domingo, 7 de agosto de 2011

TE QUERRÉ SIEMPRE.




Amor se llama el juego
 en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño
Sabina.

Apenas llega agosto, llega el momento de emprender el viaggio más querido, el regreso más ansiado a la asoleada Napoli y volver a transitar la indolencia de sus calles y el tiempo detenido de los museos; volver a subir al oráculo de Apolo y desde allí contemplar a través del cortinaje azul, la isla de Capri y adivinar a Fritz Lang ultimando los preparativos de otro plano de La Odisea mientras una pareja va desamándose entre toma y toma traspasada como un San Bartolomé por las saetas del desprecio solidario, sin sospechar que en la península cercana, otra pareja va arañando penachos de un amor agónico que se quedan entre las uñas, un amor pisoteado que se queda pegado a las suelas, un amor castigado por esa necesidad que tenemos de herir para afirmarnos.
Te querré siempre tituló algún iluminado, no sin chanza, la obra maestra de Roberto Rosellini, Viaggio in Italia (1954) crónica del fin del amor y comienzo de otra cosa…adónde va el amor cuando se olvida…  Ingrid Bergman saca su abandono de turismo por monumentos y museos haciéndose esa misma pregunta, tratando de ser otra, tratando de ser aquella muchacha amada por un Michael Fury apócrifo, el mismo joven que amó de aquella manera juvenil y triste a todas las mujeres maduras, ya abandonadas al desafecto, evocado cuando la soledad va calándoles el alma y buscan refugio en las catacumbas de un recuerdo especioso apenas reconfortante.
Y mientras, George Sanders saca su orgullo maltrecho por la noticia de ese amor que aún flamea siquiera en el arsenal de reproches que le dirige Ingrid, a pasear por la noche promisoria de Capri, en busca de un áspero desquite que no llega, ni en forma de amores mercenarios, y sólo alcanza, a su vuelta, para sembrar la dolorosa duda en el corazón de su mujer, que distrae la inquietud haciendo solitarios en la alta madrugada.
Y así, va pasando otro agosto, y así va muriendo otro verano. Pero estamos respirando fotogramas de un creyente y esta pareja rota, ahora no más que dos soledades a la deriva, será testigo del hallazgo de otra pareja que detuvo su amor en un lecho de cenizas vencedor del tiempo, y amonesta desde la eternidad, con una terneza arqueológica, a estos amantes exiliados de sí mismos, haciéndoles ver que otra cosa es posible.
Pero aún no basta. Y tratan de huir de lo que les persigue, del otro que va con ellos, y así llegan a una procesión multitudinaria en la que de repente alguien grita ¡milagro!, y un ciego alza los brazos a la Virgen y la multitud ferviente se precipita y separa a la pareja que ya hace planes de separación. Pero les entra el pánico, y se afanan por llegar el uno al otro en medio de la agitación devota, y luchan contra el obstáculo de los cuerpos anónimos para que sus manos se vuelvan a tocar. Y cuando lo logran y se abrazan y sus bocas pronuncian de nuevo esas palabras que tan poco se prodigan y tanto suenan a verdad, incluso en la impostura, gritamos nosotros también, ¡milagro!, porque estos dos que antes estaban ciegos ahora ven.
Porque Rosellini no es Godard, y por un momento nos hace creer que la muerte no es el fin.
Porque Rosellini no es Kubrick, y por un momento nos convence de que el sexo sólo no basta.
Porque Rosellini, como Donen, nos hace creer en un amor incólume capaz de superar la travesía del desierto, renacer de las cenizas que deja tras de sí la pasión, y reverdecer al socaire del hábito, de la costumbre, del miedo a la soledad quizá, pero verdecer al fin con un esplendor efímero que nos basta para creer en los milagros y bendecir su nombre por siempre.

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