sábado, 5 de noviembre de 2011

NO IBA A SALVAR A MARTHA...

     Pero no era un viento fresco soplando contra su rostro sudoroso, sino caliente, que llevaba el olor de la arena roja. Pero era viento, firme, podía sentirlo sobre su rostro húmedo de sudor y verlo, quemándole salvajemente, bajo el ala del sombrero, pesadamente, entre las hendiduras de su frente, y más abajo, suspendido en el espesor embarrado de las cejas. Pero era más que eso. Era más que un escozor que se le enroscaba ahora a los ojos, aunque apenas pestañeara, era el obstinado avance de una idea, detenida por un momento para que la mirara, pero todavía buscando ese profundo nivel mucho más bajo que la industria pertinaz que conmocionaba el lomo de la bestia, perentorio, pero de una manera remota, más bajo que el nivel horizontal del lomo blanco de sudor animal y el hálito prolongado para soportar el peso de un mundo mientras le durara el resuello, eran los ojos bien abiertos llenos de algo más allá del fulgor del mediodía, sin nada de encogimiento, aún no de horror, con una especie de asombro bataneado por el corazón fuerte del caballo, pendiente de su respiración urgente, como dragando el aire que le sobraba pero que podía remansarse si fuera preciso, si se renovara, si reviviera el deseo, pero era una vana esperanza aguijada por su ilusión de prisa, antes de saber y ya, sabiendo, con la certeza clavada en su entrecejo oscuro, de que la distancia se enredaría entre los cascos, trepidando en la sustancia viviente del animal hasta detenerla, sin alcanzar su improbable destino, cuando la idea que se había insinuado entre las dunas, indefinida y confusa, lindera con nada, esquiva, se encrespaba entre los surcos recorridos de sudor, llena de fuego, llena de triunfo y salvaje desafío, pero también de repudio y hasta piedad, como si el mismo andamiaje de sombra en que se encarnaba, supiera que no se atrevería a volver sobre sus pasos, y súbitamente lo oyó, se dio cuenta que había estado escuchándolo todo el tiempo, bajo el golpeteo atrozmente descompasado de sus sienes, elevado apenas sobre el bataneo profundo del animal, en el gemido del viento caliente que arrastraba una arena feroz, con olor a humo y carne chamuscada, no con melancolía, no con inquietud, sino con una especie de complacencia maligna, y no alarmado, ni preocupado, sino rabioso, en cresta se rizaba la recién formulada certidumbre, como un guiñapo sanguinolento y gemebundo: no iba a salvar a Martha.

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