domingo, 29 de enero de 2012

AL LÍMITE.

Moral para médicos. No le debemos perdonar nunca al cristianismo
que haya abusado de la debilidad del moribundo para violar su conciencia.
NIETZSCHE.







En El exorcista, la versión prohibida (Dominion, 2004; Paul Schrader), el Demonio ofrecía a Merrin el don de librarse de la culpa, mudar su condición de camello por la del león, la del Hombre Superior que ruge altivo a Dios y se niega a cargar con sus “negligencias” (el nazismo, en este caso).
Merrin declinaba la oferta del Maligno en la creencia de que lo que nos hace humano es precisamente ese sentimiento: la consciencia de que nuestros actos aparejan una responsabilidad se antoja consecuencia indispensable a la convicción de que actuamos libremente (aunque la presciencia divina, como observara Leibniz, invalida tal presunción), presupuesto de la salvación o la condena. Sin entrar a valorar la conveniencia de esa decisión (nos costaría un libro y más de una disputa con Nietzsche), el cine de Schrader ha planteado ese dilema de forma obsesiva desde el primer guión vendido, Taxi Driver (Ídem, 1976; Martin Scorsese).
Y cuando parecía improbable un nuevo reencuentro con Scorsese (según éste último, sus egos no cabían en la misma habitación) llegó Al límite (Bringing Out the Dead, 1999), en un momento de cierta deriva creativa del autor de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990)
En este film, el viejo matrimonio mal avenido (en lo personal, no en lo artístico) se propone rehacer Taxi Driver o Posibilidad de escape (Light Sleepers, 1992) o Pickpocket (Ídem, 1959; Robert Bresson) o Crimen y castigo. Y en realidad las cuatro, y ciertamente, ninguna.
Otra cosa, para acabar hablando de lo mismo.
La crónica (la Pasión) de un fin de semana en la vida de un conductor de ambulancias que recorre las calles de Nueva York auxiliando a unos y recogiendo el cadáver de otros muchos. Insomne, medio alcohólico y agobiado por la culpa: no pudo salvar a Rose, una joven hispana, debido a su impericia. Como confiesa en un momento del film, su formación médica apenas alcanza para proporcionar una asistencia básica.
Pero es humano, demasiado humano, y no puede sustraerse a la culpa.
Frank Pierce, quizá el último personaje de Nicolas Cage que valió la pena (aunque luego estuvo espléndidamente grotesco en ese retablo churrigueresco que fue Cara a Cara (Face Off, 2001; John Woo) parodiándose o adivinándose en el espejo del porvenir), el hombre que una vez fue Sailor (¡ay!) y que ahora ni él sabrá quién es, ofrece una interpretación contenida en la desmesura, con ese aire sonámbulo de mirada ojerosa y espaldas cargadas por una cruz con sirenas. El plano de los ojos en la secuencia inicial, evoca Taxi Driver, y justifica el aire alucinado, irreal, de película de terror que se nos ofrece. Las continuas visiones, la irrupción de los muertos, el racimo de manos que emergen del asfalto. Su clamor: ellos quieren mecerse en los brazos de la Muerte, lejos de esta existencia cabrona, de la vida perra que Dios les hacía llevar. Por eso, (la paradoja es la única formulación lingüística legítima en los predios de la mística), Frank encuentra la paz cuando mata a uno de sus auxiliados, cuando comprende que la mejor manera de ayudar es no prolongando una existencia de dolor y angustia, duda y miseria.
Dios hizo el mundo y se supone (volviendo a Dominion) que su papel desde entonces es el del espectador que desde tribuna disfruta cómodamente del partido y, por tanto, su presencia testimonial tan sólo sirve para inspirar al equipo que lucha frente al Mal: Dios no está para evitar el mal, sino para ayudarnos a resistirlo.
Pero María, mediadora entre el hombre y Dios, sale a su encuentro encarnada en Patricia Arquette (anterior a su apostasía del aerobic). Una Patricia Arquette choni poligonera (a la que ahora nos hemos resignado), con ese embrujo en la mirada de virgen emputecida que nos hace soñar paisajes en la sombra.
Y Frank empezará a amar y a aceptar: Nadie te pidió que sufrieras. Eso fue idea tuya. Le dirá Rose.
Si en el cine de terror es el fantasma el que reclama atención, aquí se invierten los términos, siendo el vivo el que se empeña en no dejar descansar a los muertos. Como le dice Marcus (Ving Rhames), uno de los cireneos que le acompañan al volante, no puedes cambiar el mundo pero sí tu cabeza, tu modo de pensarlo. No puedes ayudar a los demás, pero sí puedes ayudarte a ti.
Por tanto Frank sucumbe a la seducción del Maligno, única opción sensata en un mundo que Dios fabricó jodido y no se ha molestado en reparar.
Y al final, cuando el no formulado, pero siempre presente aserto dostoievskiano en los finales de Schrader: Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar hasta ti, se insinúe en una luminosa piedad, ya en la amanecida del domingo de Pascua, Frank habrá alcanzado una secreta sabiduría, una paz al llegar verdaderamente al otro, único lugar de la salvación (aunque sabemos que también del infierno). El primer paso es el amor, el segundo, la misericordia.
Decir que lo mejor del cine de Scorsese son las colaboraciones con Schrader, es una insensatez, tanto como negar que Taxi Driver y Toro salvaje (Ranging Bull, 1980) estén entre lo mejor de su filmografía. Sin duda ha sabido traducir en imágenes el mundo del atormentado calvinista mejor que él mismo cuando se ha puesto tras las cámaras (con la salvedad de American Gigoló (Ídem, 1979) y Afliction (Ídem, 1998), sus trabajos como director siempre me han parecido insatisfactorios, incluso Light Sleepers, que guarda algún tesoro y dio lugar a un poema excelente de Luis Alberto de Cuenca)
La luz de Robert Richardson (en su segunda colaboración con Scorsese y que éste selecciona sabiamente para ciertas obras en las que la realidad se ofrece adulterada por la mirada del protagonista, como Shutter Island (Ídem, 2009)), crea una atmósfera propicia a la alucinación, como si la escena fuera iluminada por la luz esa del final del túnel y los personajes se debatieran en el umbral. Otras veces parece la Gracia acariciando el dolor humano.

En su momento detesté Bringing Out the Dead (Scorsese está acabado, bla, bla, bla)
Algo bueno tenía que tener hacerse viejo.






sábado, 21 de enero de 2012

JEEPERS CREEPERS.


Jeepers, creeperswhere´d ya get them peepers
Jeepers, creeperswhere´d ya get those eyes.


El miedo solidario y no formulado a ser devorado, aún cuando el riesgo es improbable, persiste como vestigio de un tiempo en el que no coronábamos la pirámide alimenticia y mantener la carne pegada al hueso era una hazaña. El cine de terror se funda sobre tales miedos atávicos y su naturaleza irracional.
Entre los Lumiére y Meliès, me quedo con el último, que me muestra lo que llevo dentro, los climas borrascosos mis sueños, la caligrafía de sombra de una pesadilla emboscada. Para lo otro ya tenemos ojos y a Galdós. Por eso no causa fatiga recorrer de nuevo las galerías pobladas de monstruos antropófagos, por lo general ataviados con el chaqué embarrado del zombi, o como en el caso del que me ocuparé hoy, el gabán herrumbroso de una criatura de origen incierto y destino salvaje, innominado, innombrable, que transita voraz por los fotogramas de Jeepers creepers (2001) dirigida por Victor Salva, autor que se prodiga menos de lo que quisiéramos.
Ahora que menudean elogios a cineastas medianos que se han acomodado al género, disfrutar de la obra de este tipo insólito, es una fiesta. Con el propósito loable de crear un mito que nos acompañe cada noche hasta los umbrales del sueño y nos abandone atormentados en la amanecida a una vigilia agradecida y luminosa, se sirve de una serie de elementos tales como la vieja canción de Warren y Mercer mil veces versionada y cuya letra declara el oscuro deseo de la bestia, aromando la historia con aire retro, sugiriendo un horror antiguo y persistente, inexorable. Motivos visuales y argumentales de títulos mayores del género, son orquestados ahora con una frescura y coherencia que lejos de redundar en su menoscabo elevan al film a la categoría de clásico prematuro, sacan a sus imágenes del tiempo y la citan con antologías genéricas: el espantapájaros, el camión de bocina estridente, los juegos de palabras con las matrículas, los grandes espacios de la América profunda que cercan a los personajes en su vastedad, pozos poblados de agonías, el cuervo, nuncio de malos agüeros y présago de corrupciones cercanas, las profecías malditas. Una carne torturada por el cincel diestro de un genio maligno, el dolor diferido como una promesa terrible y próxima.

El ansia.

Y un ser proteico e indestructible que ha comido demasiados corazones y no se detendrá. El terror en ocasiones se aloja en el alma, Jeepers creepers es la exaltación del dolor físico, de la irremediable capacidad sensitiva de la carne, carne surcada por los costurones del sadismo, cuerpo escrito con la letra cursiva de la desesperanza por un demonio silencioso que nunca fue ángel.
¿Quién es esa criatura maldita que cada 23 años, durante 23 días sacia su apetito paciente para volver después a su guarida, se entiende que ahíto, y distraer durante un par de décadas su carencia de urgencia fisiológica embebido en una labor minuciosa y barroca, al abrigo de una tiniebla cómplice, rumorosa?
The Creeper es Nadie, un amasijo de tejidos y órganos y músculos vicarios, tomados prestados de unas víctimas a las que rinde cumplido homenaje pergeñando con sus miembros menos apetitosos una Capilla Sixtina incorrupta soñada por Sade, vislumbrada por De Quincey, prohibida a Bataille.
Y Nadie tiene un deseo, comerse los ojos de Darry (Justin Long). Porque Darry a visto a su hermana Trish (Gina Philips) mear y lleva la humedad de sus bragas clavada en el glande, por eso Nadie quiere comerse esos ojos pecadores que guardan la memoria de lo que él no quiere (¡ay!) comerse, porque no lo necesita (¿para qué iba a querer este demonio célibe con trazas de estilita un coño universitario abierto en su anatomía?)
El film tuvo su secuela cuyo mayor mérito reside en haber reformulado visualmente el film precedente y evitar así la monotonía, llevando a The Creeper a un maizal donde ejerce sus habilidades de rapaz el último día de su permiso gastronómico a costa de los pasajeros de un autobús institutero. Pero hoy no será el único cazador y un Ahab de secano acechará obsesivamente a la bestia negra por el mar de amarillo cereal.
A Nadie se le acabará el tiempo y volverá a su letargo tranquilizador. Por el momento.
El trailer de la segunda secuela ya anda en You Tube.

miércoles, 11 de enero de 2012

DESTINO FATAL

Destino fatal: Sympathy for Mr. Nobody.






We are the nobodies
Who wanna be somebodies
When we´re dead
They´ll know just who we are
Marilyn Manson

En un momento del film, el Teniente Phil Gaines (Burt Reynolds) dice: -Yo no juzgo a nadie.Premisa de un personaje extensible a la actitud de Robert Aldrich en Destino fatal (Hustle, 1975), y la mejor manera de hacerlo es ofreciendo a cada personaje la ocasión de “dar sus razones” de forma renoiriana, así, el espectador se ve de continuo obligado a cotejar sus prejuicios ante el nuevo pormenor psicológico o revelación vital que modifica el retrato de los personajes. Esto ocurre muy especialmente con el matrimonio Hollinger, padres de Gloria.
Gloria aparece muerta en una playa de L.A. Todo parece indicar que fue un suicidio (El suicidio es la principal causa de muerte de adolescentes en este país), y, de hecho, lo fue, lo que Marty (Ben Johnson) reclama desde su dolor de padre es una justicia que la ley escrita no puede hacerle, esa ley redactada por los poderosos, por los que son anybodies para legitimar sus abusos sobre los nobodies, la demanda desesperada de un veterano (Corea) que perdió algo más que la posibilidad de dormir por las noches, y que muchos años después, sigue perdiendo. Hosco y violento en las primeras secuencias, despierta, contra todo pronóstico (le golpea por no tener cubierto el cuerpo de su hija), la simpatía de Gaines, acaso por que acierta a ver al perdedor, al relegado, al don nadie de clase media que paga sus impuestos, inmerso, como tantos otros, en un sistema erótico-publicitario que alimenta el deseo para alentar la competitividad, difiriendo una satisfacción que nunca se ofrece, condenando a la frustración.
La lucha por el deseo en las sociedades consumistas reitera la lucha por la vida en los países tercermundistas o en la naturaleza, y al final, como Cronos, el deseo devorará a sus hijos, como le ocurre a Gloria, una perdedora ambiciosa. Marty (ni tan siquiera padre biológico de Gloria, otro los galardón por haber servido a su país), siente la dolorosa frustración de no haber podido colmar los deseos materiales de su hija: No se puede ocultar lo que no tienes. De este modo, lo que comienza siendo un caso de suicidio que un padre obstinado se resiste a aceptar, se convierte en otra cosa, sin dejar de ser en esencia un caso de suicidio, permitiendo a Aldrich elaborar un discurso sobre los mecanismos de un sistema turbio, diseccionar el nihilismo de una época cuyo vacío sólo puede ser llenado a través del ejercicio de un hedonismo feroz, disertar sobre el carácter de una nación que muere de entusiasmo.
Marty necesita un culpable sobre el que volcar su ira de don nadie, y encuentra a Leo Sellers (Eddie Albert), epítome del poder que puede dar cuenta de su deseo devorando los cuerpos jóvenes que luego arroja la marea con los orificios llenos de semen, las venas de caballo y el alma rota. Gaines decidirá alterar la escena del crimen para que parezca un caso de defensa propia porque tiene que haber un poco de piedad para los don nadies.
Pero el film de Aldrich no se agota en el caso de Gloria Hollinger, como es habitual en su cine, asistimos a una realidad multívoca, se nos ofrecen versiones provisionales (el caso de Marty Hollinger es sintomático), a partir de un guión que abunda en secuencias dialogadas en las que se trasluce una tensión latente, un conflicto en cada alma, una verdad todavía no dicha, que desconciertan a una audiencia que no acaba de tener claro el destino de sus simpatías.
El contrapunto de Gloria, la joven ambiciosa que sucumbe al sistema, se halla en Nicole (Caterine Deneuve), la prostituta madura que ha sabido hacer del sistema su sustento (elocuentemente, Leo Sellers será su cliente estrella), sin renunciar a una vida personal, a sus sueños de escapar de la Ballena Blanca: con Gaines y en Roma, respectivamente (las escenas de intimidad entre Reynolds y Deneuve acaso sean lo mejor filmado jamás por Aldrich) El acuerdo que ambos tienen comienza a hacerse menos llevadero para Phil a medida que se va enamorando (Es tu problema, no el mío) y no acaba de ver claro que la huida a Roma sea la solución. Como siempre, las grandes decisiones se toman cuando ya es tarde para todo.
Por ultimo tenemos al Teniente Gaines, protagonista absoluto de la historia, el típico policía endurecido (en la línea de Bullit), a quien el desencanto no le ha fermentado en cinismo, y ese reducto de humanidad incólume le permite entender la ira de un padre cuando ve el cadáver de su hija descubierto, encubrir un crimen para que la justicia gane al menos una batalla a la ley, todo hombre busca una ballena blanca y, cuando la encuentras, deseas matarla.
Al promediar la década, Aldrich dicta sentencia, los 70 son la postrimerías del “sueño” que acabó en una pesadilla que partió de Dallas con destino Altamont, postrando a la sociedad norteamericana en un duermevela donde la iconografía lisérgica casa con los seriales televisivos, la pornografía cifra la voracidad de un deseo que estrangula la posibilidad del placer, la violencia responde al dolor, y everybody hustle.
Ya desde la puesta en escena, donde una luz muy contrastada (obra de su habitual Joe Biroc), arroja profundas sombras sobre el encuadre, se insinúa una realidad en la que los referentes de sentido son móviles, y aunque se trate de uno de los trabajos más “limpios” de Aldrich, rara vez elementos del decorado se interponen entre el espectador y la escena o se fuerzan los encuadres, el fondo, en contraste, es turbio, opaco casi, impenetrable. Fácilmente podría haber caído en la sordidez (sexo telefónico, prostitución, fetichismo, pornografía, locales de striptease, etc., son algunos de sus mimbres argumentales) y sin embargo, incluso en la representación de la violencia está contenido en viejo zorro que una vez fuera ayudante de Chaplin (aunque al que él siempre tuvo entre ceja y ceja fue a Welles)
Quizá fuera esta sobriedad la que en una década de estridencias (magníficas estridencias) hiciera que este film careciera de la atención merecida, tendencia que se mantiene hasta ahora. No sé.
A mí me parece una obra maestra.