalismos. Tan sereno como su conclusión: sólo un temblor en la barbilla delata la emoción de Billy cuando escucha la canción que le ha grabado su hija.
¿Ingenuo? Cuando se hace algo con pasión, la ingenuidad es premisa. Cuando se tiene fe, la ingenuidad es premisa.

¿Se puede vivir sin fe ni pasión, esto es, sin ser un ingenuo?

domingo, 12 de febrero de 2012

JUGAR POR JUGAR.

 “Quiera Dios que el filósofo entienda alguna vez lo que está ante los ojos de todos.”
LUDWIG WITTGENSTEIN


“Un pensar, el del vienés, incongruente y paradójico, fracasado frente a lo que importa (…) Fracasado como cualquier pensar humano que se lleva hasta el límite, es decir, como cualquier pensar verdaderamente humano: como cualquier pensar, sin ser.”
ISIDORO REGUERA



1. En ocasiones se dice que la filosofía procede problematizando la evidencia. Wittgenstein soñará una filosofía desbrozadora de malas hierbas metafísicas sembradas por el lenguaje, brotadas sobre el lenguaje y cosechadas gracias al lenguaje.
Porque el problema siempre fue el lenguaje y a los sofistas no les pasó inadvertido, por más que Sócrates les negara el estatus de filósofos al no ser su empresa la busca de verdad alguna; por no ser “cazadores de esencias”, única labor legítima del filósofo ante el acecho de una realidad proteica y volátil.
Pero los sofistas ya eran sabios cuando Sócrates sucumbía a las seducciones de la gramática y presumía que una definición universal podía cautivar el Ser; era la de los sofistas una sabiduría implícita enmascarada de conocimiento (en el sentido que le atribuye Lyotard, esto es, conjunto de enunciados que denotan o describen objetos, suceptibles de recibir valores de verdad o falsedad)
El conocimiento se define en su dimensión social por su “valor de uso”, dado que el criterio de operatividad es tecnológico y para medrar en política se precisa del utillaje que dispensa la retórica y la oratoria, que no juzgan sobre lo verdadero o lo justo, lo bueno o lo bello, tan sólo muestran su articulación en un “juego del lenguaje” determinado. Ofrecen su posibilidad: la posibilidad de las cosas es su identidad, su esencia. Pero se trata de una posibilidad meramente gramatical, sin valor metafísico.
La realidad tan sólo es la realización en la praxis, un uso que concreta lo posible, que lo allega desde el espacio lógico hacia las redes de su ejercicio positivo.
En el juego lingüístico de la política, el fin del lenguaje será persuadir, convencer, ganar adeptos. No necesariamente engañar, puesto que no hay verdad ni esencia velada por la apariencia que pueda ser tergiversada; el Ser es lo que aparece, y lo que aparece, se informa lingüísticamente; el hombre es la medida de todas las cosas y sí, las cosas a veces son lo que parecen ser.
Se trata de someter una cuestión a la fuerza del mejor argumento, el más convincente, el más persuasivo. ¿En qué difiere esto de los planteamientos de la ética dialógica de Habermas?

2. El lenguaje no es la “imagen del mundo”, como una vez pretendió el primer Wittgenstein, sino el mundo, como quiso el segundo. Y así pudo vencer a la melancolía. Y así pudo salvar al esteta y al místico. Cuando Platón somete a examen su sistema en el Parménides, se ve abocado a la aporía y torpemente, con un recurso al pitagorismo, trata de taponar la vía de agua que amenaza con anegar el bajel. Wittgenstein será el único filósofo que opte por cambiar de navío en vez de parchear el que iniciara la singladura ante la dificultad de mantenerlo a flote. Mal capitán sería.
Pero el “cazador de ratas” que es el filósofo después de Nietzsche, acaba negando la filosofía en favor de la inmediatez de un cierto comportamiento lingüístico, cuando el sentido lo dispensa el contexto. Al juego no subyace contenido sustante alguno más allá de su praxis, es un ejercicio que se practica en el vacío y crea sus propios fines; nada hay fuera del juego, nada puede haber salvo un “tiempo muerto”. Jugar por jugar.
Pero, ¿qué es el juego?: obedecer reglas. Hasta Kant sabía que sólo se puede ser libre obedeciendo.
En el principio era la acción. Pero las palabras también son acciones, como sabían los hebreos: “...y la luz se hizo”. Virtud performativa, en principio, privativa de un dios. Luego los griegos llamarán “hacedor” al poeta. Austin criticará a partir de la perspectiva del segundo Wittgenstein, el reduccionismo derivado de considerar el lenguaje sólo en su uso denotativo, y distinguirá entre enunciados declarativos y realizativos, evaluables según criterios diversos.

3. Dios, el Bien y la Belleza eran hermosos absurdos porque no podían recibir un valor de verdad, según los criterios del positivismo lógico. En un campo de fútbol, una raqueta de tenis es un absurdo: cancha y objeto se rigen por reglas diversas, pertenecen a distintos juegos.
El Ser no es más un valor de verdad. El sentido del Ser viene determinado por las reglas del juego de la metafísica, no de la física, ni de la tauromaquia. Absurdo sería hablar de la existencia de Dios en términos físicos, ónticos, como si pudiera ser una cosa entre cosas. Su pertinencia es total en los predios de la teología, la metafísica, incluso la psicología. La antropología define al hombre según unas reglas, la biología, según otras. Del mismo modo, cada una de las ciencias, opera con un instrumental propio. Así, la biología se sirve de explicaciones funcionales, finalísticas, teleológicas, (explicamos un órgano por su función en el organismo) proscritas en física desde Galileo, sin menoscabo de su rigor científico (sea lo que sea que signifique “rigor científico”)


Cada nueva tirada de dados supone un desafío al determinismo, pone en solfa la coherencia, conmueve los cimientos de la catedral. La verdadera Caverna estaba más allá de las espesas paredes que domiciliaban el vals de sombras, el mundo eidético que una vez soñó Platón: el desierto de lo real. Que en cierto modo, soñamos todos: por odio a la Vida, por olvido del Ser, por que malentendemos el lenguaje.
Wittgenstein nos ha enseñado para que sirve la filosofía y qué no podemos pedirle. Nos mostró, primero, la miseria de la razón; más tarde, que no debemos exigirle demasiado al mundo.

Y cuando todo vaya mal, sigue jugando.





martes, 7 de febrero de 2012

EN EL FONDO DE MÍ.


En el fondo de mi corazón anidaba un asesino.
HENRY MILLER



Sabemos, antes que Gide nos lo dijera, que con buenos sentimientos no es posible hacer literatura, quizá por que el arte es corolario de una agonía, resultado de una lucha, una respuesta a destiempo con que retorcemos el cuello a la angustia. Los dioses tejieron el infortunio humano para que los poetas pudieran cantarlo, y los poetas lo cantan porque necesitan vaciar las tripas sobre la escena...

Take it a Sad Song and Make it Better...si puedes...

...y mientras, en una noche gélida de desamor, Christine reprocha a Antoine que utilice su novela para ajustar cuentas con sus padres.
Pobre Christine, esos bellos ojos tuyos nunca entenderán nada. Nunca supiste que es el dolor ni lo acuciante que resulta tomar venganza de la vida cuando se nos insinúa la oportunidad. Aunque a nadie interese, aunque nadie sepa, como lamentaba Archer, quizá alguien llegue a saber después de todo, y habremos saltado la penúltima cerca para allegarnos al otro antes de decidir si es para matarlo o tomarlo, como les pasa a Ethan y a “Scottie”, esos amigos.
Porque al final el enigma que la Quimera plantea no quiere ser resuelto. Porque en el fondo de mí anida un asesino. Porque al final de cada mujer hay una Debbie o una Madeleine que resultan no ser la mujer que amamos y lloramos después de que nos abandonara en el desorden de una ausencia, y ante el reencuentro deseado, la nueva realidad que se ofrece nos cita, no con el miedo, no con la decepción, sino con el odio, y sólo cabe, tristemente, una respuesta, que pudo ser feliz y es nuestro fracaso, un quedarse en lo alto con los brazos tendidos hacia la melancolía o un encaminarse erguido hacia la línea del horizonte, que es la soledad.

El auténtico acto surrealista, escribió Breton, es salir a la calle, revólver en mano, y disparar al vientre de los transeúntes.
Y para evitar la prisión, se puso a escribir, como hicieron Miller, Celine, Onetti y Cernuda, todos enfermos de odio y sed de venganza. Y la literatura fue la daga con que degollaron el rencor y se resarcieron de la vida.
Nietzsche nunca supo qué demonios hacer con la vida, si besar sus labios de hiel o retorcer su hermoso cuello de alabastro en lo alto del campanario solitario de Sils Maria. Y acabó haciendo quizás, ambas cosas; sintió cesar el pulso de la vida bajo la presión de sus pulgares y se tiró luego su cadáver enfermo de nihilismo. Ecce Vitam.

A todos a los que envenenaron los sueños, yo os digo: bienaventurados los vengativos, ellos alumbrarán arte.
A nadie importa quien fuera la destinataria de Like a Rolling Stone (todas y ninguna) sólo importa Like a Rolling Stone y su torrente de rencor acre y sublime, sin espacio para el perdón, con su aliento inmisericorde, haciendo trepar el sadismo sobre un andamiaje de odio y regodeo en el fracaso ajeno, cuando el tiempo de la piedad quedó atrás con la mueca estúpida del autoestopista que ve pasar el último coche de la tarde.

Nada bueno podía salir de unos días en que murieron Angelopoulos, Gazzara y Tàpies.

sábado, 4 de febrero de 2012

Ben Gazzara (1930-2012)





Fue el Teniente Manion, aquel tipo que harto del putón verbenero de su mujer, descerrajó seis tiros sobre su último amante, luego de castigar la bella anatomía de su casquivana Laura, pese a que juraba y perjuraba ante un rosario incrédulo que su voluntad había sido violentada.
El Teniente Manion te mira con unos ojillos aviesos y escrutadores tras los que se agazapa un desprecio universal y una incontinencia lujuriosa convocada por su rubia esposa. En el Teniente Banion gana decididamente la partida el alma concupiscible: mal soldado tenemos.
El Teniente Banion bebe ginebra...
(No se puede fiar uno de un tipo que bebe ginebra)
...y fuma con boquilla como un Lionel Barrymore proletario y periférico. El Teniente Banion es un asesino cuya inocencia el tribunal no tardará en declarar. Y su mujer, un zorrón de la que el Teniente siempre estará fatalmente enamorado.
El futuro es de los Freddy y Laura Banions.



Fue Cosmo Vittelli, ese tipo que regentaba un local de striptease en el que horrendos números musicales coreografiados por él mismo eran salpimentados con un pezón insolente o una nalga oportuna.
Cosmo ronda la cuarentena y tiene la virilidad a flor de piel. A Cosmo le gustan la mujeres y el burbón. Cosmo es un entusiasta de la vida y ese local un poco cutre cifra la geografía de su entusiasmo, es su ilusión y orgullo manifiesto.
Es un gran tipo.
Aquel día, Vittelli tenía mucho que celebrar, había liquidado la deuda del local, y sale de fiesta con sus chicas. En limusina y con los bolsillos llenos.
A Cosmo le gustaba echar unas manos de póker sin importarle mucho con quién se juega los cuartos. Cosmo apuesta fuerte y bebe demasiado, y esa noche festiva perderá algo más que dinero, siendo, en esencia dinero todo lo que pierde: la última mano ha llenado el pagaré de ceros. Y tendrá que vender su alma para saldar cuentas con el diablo.
Y tendrá que matar. De la refriega no sale indemne (¿quién podría?), y la noche parece no tener fin.
La sangre ya le empapa los calcetines.



Fue Jack Flowers, este Rick exiliado en el Índico regenta un burdel que es la perla de Singapur. Y entre las piernas de sus chicas logran distraer la añoranza diplomáticos y periodistas,agentes de la CIA y demás fauna occidental.
Pero Jack lo pierde todo, todo menos esa sonrisa irónica de que-me-vas-a-contar-a-mí, el brillo franco en la mirada. Es un tipo en el que se puede confiar.
Jack sabe que en la vida todo tiene solución, todo menos la muerte.
 Jack tiene los brazos apretados de flores que velan los mantras malditos que le tatuaron los que le arruinaron sus sueños, como memorándum y eterno oprobio. Porque Jack es así, y piensa que a grandes males...
Jack comienza a trabajar para el gobierno U.S.A., primero dirigiendo un burdel destinado a los soldados de permiso que llegaban del vecino Vietnam, con la mirada estragada y la hinchazón bajo el pantalón; luego le proponen un trabajo menos digno. Si acepta, lo recupera todo. Hacer unas fotos a un senador demócrata con debilidad por los adolescentes. Total, tampoco tiene que matar a nadie. Pero este Jack es un tipo con principios, y piensa que cada uno es dueño de su intimidad y los problemas acaban por solucionarse sin tener que dañar a nadie; que su alma no está en venta.
Sí, este Jack es un tipo honesto. Por eso le llaman el Rey de Singapur.

Fue, en fin, Ben Gazzara, ese magnífico actor que paseó su talento por los fotogramas apasionados de su amigo (y mío) John Cassavetes. Su alter ego en la pantalla, encarnó esa independencia y carácter insobornable que siempre abanderó. La pasión.
Bajo la alegría del rostro de uno, redondo como una luna llena, laten las esquinas de una fisonomía exhausta por la guerra que suponía sacar adelante cada proyecto lejos de Hollywood, la mirada reptílica y abrumada de un tipo que lo dio todo por entusiasmo, por amor a su oficio. Un tipo que a fuerza de admirar a Capra y Bergman acabó por hacerse digno de los dos.
Cassavetes nos dejó hace tiempo. Gazzara murió ayer.

Brindemos con un buen vodka por ambos y veamos una vez más The Killing of a Chinese Bookie.