lunes, 11 de julio de 2011

DIARIO DE LECTURAS

JUAN MARSÉ: Un día volveré
Cronista por excelencia de la posguerra, destiló el licor turbio de la  derrota en el alambique de un realismo de nuevo cuño en la década de los sesenta; relató el envilecimiento de unos ideales que acaban por sucumbir al hastío de su propia clandestinidad u olvido cuando la fe en la resistencia cede a un escepticismo que ya no recuerda por qué se luchaba o se sigue luchando y sólo se anhela recuperar la vida arrinconada, aunque sea una vida hecha jirones y polvorienta, una  vida maniatada pero vida al fin.
Albacea de la memoria de la posguerra, nadie ha retratado mejor el mundo de los adolescentes que crecieron entre las ruinas de la España victoriosa que había helado el corazón de sus padres y que ellos debían esforzarse en mantener latiendo bajo la escarcha, ya fuera al socaire de la oscuridad uterina de las salas de cine, con el estupor de la épica en la mirada  o en la crónica de “aventis” regocijadas en el acuerdo tácito de su mentira que como un pértiga los alzaba sobre el lodazal de la derrota.
 Como en el universo narrativo de Onetti, en Marsé la ficción se erige en salvadora de una realidad mezquina que no alcanza a justificar por sí sola una existencia penosa.
Jan Julivert, tras varios años operando en la resistencia anti-franquista y otros trece en prisión, regresa a su barrio en medio de una gran expectación al erigirse para la vecindad en el último baluarte de una esperanza agónica que reverbera especialmente en la rutina opaca de su sobrino Néstor  y su cuñada Balbina. Su figura aparece de entre una polvareda de revanchas y venganzas probables que desagraviarán por delegación a todos los humillados y ofendidos del Guinardó. Pero el hombre que todos esperan ya no existe; los años le pasaron por encima y ahora el hosco y taciturno ex guerrillero  sólo quiere vivir en paz a despecho de la versión oficial trenzada en los costurones de la memoria colectiva.
Como es habitual en Marsé y con una habilidad en el retrato que lo asemeja a Baroja, un nutrido grupo de secundarios puebla la novela. Pero a diferencia del novelista vasco, más atento al mero pintoresquismo, aquí cumplen una función en la estructura de la obra. Bibiloni, el loco que no para de hacer aviones de papel que arroja desde su balcón. Polo, el jubilado y canceroso policía que tan bien había sabido gestionar la represión en la inmediata posguerra en su beneficio y el primero en temer la venganza de Jan.  El viejo Suau, memoria viva del barrio y pintor de carteles de las películas que se proyectan en el cine; él ofrecerá al lector un dato biográfico de Jan que explica, en parte,  sus motivos (Marsé deja suficientes sombras y es deliberadamente ambiguo para implicar al lector). Paquita, la adolescente impedida de la que Néstor anda un poco enamorado. El Mandalay, antiguo compañero de correrías de Jan y encarnación del ideal roto. Del lado de la burguesía nos encontramos al amnésico juez Klein, amigo insospechado de Jan y enredado en un alcoholismo fatal que demora apenas la llegada de su muerte, de gran provecho para la señora Klein.  En el retrato y acciones de todos ellos se urde la trama novelesca que supera la mera yuxtaposición de episodios, como ocurre de sólito en las novelas de Baroja (por más que, como veremos, la estructura tenga fallas)
Acaso sea este uno de los rasgos que singularizan al autor de Si te dicen que caí, la habilidad de dotar a sus creaciones de rasgos vívidos, comunes, que sin embargo van cargándose de connotaciones a medida que la narración progresa y por la reiteración con que se alude a ellos que les confiere un nuevo orden simbólico que eleva la historia particular a arquetipo (los aviones de papel de Bibiloni, la salamanquesa falsa que pende sobre el sueño de Balbina y convoca la inquietud de Néstor; la amnesia de Luis Klein; la ginebra aguada que Jan bebe; el boxeo como trampolín para alcanzar una vida mejor  y sobre todo, la pistola que Jan enterrara antes de ir a prisión bajo el rosal y que todos esperan que vuelva a empuñar)
El mayor reproche que podemos hacer a la novela es que muchos de estos elementos no se encuentran debidamente trenzados y se da un cierto desequilibrio entre la prolijidad con que se refieren determinados episodios (las noches de Jan en casa de los Klein en sus funciones de guarda y los acostumbrados rescates en la madrugada del juez beodo o las visitas del Mandalay a Balbina), mientras que otros, que se  nos antojan más relevantes, aparecen desdibujados en exceso (la historia de amor con Balbina o su relación con Klein), donde, si bien adivinamos la intención loable de mantener sendos datos capitales difuminados al socaire de la chismografía que desdibuja la realidad en la sucesión de versiones de los acontecimientos (algo que era esencial en Si te dicen que caí), hacen difícilmente creíbles los motivos que conducen a Jan a dejarse matar.
El juego de narradores (el narrador-personaje, compañero innominado de Néstor, que abre y cierra la narración y el narrador principal) tampoco presenta una clara funcionalidad, salvo la conceder al relato un aura nostálgica y legendaria en su final.
Por todo esto vemos en Un día volveré un esbozo de dos de sus obras maestras El embrujo de Shangai y Rabos de lagartija.
Decir de Marsé que es el mejor novelista español de los últimos sesenta años es una obviedad que no me resisto a señalar. Su prosa es simplemente perfecta, bascula con sabiduría entre la narración ágil y precisa, y la descripción detallista pero nunca gratuita, con una vívida reproducción del habla que retrata por sí sola a la miríada de personajes que transitan por sus páginas, siempre en la línea de lo mejor de la tradición realista hispánica pasada por el tamiz de la nostalgia y orillando a menudo un lirismo que dispara con imágenes que se clavan en el alma. La perfecta arquitectura de sus novelas y su pasión por las estructuras cerradas le ha llevado a ensayar variaciones sobre la Telemaquia en Rabos de lagartija, de forma nada ostentosa y cuyo motivo central de la espera del padre y el esposo,  ya se adivina en  Un día volveré.
Por último hay que señalar que Marsé ha sido reiteradamente agraviado por Vicente Aranda en adaptaciones infames y creímos (ilusos) ver la luz cuando Víctor Erice  se puso manos a la obra con El embrujo de Shangai, historia que le venía como un guante, pero el invento duró lo que la paciencia de un tipo tan pedestre y de bajos vuelos como A. Vicente Gómez.  Del fiasco salió un guión que como un pecio precioso nos ha permitido soñar en incontables vigilias con las imágenes del vasco traduciendo las palabras del catalán. Dos artistas de raza a los que mediocridad, por más que lo intente, nunca alcanzará.


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