miércoles, 5 de octubre de 2011

A VUELTAS CON LA ÉTICA.

La filosofía moderna nació desvelada por el demonio de la duda y un anhelo de improbable certeza que creyó pisar suelo firme con el volátil hallazgo del cogito cartesiano, con el inesperado resultado de perder a la alteridad en la brumosa lejanía de la incertidumbre.
El formalismo ético kantiano lejos de restañar la cesura la ampliaba enunciando imperativos y postulando buenas voluntades intransitivas que no perseguían otro fin que su auto cumplimiento onanista.
Con Hegel llegamos a la máxima expresión de esta perplejidad ética: ahora el otro es un momento negativo en la aventura del Espíritu hacia su reconocimiento, una negatividad dinámica que invita a la purga, lo diferente refractario a la identidad que precisa el sacrificio; el tercero excluido del Yo y el Mismo que espera le caven la fosa.
Así, la ética seguirá cautiva en los predios del sujeto hasta los días de la emergencia de la Fenomenología y su hijo bastardo, el Existencialismo, donde a la par de la responsabilidad individual –en ausencia de Padre-Tutor-se hace preciso salvar el hiato que allegue al escurridizo otro, tributario de dicha responsabilidad. Pero sólo bajo ciertas condiciones.
La víctima siempre nos conmueve, su sufrimiento nos la hace simpática. Es fácil compadecerla por su condición de víctima antes que por su condición de hombre. Porque el cuando el otro no es víctima es el vecino que ofende mi sentido de la urbanidad con su grosería, mi autoestima con su superioridad manifiesta, su talento, su brillantez; mi decoro con su exhibicionismo. Es el otro que vive en la casa que para mí quisiera, conduce el coche que nunca tendré y fornica con un número de hembras superior a las dos cifras. Es el otro que me repugna por su miseria maloliente, su mirada lastimera, el reproche de su debilidad ante mi indiferencia. El otro que ambiciona mi trabajo, mi mujer, mi coche o mi vida. Es el otro que me desprecia, que no me invita a su cama, cuya voluntad no se pliega a mis deseos. El otro que es libre, que se permite la insolencia de vivir sin pedirme permiso. Hasta de ser feliz.
Así las cosas, ¿cómo podré ofrecerle mi amor, edificar una ética sobre alguien que, por exceso o por defecto, me incomoda hasta límites insospechados?  Sólo si el otro se me muestra como una víctima, humilla su humanidad y convoca mi condescendencia.
Ahora será un animal de compañía, come de mi mano, me hace fiestas cuando llego y nunca se aleja demasiado. Con razón Schopenhauer decía aquello de que cuanto más andaba entre hombres más quería a su perro. Especialmente cuando llevado por la envidia,  hizo coincidir sus clases con las de Hegel para robarle alumnos y se encontró dictando a las paredes. Anécdota que no redunda en menoscabo de su grandeza como pensador, acaso sea la Voluntad el hallazgo capital de la filosofía del siglo XIX, pero sí es revelador  del carácter de los muchos “amantes de los animales” que aparecen cada vez que pedimos fuego, toda vez que ese “amor” se afirma en la demonización de la humana condición. Resentidos y mediocres, sólo entre perros y gatos olvidan su odio revolcado en el cenagal de la miseria y el asesinato que ven lejanos pero que conmueve su lúbrica compasión, de un dolor que nunca debiera ser la estrella (“Jamás un primer plano”) pero que ellos se empecinan en promocionar “para que no olvidemos” con la erección piadosa apuntando bajo el pantalón a la voluptuosidad de la piedad, la denuncia ante la nada y el compromiso con ellos mismos y una benevolencia gratuita y complaciente que eyacula mierda sobre la ética del otro-que-no-soy-yo. ¡Qué buen tío soy!
La ética pos moderna fue posible gracias a que buena parte de la humanidad fue reducida (o elevada) a su condición de víctima, es decir, a la inflación del dolor. El Otro se hizo tangible gracias a su dolor. Un dolor ciertamente abstracto para el que escribía o escribe sobre él pero que ensaliva las zonas erógenas de la empatía, la simpatía y los buenos deseos del imagine all the people...

No hay comentarios:

Publicar un comentario