lunes, 31 de diciembre de 2012

Breve balance de lecturas (en papel), 2012






Quién te lo iba a decir a ti, el 2012 te lo has pasado pegado a la pantalla del Kindle.

Quién te lo iba a decir. Pero así ha sido. El fetichismo del libro nunca lo abandonaremos, no se trata de eso, además, adorar el continente no es lo mismo que apropiarse del contenido. Tantos libros hubo que admiramos como objetos y que nunca se nos abrieron como realidad y languidecen en un anaquel olvidado. ¿Y qué es la realidad? Me preguntan de continuo mis alumnos (los más aventajados, claro, los demás creen saberlo)
La realidad es lo que habitamos. Una película, un libro, una canción.
No habito el espacio que me alberga como volumen, habito el texto que se me ofrece como hermeneuta.
Un libro es como una mujer, una mera posibilidad. La tecnología hace probable lo posible. Muy probable. La tecnología pues, es Mefistófeles. Y yo nunca he negado que de buena gana sería Fausto.

Este año he comenzado más novelas que nunca desde que me retiraron el carné de la biblioteca pública (no es broma, estoy sancionado hasta el 2020 por la negligencia de uno de sus funcionarios) Este año he alcanzado el punto y final en menos novelas que nunca (gesto compungido, mano a la frente, lágrimas a la vista.)
Con los años me he vuelto impaciente, rara vez termino un relato, ahora encima, son tantos los que aguardan en la memoria de mi libro electrónico, humedeciendo los labios con su verde heineken, que imposible jurarle fidelidad a uno de ellos, y claro, nos dispersamos más de lo deseable.
Uno que de por sí ya es prolijo y disperso...La puta dispersión. De forma que el reino de la posibilidad se torna provincia del amago, la tentativa, el otra-vez-será. Un libro inconcluso nos martiriza con su presencia reprobatoria sobre el escritorio. Lo vamos esquinado, sepultando bajo nuevos pretendientes, pero el cabrón sigue ahí hasta el día que tomamos la determinación de encajarlo, resignados, en algún hueco de la estantería, bajando la cabeza, evitando mirarle a los ojos, eludiendo reproches.
Ahora lo tenemos más fácil. Cerramos el archivo y si te he visto...

Por tanto, comencemos por territorio conocido, celulosa en tinta impresa que nos saluda con esa vaharada tan familiar y hospitalaria cada vez que desplegamos sus labios o páginas.
El pliegue siempre.
Seamos realistas, si frecuentamos la esquina del libro digital lo hacemos por los huecos que este año nos han abierto en el bolsillo, hay que hacer de la necesidad virtud.
Privar un texto de anotaciones al margen y subrayados, es privar su lectura de historia. Volver a los libros que leímos hace quince años supone un reencuentro con el otro que fuimos a través de los comentarios que le asaltaron y no pudo dejar de anotar (recuerdo la culpa por mancillar la página), reconstruimos cada avatar del proceso, nos sorprende lo estúpido que éramos, o la sagaces, y en las huellas de ese diálogo urgente con el autor, se cifra la esencia de la lectura.

Aquí va una breve selección de lo trasegado en los últimos meses en el campo de la narrativa. El orden es aleatorio.





1
Tendemos a tratar de establecer de forma apriorística una teoría de las artes, cine, novela o poesía, confundiendo descripción con norma. Con los años voy perdiendo ese afán taxonómico y empobrecedor, pero aún pervive la tentación por establecer los parámetros de la novela ideal.
Y bien, si así lo hiciera, podría poner a Submundo (1997) de Don DeLillo como paradigma.
¿Qué es una novela total? Una obra que agota el ámbito de todas las realidades, en especial, la histórica, es decir, que se erige en crónica de su tiempo a partir de un protagonista colectivo, donde generalmente comparecen los diversos estamentos sociales, ideológicos, estéticos, culturales, etc.
La basura como materia residual y a la vez, prima, de una sociedad consumista. La basura semantizada o basura como texto, obra de arte y elemento basilar de un desarrollo sostenible (reciclado). La gestión de la basura como forma de vida. Pero va más allá, basura es todo residuo, huella o eco de la tecnología. Tras el consumo sólo resta basura. Y de la basura nacerán nuevos productos fungibles.
El deporte como celebración de la colectividad (los juegos de Olimpia era el único acontecimiento que citaba a toda la Hélade), pero también símbolo de una cultura que enferma de éxito, que alienta la competencia y tolera mal la derrota. Puede que, huérfana de épica, añore gestas, y goza por delegación, de logros insignificantes pero magnificados que dan sentido a la vida, en algún caso. Puro nihilismo.
Para que una novela no caiga en lo discursivo tiene que estar nutrida de personajes creíbles y meras no encarnaciones de ideas; en las hebras de sus destinos insignificantes debe lograrse cifrar el destino solidario de la especie, y ante todo, ser un artefacto narrativo, poner acciones ante los ojos del lector, anudar un conflicto y desenlazarlo más o menos.
Pues bien amigos, con la vergüenza de haber tardado 15 años en degustar esta joya, puedo deciros que Submundo ofrece esto y más (lo “más” es la experiencia intransferible de transitar por sus 900 páginas)
Si alguna vez dije que Roth es el mejor narrador de nuestro tiempo, disculpadme, somos temerarios en la ignorancia.
Cómo narra este tipo, acción y descripción se implican con una economía y una fluidez admirable. No ahorra en poderosas enumeraciones cuando el relato así lo reclama, sus diálogos son lacónicos y afilados, con algo de Salinger, a veces giran en torno a un asunto que por el momento ignoramos, comunicando de forma sesgada una realidad más compleja. Algunos personajes, los principales, se nos van ofreciendo de forma oblicua, enredados en la trama de sus acciones. Con otros procede de modo más directo, componiendo relatos autónomos de singular fuerza. A veces, moldea toda una vida con la crónica de un anhelo, una creencia, un gesto característico.
Se abrió a todo cuanto había en ella, al pasado que nunca cesa de transcurrir, y al minuto que pasa, a lo que siente ella cuando se rasca el dorso de la mano, estirando la piel y luego rascándola. Intentaba oír el rumor de su vida, la mosca que vive en la habitación de la mujer que vive sola.
Un auténtico monumento literario que nos hace sentir muy vivos y sentir gratitud por tipos como DeLillo, que tanto nos dan, en una época en la tantos otros sólo nos quitan.




Nº 2
Las correcciones de Johnathan Franzen (2001) El gran símbolo literario de la sociedad del malestar. La crónica de una familia muy clase media, muy americana. Todo tibio, gris y burgués.
Los diálogos son soberbios y el dibujo de algunas escenas cotidianas, vívidos y poderosos. Franzen tiene una habilidad notable para bucear en todos sus personajes, y en especial, los femeninos, nos los hace próximos, familiares, queribles. Dispone una estructura hábil en la que cada uno tiene su momento, la ocasión de dar sus razones. Hay sucesos que se nos muestran desde diversos puntos de vista, recurso que dosifica con maestría.
Como todo gran narrador, juega de forma admirable con determinados acontecimientos en torno a los cuales se crea expectación, generan conflicto y tensionan el relato. Un ejemplo es la cena de Navidad. Presumiblemente la última de toda la familia junta.
Puede que la aventura de Chip por Eslovenia, peaje que paga Franzen a la globalización y a su ambición de deicida, por cuanto le permite abordar temas políticos y económicos tangenciales a la historia, sea lo más débil de la novela. Apenas un esbozo tratado con precipitación si lo comparamos con la demora con que aborda otros hechos, en última instancia, un conflicto ajeno al mundo familiar sobre el giran las demás subtramas.
Al final, todos más o menos satisfechos (en la sociedad del malestar, el término “feliz” está proscrito, el bienestar del sujeto se aquilata en grados de satisfacción).
Bueno, el lector, muy, muy satisfecho.



Nº 3
Me hallará la muerte (2012) de Juan Manuel de Prada
Antes de que la chavalada progre se me tire al cuello, daré una explicación por si sirve de algo, el orondo y retrógrado presentador de “Lágrimas en la lluvia” sigue siendo un anacronismo viviente tanto en lo ideológico como en lo estético, y este aspecto último, supone ya una ventaja. La diferencia siempre es estimulante, siquiera porque escribir de espaldas al lector mayoritario no puede ser malo, al lector que compra sus libros en grandes almacenes, lector semi-culto al que bastan conocer 6000 palabras para delimitar su mundo, ese lector con el que hay que ser claro, utilizar un lenguaje llano, o se enfada y no te compra, y que cuando el texto se le resiste, se ofende, llama al autor pedante, le acusa de ocultar su falta de ideas bajo palabras oscuras, etc., como la zorra y aquellas uvas por lo visto, “verdes”.
Pues bien, Prada es el azote de ese lector. A la riqueza léxica se su obra hay que sumar la complejidad sintáctica de sus periodos, que impone un ritmo lento, cadencioso, con una estructura dictada más por las exigencias del ritmo que por las necesidades meramente narrativas. No busquemos precisión, adecuación o pertinencia en su uso del lenguaje, asistimos a un solemne banquete rabelesiano para degustar a dos carrillos, una celebración casi sacramental de la retórica, la afirmación fanática de un estilo, el barroco.
Y sí, acabamos saciados, a veces incluso, empachados, tenemos que abrir algo de Galdós para que nos ayude a digerir alguna página con hasta ocho “como” (no es broma), y es que Juan Manuel, es generoso con las comparaciones.
El prejuicio representacionista del lenguaje incurre en la ilusión de que el vocablo es un espejo en el que la “realidad” se mira. El barroco, siempre escéptico, no suscribe este credo y cada sustantivo, cada proposición que refleja un hecho, requiere la coda de una comparación que sublime su pobre referencia y dispare al lector a un universo de connotaciones.
“La nieve caía sobre la hulla.” Bien, relación notarial de un hecho.
La nieve caía sobre la hulla como el viático sobre la lengua gangrenada del moribundo.” Mucho, mucho mejor, toda vez que la nieve cae sobre un gulag, es présaga de muerte.
Nótese el contraste cromático blanco-negro de la pareja de sustantivos nieve-hulla, la acumulación de nasales en la clausula comparativa y la fuerza de la imagen, la presencia del tecnicismo religioso “viático”, que más allá de su sonoridad, nos traslada al ámbito de lo sagrado, antesala del más allá. Y todo, todo, huele a muerte lenta. Prada es de estirpe proustiana.
Pero además es un relato pródigo en personajes y peripecias, no os vayáis a pensar, ameno y mucho, que novela las desventuras de un voluntario de la División Azul, que va sobreviviendo, primero en el frente, luego en el gulag y, más tarde, a su propia miseria moral.




Nº 4 La vida breve (1951) de Juan Carlos Onetti. La novela fundacional de Santa María resulta farragosa y confusa, abunda en interminables coloquios y situaciones similares que traban el desarrollo hasta casi detenerlo en un presente viscoso y perplejo. El tiempo de Santa María, tiempo del fracaso.
En las distancias cortas Onetti es el mejor, con Borges, claro.
Su estilo puede que sea el más poderoso en lengua castellana del pasado siglo, junto al de Borges, por supuesto. Pero la novela reclama una disciplina de la que el uruguayo carecía.
Su primera tentativa de novela extensa se salda con un sobresaliente en lo que a la creación de un universo personal se refiere y al que pocas veces faltará en adelante, pero tenemos la impresión de que podía haberla resuelto en 60 páginas. Y tendríamos algo como Los adioses, una obra maestra de intensidad, equilibrio y perfección técnica, que hubiera aplaudido James.
La idea que da origen al relato no puede ser más brillante, imaginar otra vida, erigir una realidad paralela a través de la ficción, para huir o para vengarse, puede que por simple aburrimiento. Este es el gran pecado de todos los personajes onettianos, su apostasía del mundo, que será en adelante tratada con más sutileza y más madurez.
En el mundo empírico la acción del hombre está abocada al fracaso, como se nos mostrará en El astillero y Juntacadáveres, a partir del relato de las empresas fallidas de Larssen, el gran antihéroe de la novela hispanoamericana..
Este año el Boom cumplía medio siglo. La vida breve no solía faltar de las listas de novelas más destacadas. Puede que a mí se me haya escapado algo.

Nº 5 Terra Nostra (1977) de Carlos Fuentes. Antes aludía a la mediocridad del lector medio, la falta de exigencia consigo mismo y los argumentos habituales para justificarla. Hoy en día, sería harto improbable la publicación de obras capitales de nuestra lengua como José trigo,Conversación en La catedral, Volverás a Región, Si te dicen que caí o Terra Nostra.
La vocación de totalidad de Fuentes sólo es equiparable a la del García Márquez en Cien años de soledad. Sin embargo, nada tan diverso como el proceder de ambos.
Fuentes opta abiertamente por la alegoría y el símbolo. El asombro, la inocente fe en la ficción que alienta siempre a la relación pura y nuda de hechos se ve sepulta bajo digresiones ensayísticas que tratan de comprender. El mito es un recurso vicario, como en Platón, no la esencia de la historia, como para García Márquez.
Fuentes procede como un Herodóto del siglo XVII (pocas veces un escritor moderno ha estado más próximo a los grandes prosistas auriseculares), mezcla historia, mito y ensayo con pasmosa habilidad.
Dentro de una teoría de la novela de priorizara lo narrativo frente a lo discursivo, Terra Nostra resultaría insatisfactoria, pero si aceptamos que la novela es un cajón de sastre, estamos ante un ejemplo sublime del talante democrático del género.


En el año del aniversario del Boom, me doy cuenta que sigo enganchado a esas generaciones de narradores y poetas que salvaron el idioma castellano para la literatura.
Onetti y Borges son lecturas de frecuencia semanal desde hace más de quince años, Vargas-LLosa me parece el novelista más completo del último medio siglo, aún considerando a Pedro Páramo y Cien años de soledad los casos más excelsos del arte narrativo. Darío y Neruda, ponen rima a la prosa del día a día, y por fortuna, estoy muy lejos de haber agotado el filón (El libro de Manuel y Noticias del Imperio, aguardan su turno sobre mi escritorio). 



miércoles, 26 de diciembre de 2012

Breve balance de 2012 (I)







Un libro de relatos de Vila-Matas se titula Nunca voy al cine. En una entrevista, el autor lo justificaba, desde Dublineses (The Dead, 1987; John Huston) no había vuelto a sentir la necesidad de sentarse en un patio de butacas, aquello le pareció insuperable.
No deja de ser una boutade pero algo así me está pasando, desde Melancolía (Melancholia, 2011; Lars Von Trier) incluso los estrenos más prometedores, me parecen naderías con el mismo regusto a cenizas que el pastel de carne, su plato favorito, le dejaba a Justine en el film de marras.
Sólo una vez me he sentado este año, codo con codo, con un devorador de maíz inflado.
Prometheus (Ídem, 2012; Ridley Scott) obró el milagro. ¿La razón? Un twit del gran Aarón Rodríguez, en el que hermanaba a 2001 con Lovecraft, ahí es nada.







Y lo mejor del film de Scott fue, sin duda, la sugerencia de Aarón. Las posibilidades que se vislumbran en una historia formidable resuelta de forma pedestre.
Esperaba una cosmovisión, ¿quién me mandará a mí esperar nada?

Por partes.
Es lo mejor del británico desde Blade Runner (Ídem, 1982), sí, lo que no es mucho decir. Es un artefacto narrativo resultón, ameno, apasionante por momentos, sí, pero convencional y sin verdadera ambición. Cómo decirlo, se nos ofrece una miel que insinúa el relato fundacional de la especie, la teodicea, la busca del sentido de la vida, el problema de la inteligencia artificial, pero apenas se nos pasa por los labios.
El espectáculo no está reñido con cierta dosis de ambición discursiva Ridley.
Me diréis y con razón que hacía falta un Kubrick.
Un verdadero analista cinematográfico, aborda el espacio textual que tiene ante sí y configura un texto. Un aficionado o analista falsario como yo, contempla lo posible, lo que pudo haber sido y no fue. Pudo haber sido 2001 o Solaris y no le llega a la suela de los zapatos a La cosa (The Thing, 1982; John Carpenter). Personajes prometedores se quedan en nada, situaciones espléndidas, se malogran. Y al final, fuegos de artificio en vez de reflexión perdurable más allá del primer cigarrillo que le dedicamos a la cinta tras su visión.
Alto y claro, el mayor acierto de Scott en su carrera como director fue apostar por los diseños de Giger. Eso y mostrar un talento innegable a la hora de iluminar decorados, los contraluces de Alien (Ídem, 1979) y Blade Runner marcan un antes y un después en la fotografía. Si lo mejor de su obra siguen siendo aquellos tres primeros títulos, es porque se trataba de grandes historias producidas por individuos talentosos.
Cuando Scott comenzó a impulsar sus propios proyectos, Legend. Pues eso. Así que no le pidamos peras al olmo.

En Prometheus sólo disfrutamos de Giger en la cueva del alien, porque fuera, los decorados y la luz son planos y convencionales La inventiva visual es nula, y su destreza narrativas, limitada. Como siempre, vamos.
La planificación no pasa de funcional. Bien es cierto que las tres dimensiones imponen una precisión en los encuadres y una duración a los planos insólitas en el cine comercial de las últimas dos décadas, de lo que nos beneficiamos aquellos que gustamos de pasear la mirada por el espacio del plano.
La gestión dramática de las diversas situaciones paralelas es chapucera, desganada. Cómo añoramos en este sentido a un Nolan.
La de posibilidades que ofrecen situaciones de interacción donde la confianza se va minando a medida que la tensión va en aumento. Eso se adivinaba en Alien y era el alma de La cosa.
Aquí se amaga pero no se chuta.
Adoro a los barrocos porque incurren en la sacrosanta costumbre del rito, magnifican lo habitual y alumbran lo excepcional, lo insólito. La secuencia de la resurrección del alienígena, de Dios, del contenedor de todas las respuestas a nuestras preguntas, ¿no hubiera requerido más liturgia, las atmósferas de Ligeti o algo así?
Pienso en Fincher o Snayder, e imagino unas configuraciones espaciales barrocas, mayor densidad dramática en el trazo de los caracteres y profundidad en el paralelismo entre la relación creatura-creador que se proyecta en la de alien-hombre, y hombre-réplica, que diera la clave del holocausto planeado y pospuesto en la previsible secuela. Sueño con una delirante y grotesca orgía de sangre a manos de cefalópodos de doble mandíbula que desafíen la cordura de los hombres. Fantaseo con ríos ácido molecular consumiendo tejidos y estructuras.
¿No está un poco forzado el planteamiento de la historia?¿No os parece inverosímil la determinación con la que la tripulación de la nave, compuesta por meros figurantes que apenas comparecen a lo largo del desarrollo de la trama, se inmolan para salvar a la civilización? Aunque sea un lugar común, incluso añoramos los típicos intereses empresariales que malquistan las relaciones de los personajes y hermana a los hombres con los monstruos.
Pero ya digo, no me hagáis demasiado caso, soy un impostor que habita en las fallas de lo posible. Lo que hay, con todo, no está nada mal. En especial lo relativo al personaje de Michael Fassbender.

2012 ha sido el año de Michael Fassbender.



El replicante que encarna es un Hal-9000 antropomorfo, igual de arrogante en una peligrosa toma de conciencia de sí, de lo que lo distingue de su creador y lo eleva por encima de él, sin ocultar cierto resquemor por deber su existencia y estar al servicio de un divinidad tan mediocre.
En la auto-conciencia reside siempre el peligro.
En la mejor secuencia, en cuanto al diálogo, del film, desconcertado por el empecinamiento humano de encontrar respuestas últimas, le pregunta a uno de los científicos la razón por la que él fue creado. La respuesta es devastadora: “Porque podíamos.”
En esa réplica lacónica y rotunda reside la clave del sentido de la vida del hombre. Meros hijos de la posibilidad, somos tan contingentes como la más humilde de nuestras creaciones, y amamos a un dios dormido que sueña con destruirnos (bueno, eso es también el Cristianismo)


Y Shame (Ídem, 2011; Steve McQueen)




De nuevo Fassbender, en otro registro muy distinto.
El alma rota clavada en los ojos de un Jung que no se había enterado de nada en la conclusión de Un método peligroso, ya nos daba su talla como actor.
La espigada figura de aristócrata centroeuropeo embosca los pedazos de la identidad perdida del hombre actual, un quién-coño-soy-yo se insinúa de continuo tras la máscara de arrogancia y bufanda al cuello que pasea Brandon por Manhattan.
Brando está al final del camino de una larga serie de personajes de los que Rashkolnikov es el prototipo. Figura el drama del sujeto cartesiano, reo de un solipsismo alienante que abre un hiato casi insalvable con el mundo de los otros. La naturaleza de esa certidumbre ha ido evolucionando desde el siglo XIX al XXI.
Bresson y luego Schraeder, explotaron el filón ensayando variantes y aportando diversos matices contextuales que singularizaban a sus personajes. Pero el fin era siempre el mismo, la formulación de esa plegaria de acercamiento al otro que libera el alma, aunque el cuerpo sea encerrado: “Qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar hasta ti”.


La primera secuencia del film es un prodigio de síntesis visual, el sujeto que logra superación de la duda metódica alcanzando una primera certidumbre: follo, luego existo, meo, luego, existo; gozo, luego existo.
Pero el que goza no soy Yo. El que quiere no soy Yo. “El Yo quiero, no quiere”. Y el sujeto moderno deviene en mero conserje de sus necesidades corporales, el sujeto trascendental constructor del conocimiento, no pasa de ser una entidad vicaria de la Voluntad, Das Es, y su único fin es servir a la pulsión, sin un propósito ulterior.
Brando se ha creado un mundo perfectamente ordenado a base de excluir la alteridad y cuidarse bien de no implicarse emocionalmente. Brandon es un devoto cumplidor de las exigencias de su voraz Voluntad. Brandon ha desterrado de sus fueros el conflicto que incuba la empatía, se cuida mucho de no profundizar en exceso en sus relaciones, porque cuando esto ocurre, la satisfacción ya no es posible. Brandon es un eremita, y el cumplimiento del goce, un sacerdocio que reclama vivir de espaldas al mundo y sus compromisos.
Brandon comienza siendo un depredador, calculador y eficiente, pero ese mundo y esa naturaleza se conmueven con la visita de su hermana.
Primero, su intimidad se verá enojosamente invadida, liberar las tensiones que le consumen requiere soledad y tiempo. Luego, atisba el dolor de su hermana Sissy (Carey Mulligan), y empieza a sufrir por ella, con ella.
Y comienza el drama, un drama que podríamos denominar el nacimiento del sujeto ético. Los signos del cambio van siendo patentes.

Si hay una secuencia por la que el film será recordado es la interpretación que hace Sissy de New York, New York. Se entabla un diálogo entre los dos hermanos y la propia letra de la canción. Todo lo que debemos saber de Sissy está en los penachos desprendidos de su voz, en las lágrimas que le arranca trabajosamente a Brandon. El rostro de Fassbender deja traslucir, con una economía gestual portentosa, las huellas de la batalla que se libra ya en las fincas de su ser.
El conato de relación con Marianne (Nicole Beharie) frustrada en lo sexual por cuanto Brandon presiente la amenaza emocional, es el segundo momento en la evolución del personaje, si bien en este caso la solución al conflicto es fácil, follar con otra.



Dar la espalda a Sissy es más complejo toda vez que la relación entre ambos discurre por otros andurriales, no existe una solución vicaria al problema que ella plantea, no es una mujer más, es una singularidad irreductible, un fin en sí.
Algunos han querido ver algo incestuoso en el trato de los hermanos, personalmente creo que de haber sido así, no habría conflicto para Brandon, la cosa está en que por primera vez se enfrenta a “tensiones” a las que el orgasmo no puede dar respuesta.

El clímax es un prodigio de equilibrio narrativo y contención en el que comienzan a solaparse diversos planos temporales en una suerte de abolición de la sucesión en aras del la simultaneidad, la temporalidad de la Voluntad anómica. Asistimos a una verdadera Pasión donde se fustiga hasta la extenuación al hombre emergente, Brandon es obligado a entregarse al frenético cumplimiento penitencial del goce hiriente como castigo al desacato a lo largo y ancho de la noche más oscura del alma que parece no tener fin.

Y al final, la mañana encontrará a un Brando roto, experto en el magisterio del dolor. Si McQueen nos hubiera mostrado las palmas de sus manos con las marcas de los estigmas, algunos lo hubieran juzgado excesivo, puede que grotesco, yo lo hubiera aplaudido.

El sujeto ético ha nacido al reino de los fines, el otro ha dejado de ser un medio, el imperativo pulsional deviene en imperativo categórico. Brando ha recorrido un extraño camino para llegar a su hermana, pero sabemos con Sartre, que el lugar al que ha llegado es un infierno.



martes, 25 de diciembre de 2012

Carta de Diana a Darío.








Evoé, primo Darío.

¿Sabes?, mi papá lleva cuatro años tomándome el pelo con la ocurrencia de que tenía un hermanito gemelo, Darío, y al que yo me comí antes de salir de la tripa de mamá, así que ahora soy yo la que le dice, ¿lo ves?, ahí tienes a Darío. No me lo comí después de todo.

Y papá me responde un poco sorprendido, aunque no demasiado, ¿sabes hija?, son tantas las veces en las que el destino de tu tío Julio y el mío se han cruzado, que no me sorprendería. Y luego, con mirada soñadora, me cuenta una vez más que los dos se bautizaron juntos, Julio César y Marco Antonio, poniendo una nota clásica y pagana, a la iglesia de Fátima.
Quizá eso explique también por qué nuestras mamás son dos bellezas meridionales con algo de Cleopatras y diosas grecas.

Mi papá dice que envidia al tuyo por haberse lanzado al ruedo literario sin capote ni engaño, a pecho descubierto. Por ser un inventor de síes en una época en la que lo fácil son los noes. Por amar tanto la vida a sabiendas de que tras cualquier esquina se oculta la una sombra aguafiestas. Por haberse atrevido a mirar al abismo y haber convertido el vértigo en belleza. Por difuminarse bajo la humildad de otros nombres en un mundillo de egos flatulentos.
Porque no importa el tiempo que pasen sin verse, cuando se encuentran, siempre le hace sentir como si acabaran de separarse.

Mi papá, a menudo repite las palabras que dijo ese señor cuyo retrato cuelga del salón de casa, un tipo serio de gran bigote y con la frente abrumada por algún pensamiento del que no parece poder librarse: En mis hijos remediaré el haber sido hijo de mis padres.
Y me pide perdón por algo que los padres acaban haciendo siempre mal con sus hijos. Me pide que no le juzgue severamente y aprenda a perdonar. Dice, nada hay tan difícil como el perdón, todo se acaba aprendiendo más tarde o más pronto pero, a perdonar, casi nadie llega. Y el aprendizaje del perdón hay que empezar por uno mismo, si no nos perdonamos a nosotros, cómo perdonar al otro.
Los padres siempre se equivocan, dice, y por muy bien que quieran hacerlo, acaban haciendo daño a sus hijos.
Se conoce que ser padre es algo difícil (o que el mío es un poco torpe).

Nuestros padres han escogido una misteriosa forma de vivir, emparejando palabras, como dice un señor que escribía los cuentos que me lee por las noches, Borges (y mi mamá le dice, ¿no podrías leerle a la niña Los tres cerditos?)
Hay un cuento suyo en el que un hombre comienza a soñar con su hijo, como papá dice que soñaba conmigo, como tu papá habrá soñado contigo. Y mi papá, con la mirada lejana, me dice, a lo mejor también somos nosotros el sueño de alguien que en cualquier momento despertará para desvanecernos como humo, para no ser más que un vago recuerdo que apenas alcanza media hora en la vigilia.
O...
...a lo peor, somos nosotros los que despertamos de este sueño, niña mía, para darnos cuenta que no somos más que un insecto que soñó ser un hombre, y le gustaba, pero el sueño terminó y el insecto ha despertado.

Mi papá se queda mirando al cielo, esperando a Melancolía y me habla de un cometa que se dejó ver por aquí cuando ellos tenían dieciocho años, el Hale-Bopp. Me cuenta que a su cola de fuego colgó plegarias que a veces fueron atendidas.

Y he visto papá soltando más de una lágrima viendo una película en la que un hombre y una mujer se besan en lo alto de un campanario antes de que la mujer caiga al vacío (y mi mamá le dice, ¿no podrías ponerle a la niña Madagascar?)
Yo le pregunto, ¿papá, si esta película te pone triste, por qué la ves tantas veces? Entonces, me sienta en sus rodillas y mientras me besa la frente con mejillas húmedas y dice con la voz trémula: Algún día lo comprenderás, hija.
Se ve, primo, que uno comprende las cosas con el tiempo. Pero tengo mis dudas, mi papá no tiene pinta de comprender nada, por eso, supongo, está siempre tan atareado entre libros, porque quiere comprender y no acaba de lograrlo.
Es un manojo de dudas, igual que el tuyo.

Sabes, una vez me dijo, hija, puede que no haya nada que comprender, puede que lo único verdaderamente importante en la vida sea esto, contemplar tu rostro amado, escuchar tu cuerpo crecer, arrancarte una sonrisa, pasar el tiempo que me quede lo más cerca posible de ti.
Tú no serás mi gran obra, serás tu gran obra, pero sí te has convertido en mi gran aportación al mundo. Lo otro, no es más que tratar de responder el enigma de la Quimera o pagar aranceles a la vanidad.

Has nacido en días extraños, un día después del fin del mundo, tiene gracia. El mundo sigue pero parece que todo va a cambiar. Nuestros papás no creen que el cambio vaya a ser para mejor, pero qué sabrán ellos. La edad los vuelve un poco cobardes, quieren aferrarse a lo conocido y dicen temer por nosotros, pero el futuro está en nuestras manos, Darío, a ellos sólo les queda ya pensar el pasado.
Eso de la lechuza, que alza el vuelo al crepúsculo. No me preguntes qué significa.

La de cosas que te esperan, hija, dice papá. Y te dirá tu papá también. La de cosas que nos esperan primo,

...el primer beso, los cuatrocientos golpes, Cantos de vida y esperanza, el castillo de Elsinore, una dama en Vetusta, los cafés de Montparnasse, Sócrates llegando tarde y ebrio a un banquete, Manhattan, y un hombre que muere de belleza en Venecia, el Vizconde de Valmont y la ballena blanca, las primeras caladas a un lucky y el fuego del vodka, Tarkovski y Kubrick, y Kurtz esperando río arriba, un planeta azul que anuncia su llegada cegando una estrella, el segundo movimiento de la Séptima y Exile on Main Street, Vértigo y Centauros, el Bloomsday y Nochebuena, Yoknapatawphna y el último bar de la noche, la magdalena de Marcel y la quimera desolada, Bob Dylan, Bob Dylan y Bob Dylan...

Bienvenido Darío.



sábado, 24 de noviembre de 2012

NOTAS DE SUICIDIO (Crónicas apócrifas de Mr. Jones)


George Eastman: “Mi trabajo ya está hecho ¿Para qué esperar?”






Supe que comenzó a redactar notas de suicidio al poco de llegar a la redacción del Liberal. Apenas no más que otra excentricidad de las suyas, a lo sumo, de mal gusto, sí, pero que hubiera caído en el olvido de no ser porque indujo a alguien a ejecutar la tarea encomendada en negro sobre blanco.
Sin muerto no hay gloria ni en literatura. Especialmente en literatura.

A Mr. Jones debió halagarle que se atribuyeran propiedades homicidas a uno de sus escritos. Siempre procesó una extraña superstición hacia la naturaleza mágica de la palabra, su poder para materializar cualquier hecho caligrafiado. O conjurar al demonio con apenas un susurro.

No hubo denuncia contra Mr. Jones, sin embargo, el escándalo le granjeó tan buena publicidad que un periódico parisino le ofreció dirigir su sección necrológica.

Decidí investigar los pormenores. Primero en París, más tarde en Saint Maurice.

Al fin, pude verme con Gaspar Oçon, director de El Liberal durante los meses en los que Mr. Jones trabajó en la redacción. Problemas de salud le habían llevado a un retiro prematuro. Pasé varias semanas lidiando vía telefónica con una voz de urraca, a la que puse un cuerpo enjuto, cabello ralo y un odio recóndito más allá de las dioptrías. El muro verbal con el que chocaban mis ruegos siempre era el mismo: “Para Monsieur Ozon fue una experiencia dolorosa y no desea rememorarla. Gracias por su comprensión." Un zumbido sostenido sobre mi ira.
Un buen día, cuando me disponía a pagar la minuta del hostal y regresar a París, sonó el teléfono. Desconozco cual de mis argumentos agrietó su resistencia. De hecho, nunca hubo argumentos, peticiones, sí, ruegos, también, súplicas, continuamente.


Tomé un taxi para ir al caserío en el que reposaba junto a un enfisema merecido, en el corazón del Valle del Marne. Una fina cortina de agua confería al paisaje rebosante de otoño un aire melancólico, quizá la melancolía estaba ya en mis ojos. Me llegaban rumores de cargas, detonaciones, el tableteo obstinado de ametralladoras. El Marne.

Fue un domingo, finales de noviembre.

Hasta la puerta del taxi se allegó con el paraguas abierto un tipo membrudo y de larga cabellera. Reconocí su voz enseguida, y le agradecí el gesto. Su nombre era Pascual. Me acompañó hasta la casa luego de haber saldado cuentas con el chófer. La lluvia arreciaba al tiempo que la luz se desvanecía. Me hizo pasar al cuarto de estar.
Un gato se curvó sobre el brazo del sillón en el que reposaba la anatomía de Oçon. El calor era sofocante.

-Comprenda que para mí era algo desagradable.

La mascarilla de oxígeno le afilaba el rostro. Al principio, se atragantaba con palabras en las que no encontré rencor y sí cierto embarazo. El tinto que había llevado, tras los primeros sorbos, le soltó la lengua y subió un calor a sus mejillas. Dijo que, si era mi deseo, podía fumar. Aunque se encontraba en aquel estado por culpa del tabaco, no le guardaba rencor y disfrutaba viendo a otro gozar de lo que a él le estaba vedado. Y volvió a apartar la mascarilla para sorber de la copa.

Mr. Jones llegó sin recomendación, algo extraño en provincias. Sus credenciales, una crónica urgente y manuscrita de la muerte de un mendigo sobre un banco del parque Victor Hugo, aquella mañana, en los márgenes de un ejemplar del periódico.
Le impresionó su redacción sin ambages, afilada e implacable, sin perder un ápice de lo que cabía esperar de un buen periodista, el qué, quién, cómo, cuándo y dónde, coronados por una coda demoledora que disparaba la noticia contra la conciencia del lector. “ Y mientras, los padres que acompañan a sus hijos al colegio y una señora que pasea a su caniche, hacen un alto para ver como levantan el cuerpo, yo escribo esto mientras esto pasa, sobre una de las mantas de celulosa que no pudieron impedir las mordeduras del frío.

Citó de memoria mirando a través de la ventana, como si estuviera escrito en la tarde.

-Me solicitó un adelanto para instalarse en la ciudad. No se lo negué. Le hubiera ofrecido el doble. Luego, él me dijo que habría aceptado la mitad. Parecía siempre tan extrañamente seguro de sí mismo.

En los meses siguientes, pasó por diversas secciones del diario, crónica social, sucesos, deportes y cultura. Pero tenerlo pateando calles a la caza de la noticia no era negocio. No tardó en instalar su oficina en la taberna de Schumacher. El mejunje que le ofrecía el alsaciano, suavizaba su estilográfica, tan lúgubre siempre cuando sobria, la volvía burlona y un tanto melancólica. Miniaba notas de prensa en unas servilletas nunca limpias del todo que eran luego mecanografiadas pacientemente por Matilde, mi secretaria, a la que pronto  esperararía cada día tras la jornada.

El membrete insolente azul pálido de la taberna encabezaba la crónica del partido de turno o el inventario de copas trasegadas que corrían a cuenta del periódico. A veces numeraba para facilitar la transcripción. Los rumores comenzaron. Oçon alumbraba una tristeza, y la envolvía amorosamente en su seca y crepitante tos bronquial.
Pero no llegó a los obituarios por voluntad de la dirección. Era una labor demasiado solemne que requería una sensibilidad de la que Mr. Jones carecía a todas luces. No son ocasiones para ejercitar el ingenio, creo yo. El repentino fallecimiento de Julien Davenne, sin embargo, había dejado vacante el puesto, y era imperioso escribir uno ahora. Asumí el riesgo.

Se trataba de un filósofo norteamericano distinguido en Francia con la Legión de Honor. El suceso fue despachado por el New York Times con una somera crónica en la que se refería cómo el pensador hebreo se había arrojado al vacío desde la ventana de su despacho del Village. Luego, enumeraba publicaciones y reconocimientos (obviando vergonzosamente la distinción de que se le hiciera objeto aquí; poniendo en evidencia la absoluta falta de diligencia del departamento de documentación de los grandes periódicos.) No fue hasta dos días después cuando se hicieron eco de la nota.
(La nota. Hacerse eco. Putos burócratas).

Sobre su escritorio, entre montones de legajos y volúmenes de Kant y Eckhart, se había encontrado una nota manuscrita, un pedazo de papel arrancado con cierta premura de alguno de esos libros (letra impresa en el reverso; alemán), urgencia que era desmentida de inmediato por el trazo firme y seguro de la caligrafía, por la filigrana característica de su firma. El contenido, directo y conciso, no falto de humor: “He salido por la ventana.”
La excentricidad y laconismo del mensaje, supongo, debió excitar la lacónica y excéntrica imaginación de Mr. Jones, y una mañana, pocos días después de haber recibido el obituario que le encargué redactar, François, el encargado de los deportes, que andaba a la busca de un carrete de tinta roja para su máquina de escribir, revolviendo papeles y ceniceros sucios, se topó con una nota escrita a mano. “Querido mundo, me estoy yendo porque estoy aburrido. Te dejo con tus preocupaciones en esta dulce cloaca. Buena suerte.”
Al principio se alarmó. Aquella mañana Mr. Jones no pasó por la oficina oficial ni por la oficiosa, como refirió Schumacher.
Matilde tampoco se había personado en su lugar de trabajo. En cinco años, la joven nunca había faltado más que por extrema necesidad y siempre, previo aviso. De modo que, alarmado también yo, y tras telefonear repetidamente a Matilde a su casa (vivía con su madre anciana, sorda como una tapia), mandé a alguien al hotel donde se hospedaba Mr. Jones.


No pude evitar ese primer escándalo.

Debí cortar entonces por lo sano. Después de aquello, Matilde solicitó una baja temporal por el ingreso hospitalario de su madre.
Lo cierto era que desde aquel día, en la redacción todo eran murmullos a su paso, miradas rijosas, sonrisas lúbricas, comentarios obscenos. Supongo que era demasiado buena chica y no pudo perdonarse a sí misma.
Y más tarde, más notas de suicidio.
Firmadas ahora por diversos miembros de la redacción. La broma dejó de tener definitivamente gracia cuando, Matilde, tres meses después, habiendo ya enterrado a su madre y de vuelta en la ciudad, en su primer día de trabajo, al que se había reincorporado contraviniendo mi consejo, saltó desde la ventana del archivo de la redacción (tercer piso, sobre un furgón cargado de hortalizas)
Murió un par de días después. Naturalmente, se había encontrado una nota sobre una pila de archivadores. Mecanografiada, como todas las demás. Junto a un paquete vacío de Gauloise. Retorcido. Vacío. “Mamá, lo siento, y Te amo.”
Me levanté.

-¿Cómo se lo tomó Mr Jones?
-No se lo tomó ni mal ni bien. Me pidió redactar la necrológica con una voz empapada en licor. Me negué. Creo que fue mi único gesto de autoridad hacia él. El único al que me atreví. Aun con todo la escribió. Puede que tuviera algún cargo de conciencia. Ligero. Tampoco me informó de la oferta. Se fue con la misma prontitud con que llegó. Me dejó esta necrológica, malos recuerdos y la cuenta del hotel.

-No le guardo rencor, pero el pesar de haberle conocido me acompañará hasta la tumba, como esta bombona de oxígeno.

Entonces reparé en que desde el principio sostenía con la mano izquierda un diario enrollado. Un ejemplar del Liberal, presumí. No me equivoqué.

La noche se había cerrado sobre el caserío. Me acomodé sobre el amplio alféizar. La letra de Mr. Jones invadía en ocasiones el texto impreso. La extensión de la necrológica excedía con mucho la habitual. No en pocas ocasiones me vi obligado a releer una sentencia para poder atisbar su sentido. La críptica caligrafía emboscaba una semántica aún más esotérica. Al terminar la lectura, empapado en sudor, casi jadeante (por el calor, mayormente), me encontré con la mirada interrogante de Oçon. Pero no tenía nada que preguntar. Ese ejemplar anodino de un anodino diario de provincias, grabado con la letra de un genio era la única respuesta que me interesaba. Y ya la tenía.
Pedí que me permitiera transcribir la necrológica para editarla. Se negó. Insistí. Se volvió a negar, luego se sumó a la tercera o cuarta negación, Pascual con su presencia invasora del poco espacio, con un no mudo, nervudo y rematado en puños.
Me hubiera despreciado por arrancar de las débiles manos de un enfermo aquel manuscrito. No me hubiese perdonado dejar de hacerlo. Pero vérmelas con su gorila, no me seducía. Bien sé que Mr. Jones habría tenido en muy poco mi interés por su obra.
Hasta ahora, llegar a ellas sólo me había costado tiempo y dinero, dos cosas de las que ando sobrado. Ojalá pudiera decir lo mismo de mi valor.

Solicité vergonzosamente que me pidieran un taxi. Pascual se ofreció a llevarme él mismo. El sentimiento de humillación era insoportable.

Silencio atronador. Debe perdonar la obstinada resistencia de Monsieur Oçon. La lluvia golpeaba sin clemencia el parabrisas. Sufrió mucho con todo aquello. Seguía sin relacionar el timbre ridículo de aquella voz con esos miembros. Él y el padre de Matilde sirvieron juntos en Argelia. Los neumáticos saltaban sobre el asfalto irregular. Era viudo. Apreté con fuerza los puños hasta sentir las uñas. Y tras la muerte de Oliver, bueno, ya sabe cómo son esas cosas, se hacen promesas. Los focos apenas penetraban en la tupida cascada. Ella entró con catorce años a trabajar en el periódico. Al fin la señal: Saint Maurice, 2km. Y siempre fue para él como…

¡Cierra el pico y conduce, joder!





sábado, 13 de octubre de 2012

CRÓNICAS APÓCRIFAS DE MR. JONES.


SINFONÍA DE OCTUBRE






Allegro.

Solitario y triste como el andén de de una estación de provincias.

Triste ante la visión del andén de una solitaria estación provinciana.

El tiempo se prende de otoño triste y ocre, el tiempo del otoño se desprende, balancea y posa sobre el andén de esta estación gris y algo triste de provincias, y un poco otoñal, y un poco nostálgica de trenes y viajeros, demasiado inhóspita cuando uno no es ni una cosa ni la otra, cuando uno no espera a viajeros ni trenes.

Y nadie le espera a uno.

Cuando uno sólo espera ver el desprendimiento otro guarismo en el minutero del reloj, la fonda de una estación de provincia, es siempre un lugar, creedme, solitario, triste y ocre, aunque sea mayo y mediodía.

Mostrador, moscas, cercos de café.
Andenes despejados como la frente de un octogenario. Andenes saqueados como la boca de una octogenaria.

La voz enredada en la bruma de la megafonía se atraganta con una nueva llegada que, al parecer, no debía esperar, se anuncia un inminente brote de humanidad múltiple; un vómito urgente de cartílagos y huesos con pedazos de vida cautivos en maletas y mochilas pronto fluirá por los andenes como sangre por arterias, con esas maletas revueltas de recuerdos y ropa sucia y mochilas acribilladas a chinatos y pins del Ché, con recuerdos que promueven disturbios de bienvenida o cercan con manchas de soledad a ese/esa a quien nadie vino a recibir, y piensa si volverse al vagón, si este era su destino o lo habrá confundido, si, de hecho, tiene destino.
Algunos visten de sport, otros llevan traje con marítimos y maletines de piel y Ray-Ban bajo los cirros, algunos lucen rastas y barbas desiguales y abruman con ciclos la espalda, los más, severos cortes al uno, mejillas lampiñas y las espaldas ligeras, otros tienen novias de faldas cortas y sandalias trepadoras que dan histéricos saltitos al abordarlos, y están luego, los que tienen la pinta desangelada del que necesita una mujer agitando su generosa anatomía.
Porque, nada como una mujer de generosa anatomía, agitada, como un buen martini con vodka.
Y ellas, las que llegan no las que estaban. Ellas: morenas, rubias, con mechas o rapadas a lo Sinead O´Connor, los hombros altos y la piel de vinilo, la humedad de octubre sobre el ancho caderamen o la cadera enjuta y dietética abrumando la tarde-noche del domingo, la esbeltez en la insolencia del ombligo a la intemperie y tachonado, cercado por un tatoo que se pierde bajo el elástico de la braguita, ellas se apresuran a encender un cigarrillo impaciente, a proteger la llama con gráciles y finos dedos ensortijados, el labio fruncido de carmín para asegurar el afortunado cilindro, ellas llegan en pareja o en trío, con paraguas colgando del antebrazo o con bolsas del Mercadona colgando del antebrazo, a veces, paraguas y bolsa en balanceo solidario, y sonríen blancas tras los pearcings, cálidas y vivas bajo las prendas que aprietan su abundancia inmarcesible, a despecho del tiempo que las roerá.
Un leve barullo, en fin, pronto sellado por un silencio espeso, apenas una ligera alteración ambiental que se disuelve en los resquicios del minuto siguiente al de la invasión, y cruces de palabras, besos, salutaciones van a dar al río pedregoso y metálico que deja el tren a su marcha, dejando en la atmósfera del andén una cualidad a aguas removidas prontas a restaurar su quietud; y vuelta a los cercos de café, zumbidos de insectos, al mostrador sobre el que yace malhumorado un vaso vacío.
El espacio reclama su imperio y un silencio opaco se interpone.

la verdadera soledad son unos andenes atestados, escribe Mr. Jones en una servilleta.

-Otro Absolut, por favor.

-(Éste no espera a nadie. Éste no va a ninguna parte)


Mr. Jones adivina el pensamiento del barman soñoliento que no le mira a los ojos cuando le entrega el cambio,
no, ningunaparte queda lejos, incluso para el viajero vertical que fija la mirada de nuevo en la página remota sobre la que se marchita la última luz de la tarde.

-Con peladura de naranja, IMBÉCIL.

Adagio.



Mr. Jones, luego de hacerse con todos los servilleteros de la fonda, ante la mirada atenta y soñolienta del barman (un barman con algo de Joe Turkell, soñoliento y sin su Overlook), escribe:

...leemos para saber que no estamos solos, para no sentirnos abandonados, para saber que en algún lugar de esos que no se pueden visitar para tomar fotografías, alguien, algo más que un amasijo de cartílagos y huesos en permanente estado de oxidación, en la intimidad de un cuarto en la alta madrugada o en el bullicio de una taberna al mediodía, sintió estremecerse el alma y la imperiosa necesidad de dar testimonio del temor, del temblor,
escribimos a ciegas, escribimos porque sabemos que vamos a morir, no hay otro motivo, como sabía que moriría aquel oficial atrapado en el vientre de la bestia al sentir la acuciante la necesidad de narrar la muerte unánime en la negrura gélida del Mar de Barents, de novelar que aquellos hombres vivirían lentos una agonía cabe sus recuerdos, junto a las vivencias cultivadas a lo largo de una vida breve, como se antoja toda vida ante el trance último, que muchas vidas se iba a extinguir en una ceguera caliginosa, alquitranada y nocturna, urdiendo con símbolos mudos que no alcanzaba a ver, el tejido delirante de una maldición solidaria e inapelable que no merecían pero de la que eran destinatarios, el trazado de unas grafías remotas y silenciosas que refieren un hecho fatal en el esbozo de la morfología del horror, desbrozando un tremedal de pánico, transitando las besanas del miedo, sintiendo la urgencia tan humana de aferrarse con uñas y tinta al cabo que le ofrecía una palabra: la palabra, sólo en la palabra podían hallar, no consuelo, no una prórroga, toda vez que en ella y con ella, estaba asumiendo el acatamiento de un destino al que esa misma palabra daba sanción y cumplimiento, sino el anclaje del pasado colectivo en el porvenir único, que ella haría posible para todos esos hombres que se apilaban en cubierta con las manos entrelazadas, mascullando palabras inteligibles, la resurrección tras el desesperado Elí, Elí, lama sabajtani!, la salvación que iluminaría la angustia de las últimas horas traspasadas de estertores y atravesaría el opaco muro surcado de blasfemias o plegarias y costuras de angustia, prendidos de su superficie indiferente como el mar negro que se prolonga más allá del acero, silencioso, cómplice, que será su mortaja, palabra de la salvación que vence al olvido, auténtica muerte, la única y definitiva.
Y en ese instante, tras clavar el punto final de los finales con una gota de sangre ciega, encerrado con sus fantasmas en aquel lecho de sombras, donde el silencio pulsa congojas, cuando una levadura de culpa crecía ya en las galerías del Kursk, atoraba sus escotillas y ocupaba los camarotes dragando el poco oxígeno, Kolesnikov empezó a tomar conciencia de que la palabra es siempre sagrada, siempre un evangelio que testimonia el martirio (valga la redundancia), esas grafías tortuosas y oscuras, como el destino que debían afrontar, se erigirían en albaceas de un sacrificio estúpido y sin sentido, la palabra del pánico, enigmática y sin glosa, palabra de la desolación, palabra de la desesperanza que como un cuervo con el ala rota, se arrastra difiriendo el fin, tratando de hacerse digno en la agonía del recuerdo, y Kolesnikov, al fin, alcanzó con las yemas de sus dedos la certeza de que aquellas palabras trazadas con caligrafía convulsa, luminosa y fatal, serían las palabras que hacen mesías a todos aquellos que no pudieron ser finalmente salvados”.




Presto.

Un nuevo tren anuncia la megafonía. Mr. Jones levanta la mirada del billete.
Este tren no es como los otros, este tren viene precedido de un extraño hedor, de un violento crepitar, como de hojas secas pisoteadas, no amigos, este regional 666, último de la noche dominguera y octubre, viene extrañamente envuelto en llamas1...







1Nota del editor: El relato de Mr. Jones me fue entregado en Sierra Leona por un traficante de diamantes belga que se atribuyó la autoría de la introducción y la coda. Quede bien claro que sólo el relato poético del Kursk es atribuible a mi enigmático amigo. Al parecer, el innominado traficante (ignoto por obvias razones), llamémosle X, se hizo, tras una partida de cartas con un baúl que contenía las escasas pertenencias de Mr. Jones, y que éste le había dejado en depósito hasta que reuniera el dinero que le debía (sospecho que para el belga habría algo más de interés). Por desgracia para X, y por suerte para mí, Mr. Jones cruzó a Liberia esa misma noche. Al parecer, X, aficionado a la literatura (había cursado Filología Española en Brujas), sintió curiosidad por un puñado de servilletas prendidas con un clip que encontró entre la ropa sucia y media docena de relojes de pulsera, y decidió encomendarse a su afición de juventud, y completar así la narración con un marco de aires modernistas (era un entusiasta de Gabriel Miró, ojalá en España se le venerase con igual ímpetu). Por mi parte, le encontré algún valor y decidí conservarlo. La idea, según me dijo, fue la de recrear la circunstancia en la que Mr. Jones alumbró su recreación de la tragedia.
No creo que a Mr. Jones le importara, de hecho puede que hasta le resultara un gesto halagüeño.
Yo saldé las deudas de juego de Mr. Jones: 875 euros. Eso fue lo que me costó el racimo de billetes que contenían su obra original. Si me excedí en el pago, júzgenlo ustedes.    

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cuaderno de bitácora del Démeter: MARTYRS










Pour Dario Argento.

Permitidme una digresión de las mías.

Toda fe se asienta en el testimonio del profeta o iluminado de turno que tuvo vivencia, al parecer, de la trascendencia. Luego, su testimonio se recoge en textos “revelados”, es predicado por epígonos o enemigos, y revivido de forma vicaria por los fieles a través del rito.


El testigo puede ser hijo de Dios o del Hombre, pero su experiencia ha de ser necesariamente extrema, tiene que ser objeto de una vivencia sobrehumana para obtener el certificado de credibilidad. Pero en un ser humano, toda experiencia extrema incluye y concluye, diría, en el sufrimiento físico, toda vez que para llegar al alma hay que dar el rodeo del cuerpo, la carne sentiente y doliente, límite del sujeto con el mundo. Para que nuestra materialidad precaria y corruptible llegue a la plenitud del todo, alcance la perfección y la eternidad del Ser, necesariamente esta ha de ser deglutida, desgarrada, hecha jirones en el tercer momento dialéctico: la síntesis.
Ergo, el elemento trascendental (en el sentido kantiano de condiciones de posibilidad de algo) de todo testimonio radical, esto es, trascendente, es el dolor.

Ese fue el arancel que debió pagar Adán para ser tan sabio como Dios. Sólo qué resulto que lo único que Dios sabía es que había creado al hombre para morir, el ser-para-la-muerte heideggeriano.
¿Valió la pena, Adán?
La meditación Zen se ofrece como un método para alcanzar la trascendencia a partir de la influencia del cuerpo sobre la mente gestionando adecuadamente la sinergia física (el asiento que incide sobre el bajo vientre, depósito de la energía corporal, la respiración ventricular, etc.), se actúa así sobre la conciencia anulando, tras largos años de práctica o en unos pocos días, si acepta uno la tortura de su ejercicio ininterrumpido, su transitividad, abriendo la conciencia a la reflexividad y la comunión con la totalidad, disolviendo sus límites en la supresión de la dualidad sujeto-objeto.
Esto viene siendo la mística. Meditación, ascetismo, martirio, sendos ramales de la misma arteria.


Cristianismo e Islam nacen bajo el signo de una violencia que la madre de ambas, el Judaísmo, supo conjurar. Pero ya no bastaba con el sacrificio de un cordero para fundar una nueva fe, establecer una alianza más amplia, había que cargarse al hijo de alguien, y no de cualquier manera, debía ser una forma inspiradora, que conmoviera las almas y revolviera los estómagos.
Aquí nace el mártir.
Nadie ha interpretado mejor la esencia del acto fundacional de nuestra religión, nadie ha transitado mejor por la besana del suelo fertilizado con sangre del que brota lozana la devoción como Mel Gibson en La Pasión, film, me temo, que no ha sido suficientemente pensado por los prejuicios que el tema apareja. Sabemos que a la chavalada progre se le embota el sentido crítico ante cualquier artefacto que huela a religión, o quizá, porque para la intelectualidad europea, un australiano ignorante nada puede aportar al tema.
Y ahí está la cosa, en la mera exposición visceral, espectacular, litúrgica de un acto de violencia extrema, sin glosa ni comentario (discurso siempre hay), que alienta una ética, soportal de unos valores, los de nuestra civilización cansada, y el clavo ardiendo al que se agarran diariamente los infelices fieles de Mahoma que llevados por la desesperación, explotan su carga de odio y terror junto a la garita de turno.

¿Mártires o terroristas?
Si la violencia nos interesa y nos fascina, más allá de que su ejercicio constituya un elemento basilar de nuestra naturaleza y nuestra cultura (¿podemos, es legítimo, seguir estableciendo una diferencia entre ambas?), es porque siempre comunica una verdad; dolorosa, como lo es la verdad (no nos cansaremos de repetir la sentencia que enuncia Sófocles por boca de Tiresias: Q dañino es el conocimiento que no aporta beneficio al sabio), necesaria, como lo siempre la verdad, suceptible de ser ocultada, edulcorada, elíptica. Mentiras piadosas que en este momento de la Historia, maldita la falta que nos hacen.
En El club de la lucha, Tyler vertía una generosa cantidad de lejía pura sobre el dorso de la mano de Jack. En el acto, el sufrido amanuense, para zafarse del dolor, huye a su cueva de hielo mental cimentada en el discurso de la autocomplaciente nueva psicología, huérfana de Freud, y su optimismo ramplón, amparado en el prejuicio dualista de la superioridad de la mente sobre el cuerpo que estamos tratando de refutar.
No comprende aún el magisterio del dolor, no se atreve a mirar a los ojos del abismo, no sabe que hasta que no se toca fondo, como le dirá Tyler, no se es libre para actuar. No nos liberamos hasta que no dejamos de temer a la muerte, claro que eso suele ocurrir cuando la vida se antoja intolerable, cuando nos asomamos al martirio.
La fe es el clavo ardiendo al que se aferra el hombre cuando las condiciones materiales de la existencia se tornan intolerables.


  1. Primera revelación: el hombre es un ser para la muerte (Génesis).
  2. Segunda revelación: el miedo a la muerte nos impide ser libres; promesa de la resurrección (Evangelio).
  3. Tercera revelación: cuerpo y mente son un continuo (monismo místico)







Pascual Laugier nos golpeó el escroto hace cuatro años con esta pieza de cámara más cercana, en sus planteamientos, que no en su estética, a Haneke que a Ajá; un salvaje balbuceo desde la orilla ignota del dolor que pulsa emociones confusas y sacude con violencia el pensamiento.
Una historia sinuosa llena de meandros que recuerda a los guiones del mítico tándem Fulci-Sachetti, en los que el capricho era ley y el fin, únicamente, ensayar las variaciones Goldberg del horror visual, gratuito, como un bello arte. Sin embargo, la ambición de su discurso, los giros de la trama que tan poco satisfacen a algunos, están al servicio de la dialéctica de la violencia, irreductible a un tratamiento maniqueo.

La venganza de Lucie no nace tanto del odio o reclamo de una satisfacción personal como del deseo de exorcizar la culpa por haber abandonado, cuando tuvo la ocasión de huir de su cautiverio, a una mujer anónima encadenada a una silla y en un notable deterioro físico, retenida y torturada por las mismas oscuras razones que ella. En los años siguientes, esta mujer, convertida en un famélico fantasma surcado de cuchilladas, acechará en la oscuridad a Lucie para castigar su omisión y la joven se autolesiona con virulencia en momentos de tensión.
Su brutal matanza nace del deseo de hacer justicia a aquella desconocida. Sin embargo, una vez consumada la venganza, los ataques de la “criatura” se recrudecen. Naturalmente, el asesinato de una familia no puede menos que concitar una culpa mayor, nunca un alivio. Aunque ella sepa lo que la audiencia ignora aún de esa familia “normal”. Lucie había encontrado a sus captores, pero la sangre no trae la paz.
Anna no participa en el crimen de Lucie, pero está dispuesta a encubrir la masacre por amor hacia su torturada amiga, aunque no esté convencida, no pueda estarlo, de que esos cuerpos que yacen destrozados por las postas sean un grupo de secuestradores y torturadores, por eso, cuando descubra que la mujer aún vive, tratará de salvarla en vano de la furia de Lucie.


Un nuevo giro de la trama, conduce a Anna, una vez que la “criatura” se ha cobrado la vida de Lucie, a descubrir unas galerías en el interior de la casa que conducen hasta el habitáculo donde yace una mujer con su cuerpo estragado por la desnutrición, los golpes y cuchilladas.
Anna tendrá su segunda oportunidad de erigirse en salvadora, pero de nuevo fracasa. Anna permanece incomprensiblemente en la casa, amortaja el cadáver de Lucie, trata de ayudar a la mujer del sótano, ¿por qué? ¿Acaso se trata de sugerir una naturaleza bondadosa que la conducirá a la santidad?
Su situación cambiará en un nuevo quiebro narrativo que nos introduce en el segundo bloque del film, cuando se revela el sentido de los secuestros y torturas, el deseo por parte de una secta de crear un mártir que pueda dar testimonio de lo que hay al otro lado.
Fabricar a una víctima es fácil. Un mártir es otra cosa, hay que cultivarlo como a un hongo.
El mártir es una persona que logra encontrar una puerta en la habitación negra del dolor, una puerta al otro lado que se ocultaba entre los pliegues del miedo. Sólo cuando se toca fondo somos libres, cuando se pierde el miedo a la muerte o cuando la muerte se antoja el único medio para escapar de la carne doliente y la celda del cuerpo, la víctima se erige en mártir.




Anna vence al miedo, al odio hacia sus captores, al dolor, y vive para dar testimonio. Anna entra en los predios de la santidad. Anna logra la fin salvar a alguien, se salva a sí misma. Quién sabe si también a sus captores.


En el primer bloque, el protagonizado por Lucie, se plantea el tema de la inversión de víctima en victimario, la pertinencia moral de la venganza, la culpa solidaria de la víctima con sus iguales, en última instancia, lo fácil que resulta para cualquiera “fabricar” una víctima, y lo difícil que es abandonar dicha condición.
El segundo bloque, protagonizado por Anna, muestra un medio para dejar de ser víctima sin convertirse en verdugo.

Laugier traza el tortuoso itinerario que conduce a la santidad, a una reescritura bastarda del Evangelio, hartos de esperar al Mesías, un grupo de ricachos, hastiados, suponemos, de la abundancia material en que bogan sus vidas huérfanas de espíritu, decide fabricarse uno para uso propio, forzar un segundo advenimiento.
La postura distante del francés ante lo narrado contribuye a acentuar el horror. No obstante, se desmarca de las tendencias “autorales” en la representación de la violencia. Imposible no pensar en Haneke, la misma mirada gélida, la misma ausencia de juicio, sin embargo, Laugier no ahorra en recursos formales para poner en escena los actos violentos, evitando sostener el plano (de hecho, multiplica los raccords), la elipsis y el fuera de campo. La focalización narrativa es altamente convencional y busca maximizar la implicación de la audiencia. Bascula de Lucie a Anna, y la familia del comienzo, así como de Anna a sus captores durante el segundo bloque.
Puesta en escena y narración al servicio siempre del espectáculo, un espectáculo nada complaciente con el espectador, sin duda, pero espectáculo al fin, aunque su razón de ser sea la de joder a una audiencia que se creía curada de espanto tras la interminable y soporífera serie de Saw, o el soberbio díptico de Hostel, donde el gore se ve con la mueca de asquito o regocijo, pero siempre al servicio de un goce perverso.
Nada que ver chavales, esto va en serio, aquí no podréis llenar la carrillada glotona con una narración complaciente a la busca de un clímax espectacular y atropellado, ¡cha-chán! Aquí no podréis agarraros la erección mientras hacen jirones la carne trémula de una ninfa casquivana de braguitas húmedas.
Estamos ante una agresión de proporciones similares a la de El perro andaluz, versión blockbuster, una muestra de terrorismo cinematográfico que obliga, navaja al cuello, a mirar, a no apartar la mirada, a seguir mirando cuando mirar duele, y, como era habitual en Fulci, se lloran lágrimas sanguinas.
Lo que nos desconcierta de Laugier es que un contenido tan ambicioso e insólito se informe en una puesta en escena tan funcional, convencional, poderosa. Hay una cierta falta de adecuación incómoda entre forma y fondo (quizá por que nos tienen acostumbrados a que un contenido de enjundia se informe de manera epatante, rompedor con los usos acostumbrados), que pone en una tesitura el crítico a la hora de pronunciarse sobre su obra, decidir si hay un planteamiento sólido o estamos ante un balbuceo, un ensayo sin previsible continuidad. Acaso la razón de ser del film sea simple y llanamente esa, incomodar a base de ser ambiguo, moral y estéticamente.




Epílogo.

No podemos dejar de señalar, por lo que nos satisfizo en el momento de su visión, la dedicatoria final a Argento, que pese a que sus últimas obras nos obligan a bajar la mirada con dolor y sonrojo, el brillo de su cine de los setenta y parte de los ochenta, lo mantienen como el maestro indiscutido del fantástico europeo. Y Martyrs, un homenaje a la altura.