sábado, 22 de octubre de 2011

ROBERT FORD.

Su muerte fue una secreta
victoria. Nadie se asombre
de que me dé envidia y pena
el destino de aquel hombre.
BORGES







     Al principio rehusaba creerlo, no porque sintiera que había llegado el momento para el que llevaba preparándose desde hacía días y esperaba entre resignado y solícito, no con impaciencia o ansiedad, pero tampoco totalmente en ausencia de deseo, sino porque la noticia del arresto y las más que probables sospecha que albergaría Jesse hacia ellos trocaba inesperadamente su condición de instigadores por la de víctimas y ahora, menos por cumplimiento de un deber siempre diferido o eludible que por la imperiosa necesidad salvar sus vidas, había precipitado la decisión que empezaba a creer, necesitaba creer, él no había tomado, que había sido tomada por un poder ajeno, una fuerza demoníaca y cósmica, para concentrarse sobre él con mortal puntería durante semanas, meses, desde siempre tal vez, y que bien pudiera con una violencia ciega y fatal, salvaje en su caprichoso proceder y devastadora potencia, mostrarse con tan razonables vestidos en la actual situación, tan pródiga en argumentos exculpatorios y perdones no solicitados, que una vez fuera acatada su sentencia, sencillamente dejaría la mano a su merced para hacer puntería, persuadido al fin de que su papel en el curso de los hechos no era más que el de un instrumento o intermediario y ejecutor de un secreto designio que podía empezar a leer en las líneas de su mano o en las partículas de polvo que danzaban su frenesí en los rayos del sol declinante que recortaba ya contra la pared su brazo alzado, y cuando al fin lo supo con la certeza del fanático, se entregó al cumplimiento de un ritual mil veces oficiado que dispensaba una firmeza lítica a su pulso, en el abandono de la rutina o un hábito firmemente asentado que singulariza un carácter o labra un destino, y no tuvo que amartillar el Remington, mansamente el disparador cedió tras el índice, pero ya no pudo oír la detonación, ni aguardó a que el cuerpo crispado en el suelo dejará totalmente escapar la vida en un caliente chorro feroz, porque al fin se dejaba adivinar a través de la estrofa de humo azul que le arrancaba lágrimas, del sartal de humillaciones sufridas al socaire de una admiración que le había desgarrado penachos del alma, del cortinaje espeso de despecho y rencor que quema como una explosión de pólvora, que había llegado a saber quien era, había llegado a ser el que sería por siempre, que ya era Robert Ford.







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