sábado, 20 de agosto de 2011

DIARIO DE LECTURAS: Paco Umbral.

La reciente lectura de Automoribundia, del gran RAMÓN Gómez de la Serna, me sugirió, me obligó casi, a rescatar un libro que llevaba años cogiendo polvo en mi biblioteca, Ramón y las vanguardias de Paco Umbral.
 Umbral, y me apropio de una de sus ocurrencias, procede fingiendo un género, el ensayo literario, perpetra el retrato de uno de los bodegones que más saqueó en su andadura (hay mucho que pescar en el caudal de la prosa de RAMÓN[1]), y se propina al tiempo, la coartada idónea para escribir y escribirse. Rescribirse a la oronda y redonda sombra ramoniana. En pocos escritores se cumple con tanto acierto la “ocurrencia” de Barthes: “escribir es un verbo intransitivo”.
RAMÓN umbralizado o RAMÓN en el Umbral, que yo también me umbralicé lo mío cuando me cogió a traición con El diario político-sentimental, va ya para década y media (qué viejos somos). Aquella prosa urgente y desatada hirió lo más hondo de mi vocación letraherida y me hizo concebir un anhelo que no me atreví a formular hasta mucho más tarde. Y un deseo, al que sucumbí de inmediato, fatigar las páginas de su profusa obra, surcando géneros (novelas, crónicas, ensayos, diarios) y naufragando al cabo en la galena de su omnipresencia monótona, con la fiebre de la militancia del estilo en el mascarón de proa, y las bodegas llenas de citas y referencias a otros autores, pecios que me llevaron al cabo a tierra firme.
Sin Umbral no hubiera leído al Valle novelista, ni a Gide, ni a Miró, ni a Foxá, ni a González Ruano, ni a Carpentier, ni a Simenon, ni a Pla, o al menos, no en el momento en que lo hice. Ni hubiera visitado aquel Burgos salmantino de tedio y plateresco, ni subido la Cuesta de Moyano bajo el efecto de los martinis del Café Gijón. Me inició en esa extraña alquimia que se produce cuando un sustantivo casa con el adjetivo menos previsto, en el goce de paladear un periodo, sentir el pálpito de un ritmo, como se nos va el alma en la cadencia de un tonema, la lujuria de un estilo que nos da al hombre y su temple, un modo de ser y de vivir y reinventar el mundo, de literaturizar la vida y vivir la literatura, en la literatura, por la literatura.
Pero nada dura siempre y se acaba imponiendo el deber de matar al padre, y una mañana nos amanece con la basca del hartazgo, la resaca del tedio, y Umbral se nos vuelve antipático francamente odioso. En el sartal de citas que enarbola delata el carácter pueril, la pose del temperamento mediocre que afana reivindicarse, la notoriedad a contrapelo, el deseo, legítimo sin duda pero decepcionante, de ser tan sólo la vedette de nuestras letras (con permiso de Cela), como el bajito que se pone ridículamente de puntillas en las fotos de grupo.
Y al socaire de los nombres que en él aprendimos y por él leímos, sucumbe como un mero divulgador emboscado tras la máscara hosca del polemista de mesa-camilla con la pólvora mojada y el vaso de leche fría. Encabrona la ligereza con que despotrica de Stendhal, Galdós, Kipling, ¡Borges!; la arbitrariedad con que despacha en su Diccionario de literatura a Vargas-Llosa apuntando que “gusta a las mujeres”, o la desfachatez, la mezquindad, la mala ostia que mostró al negarse a presentar Las máscaras del héroe alegando que Prada había plagiado de Foxá el retrato de José Antonio. ¡¡¡Qué otra cosa hace él en La leyenda del César Visionario sino fusilar Madrid, de Corte a Cheka!!! Acaso vio que Prada, con 26 añitos, era ya mejor novelista de lo que él sería nunca (que Juan Manuel luego se haya convertido en un cantamañanas como columnista y haya fracasado clamorosamente en lo meramente literario, no quita para que Las máscaras del héroe, aun estando escrita con jirones de Cansinos,RAMÓN, Valle o Foxá, sea una magnífica novela.)
Y al fin, una tarde, arrojamos para siempre (o eso creí, en la ofuscación del momento) Mi amado siglo XX con una mueca de asco, sobre el montón de lecturas inconclusas, sin intención de volver a esa consabida crónica de sí mismo, a la apología de una escritura autocomplaciente y manida sin nada nuevo que ofrecer salvo la repetición de las típicas ocurrencias umbralianas, de las que tanto abusó en los últimos años.
Y aunque se me clavó en el alma la imagen de la soledad de su sepelio, el abandono doloroso en que lo encontró muerte, para mí no era ya más que una escalera inservible, tan sólo podía ofrecerme un descenso no deseable. De los restos del naufragio rescatamos Mortal y rosa claro, Los cuadernos de Luis Vives, La trilogía de Madrid, Las voces de la tribu, el primer párrafo de La leyenda del César,  y tal vez Un ser de lejanías.
Pero por obra y arte de RAMÓN y su conciliadora mediación, hemos vuelto, quién lo iba a decir, a visitar al viejo y gruñón Paco. Hemos vuelto a revivir impresiones y cabreos, alguna alegría pasajera, ninguna decepción.
 Al hilo de lo que se le ocurre, entre menciones a Hegel y Kant  (casi siempre en este orden), ataques al “Realismo”,Baroja y Galdós, a la filosofía sistemática, repitiendo hasta la saciedad la ocurrencia del libro “el pensamiento plástico de RAMÓN”, que él asocia con un regreso al pensamiento presocrático (¿?), va sembrando perlas como: “…pero hay veces que (RAMÓN) consigue acceder al pensamiento teórico, ya que no abstracto.” “Para el Idealismo todo está en la mente y para el Positivsimo todo está en las cosas. Para el hombre moderno todo está en la mente, pero en forma de cosas.” (¿?) Hay que ser indulgente con el viejo Paco, me digo a cada página para mitigar la irritación. Argumentar no iba con Paco, dejaba la frase lapidaria, la sentencia ingeniosa a la que sacaba relumbres quevedescos, como una cagadita insolente y orgullosa de sí misma. O así (que diría él, tan cheli siempre)
Lo cierto es que, pese a todo, ha sido un grato reencuentro, por momentos incluso nos llegó el aroma del otro que fuimos y proclamó, orgulloso e ingenuo, su militancia en un estilo, su amor a Umbral, en la imitación devota de giros y ocurrencias en páginas sin cuento, perdidas para siempre en cuadernos perdidos con los años perdidos. Y aprendió algo valioso, la literatura es un sacerdocio a cuyos votos no debemos faltar los huérfanos de la realidad, de un mundo al que ya no interesamos y nos lleva a la deriva (disculpen la abundancia de metáforas naúticas, me encuentro leyendo a Conrad).
La literatura nos salva y en ella nos fortalecemos, nos encontramos a veces y nos perdemos siempre.
           


[1] Gustaba de escribir su nombre con mayúsculas y no estoy por la labor de contrariarle.

jueves, 18 de agosto de 2011

EL RESPLANDOR.


Mujeres.
 Mira que las deseo.
 Y qué poco me gustan.

Luis Alberto de Cuenca

Kill, kill, kill…

The Doors

La primera vez que me alojé en El resplandor (The Shining, 1980. Stanley Kubrick), frisaba los diez años y mi mirada infantil deambuló entre la fascinación y el desconcierto por los pasillos transitados por malos recuerdos del Overlook. La memoria en lo sucesivo sería cautiva de tres cifras, 237, y de una frase que repetía hasta el delirio su propia vacuidad ensimismada, una íntima y secreta frustración apenas formulada en los espacios en blanco que se abren entre línea y línea; un escupitajo furioso a la cara del espejo.

La segunda vez que visioné el film de Kubrick me habían dado alcance la adolescencia y una cinefilia ávida y desgreñada, y solo tenía ojos para la exuberancia de los travellings, la lujuria del espacio comunicada por los angulares, la composición de cada encuadre y las fuentes de luz que los animaba: Kubrick me había aherrojado la mirada y tirado la llave por la alcantarilla. Desde entonces han menudeado las visitas a los pasillos del Overlook; desde entonces, el secreto tras la puerta de la 237 que acechábamos a hurtadillas, siempre es otro, un deseo velado, una plegaria no formulada o una plegaria atendida; pero sólo en fechas recientes he penetrado el enigma de la mente de Jack y el móvil nada sobrenatural de sus acciones: el confinamiento en el purgatorio de los deberes familiares desliga las fuerzas de su voluntad de poder y las anuda al parachoques herrumbroso del furgón de sus “responsabilidades”, al costo de postergar una vocación, un modo de ser y estar en el mundo, una esencia que cifra el sentido de toda vida (es decir, de la vida de aquellos que la viven desde una vocación, que los otros son zombis o plantas de interior), dejando en su lugar un rencor viscoso y hediondo que se pega al velo del paladar y un duro pensamiento le fue creciendo monstruoso, obstinado, fatal: ha de cortar el nudo gordiano, ha de matar a Wendy.

Porque Wendy es esa mujer en la que el deseo ha cumplido su ciclo y ya es incapaz de citarla con la lujuria. Porque Wendy es un ser mezquino y servil que sólo puede ofrecer sentimientos tibios y desayunos en la cama. Porque Wendy es la rémora para que Jack llegue a ser escritor. Porque Wendy es la causa de que el tenga que trabajar de lava coches o albañil. Porque mientras con su estúpida mirada bovina relata el parte meteorológico interrumpe en Jack el oficio de la musa maldita que le dicta una salmodia diabólica, unos versos satánicos que se copian a sí mismo como los virus, que se han metido en el laberinto de su mente, como Wendy y Danny, y a los que tendrá que desalojar con artes de leñador, a hachazos.

¡Mátala Jack!, no permitas cargar con la impedimenta de su mediocridad y cobardía, un falso desvalimiento, una sibilina habilidad cultivada en los rincones más oscuros de la envidia, el rencor, la frustración de saber que no es como tú, para rosigarte luego los cimientos del ánimo y la voluntad como oruga hacendosa y repulsiva.

¡Mátala Jack!, no eches a perder tu única vida al lado de esa arpía con piel de cordero y urbanidad melosa, ese rencor vivo que enarbola a tu hijo cuando se tercia, como reclamo para no perderte, y arguye su bienestar siempre que te ronda el éxito, para que huyas de su promesa y te claves a su lado. 


¡Mátala, mátala, mátala!





http://cinedivergente.com/ensayos/especiales/estados-alterados/trastornos-mentales-la-hora-del-lobo



jueves, 11 de agosto de 2011

CRÓNICAS APÓCRIFAS DE MR. JONES.



-El cuerpo es infinito y melodía.

PAZ

-Como aquella otra vez en Oaxaca. Una vez más se había quedado sin papel y comenzó un nuevo capítulo en la espalda de una puta. En realidad hay dos versiones. Según la que circulaba por los mentideros, fue sólo un párrafo de la obra en que trabajaba, copiado poco después en un paquete de cigarrillos, pero supe años después, de boca del mismo Mr. Jones[1] que se trataba de un cuento que le sorprendió literalmente a calzón bajado, fruto, y cito textualmente, “de la singular confluencia entre mi estilográfica y la tibieza de la dermis lienta, el olor fosco y hembra, de la puta a la que el tequila le embrollaba el oficio.” De este modo, dio inicio a una narración acerca del encuentro inopinado y melodramático de un padre con su hijo abandonado u olvidado años atrás y recuperado en el trance de la sala de un tribunal o la mesa de operaciones de un quirófano, que en esto difieren nuevamente las versiones o el ejercicio minucioso de la impostura, cultiva la discrepancia.
 Comenzada la faena, su caligrafía se desgranaba en caracteres diestros y bien acabados, los trazos, allí donde la piel presentaba impurezas o el sudor permanecía y amenazaba con arruinar el conjunto, eran cuidadosamente repasados, aquí, puntuaba con un lunar, allí sorteaba una cicatriz, luchando siempre contra la violencia indómita y beoda de su pergamino, no tan quieto como él quisiera, sin apenas corregir: el dedo ensalivado bastaba cuando un vocablo marraba el objetivo. Espalda abajo, el torrente de menudas grafías encontró propicio el remanso del caderamen, en el caudal de las nalgas su escritura, fluida y generosa, se desgranaba en una caligrafía menuda y afilada, cortante en las corvas; aplicó cuchilla allí donde el vello intonso hacía impracticable el curso fatal de unos hechos que se asomaban a la tragedia desde el brocal del destino. Ahora, el compás de las piernas imponía una prosa suelta abismada en las vaguadas de una piel repetidamente arremetida y estriada, tantas veces antes recorridas por lenguas lúbricas y anónimas que arrancaran a su dermis adolescente jirones de un deseo furtivo y culpable, era esa noche violada por la fría turgencia insomne de una Parker desfloradora de doncelleces insospechadas. El recurso al verso, hallazgo imprevisto y precioso, según se lamentó, fue imperativo casi, ante la imposibilidad de anudar los periodos; abundaba en endecasílabos y eneasílabos, aunque no rechazaba arrancar a un buen alejandrino relumbres modernistas, precipitando la verba hasta las sábanas, perdiendo letras y rescatando trazos. Abrumada la reciedumbre de los gemelos y refractaria la angostura de sendos talones de Aquiles, saltó a los encallecidos talones, transidos de taconear mil calles, donde más que escribir cincelaba, hasta que el punto y final se insinúo providencialmente en el puente estriado del pie derecho.
Exhausto por, según sus palabras, la más genuina y absorbente experiencia, y recalcó, experiencia literaria, y matizó literaria, de su vida, aliviado pero dolorido tras partear una ficción que llevaba años clavada en la inspiración, se dejó tomar imprudentemente por el sueño (recordemos que era insomne) sobre la superficie mullida de su obra magna, con el pálpito de la vida reciente, sobre su calidez viva y vivificante, norte y cumplimiento de toda una vida consagrada al producto mercantil de un oficio, una artesanía esmerada pero dolorosamente inerte, apenas asistida por la inspiración, etc.
Al grano, cuando se despertó la puta ya no estaba allí….







[1] De todos es sabido su propensión a la relación de anécdotas apócrifas o francas mentiras que su interlocutor aceptaba de buen grado enredado en su hipnótica facundia desatada cuando el vodka soltaba a la musa en el ruedo sin burladero de la noche.

domingo, 7 de agosto de 2011

TE QUERRÉ SIEMPRE.




Amor se llama el juego
 en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño
Sabina.

Apenas llega agosto, llega el momento de emprender el viaggio más querido, el regreso más ansiado a la asoleada Napoli y volver a transitar la indolencia de sus calles y el tiempo detenido de los museos; volver a subir al oráculo de Apolo y desde allí contemplar a través del cortinaje azul, la isla de Capri y adivinar a Fritz Lang ultimando los preparativos de otro plano de La Odisea mientras una pareja va desamándose entre toma y toma traspasada como un San Bartolomé por las saetas del desprecio solidario, sin sospechar que en la península cercana, otra pareja va arañando penachos de un amor agónico que se quedan entre las uñas, un amor pisoteado que se queda pegado a las suelas, un amor castigado por esa necesidad que tenemos de herir para afirmarnos.
Te querré siempre tituló algún iluminado, no sin chanza, la obra maestra de Roberto Rosellini, Viaggio in Italia (1954) crónica del fin del amor y comienzo de otra cosa…adónde va el amor cuando se olvida…  Ingrid Bergman saca su abandono de turismo por monumentos y museos haciéndose esa misma pregunta, tratando de ser otra, tratando de ser aquella muchacha amada por un Michael Fury apócrifo, el mismo joven que amó de aquella manera juvenil y triste a todas las mujeres maduras, ya abandonadas al desafecto, evocado cuando la soledad va calándoles el alma y buscan refugio en las catacumbas de un recuerdo especioso apenas reconfortante.
Y mientras, George Sanders saca su orgullo maltrecho por la noticia de ese amor que aún flamea siquiera en el arsenal de reproches que le dirige Ingrid, a pasear por la noche promisoria de Capri, en busca de un áspero desquite que no llega, ni en forma de amores mercenarios, y sólo alcanza, a su vuelta, para sembrar la dolorosa duda en el corazón de su mujer, que distrae la inquietud haciendo solitarios en la alta madrugada.
Y así, va pasando otro agosto, y así va muriendo otro verano. Pero estamos respirando fotogramas de un creyente y esta pareja rota, ahora no más que dos soledades a la deriva, será testigo del hallazgo de otra pareja que detuvo su amor en un lecho de cenizas vencedor del tiempo, y amonesta desde la eternidad, con una terneza arqueológica, a estos amantes exiliados de sí mismos, haciéndoles ver que otra cosa es posible.
Pero aún no basta. Y tratan de huir de lo que les persigue, del otro que va con ellos, y así llegan a una procesión multitudinaria en la que de repente alguien grita ¡milagro!, y un ciego alza los brazos a la Virgen y la multitud ferviente se precipita y separa a la pareja que ya hace planes de separación. Pero les entra el pánico, y se afanan por llegar el uno al otro en medio de la agitación devota, y luchan contra el obstáculo de los cuerpos anónimos para que sus manos se vuelvan a tocar. Y cuando lo logran y se abrazan y sus bocas pronuncian de nuevo esas palabras que tan poco se prodigan y tanto suenan a verdad, incluso en la impostura, gritamos nosotros también, ¡milagro!, porque estos dos que antes estaban ciegos ahora ven.
Porque Rosellini no es Godard, y por un momento nos hace creer que la muerte no es el fin.
Porque Rosellini no es Kubrick, y por un momento nos convence de que el sexo sólo no basta.
Porque Rosellini, como Donen, nos hace creer en un amor incólume capaz de superar la travesía del desierto, renacer de las cenizas que deja tras de sí la pasión, y reverdecer al socaire del hábito, de la costumbre, del miedo a la soledad quizá, pero verdecer al fin con un esplendor efímero que nos basta para creer en los milagros y bendecir su nombre por siempre.