lunes, 25 de julio de 2011

RESPONSO A AMY.


I died a hundred times…

ELIGIÓ decir no, eligió otra cosa…
SINTIÓ  el Ser traspasado de Nada y aspiró hondo el carbunclo que asesinaba sus pulmones y desleía su juventud,
y exhaló el humo solitario (áspero como un reproche,  dulce como los besos), y urdió con sus hilos el terciopelo negro de una voz nocturna, regando sombras  y tejiendo olvidos.
 APRENDIÓ de Mr. Hathaway que para encontrarse debía perderse un poco en las vaguadas asfaltadas con el  rimel corrido de la noche.
INTUYÓ que  sólo merece la pena jugar por jugar y las apuestas han de ser a doble o nada y que el amor es siempre un juego perdido.
OLVIDÓ que los ceniceros siempre acaban llenos  y las botellas vacías, que la aurora nunca es oportuna y llega demasiado pronto, que  el corazón es más frágil que esa pipa que le arranca lágrimas de ginebra.
AFIRMÓ una condición, una adicción, una tristeza recóndita en la bruma de sus ojos, a la que robó notas de cristal bruñido de un pálido azul.
ABREVÓ su alma en el vino espeso del cáliz de la belleza, que es el comienzo de lo terrible, y danzó por fuertes y fronteras su furia de bacante.
INTERROGÓ a Sister Morphine en la encrucijada de la soledad y desentrañó su enigma de quimera desesperada.
VIVIÓ sin tiempo para el arrepentimiento, sin espacio para el pesar, rasgando jirones de su voz bajo los focos.
MURIÓ hace apenas unas horas tras haber destilado el licor de la inmortalidad en el alambique del éxito y su complementario, el fracaso.

AHORA, la acogerá el club de los niños traviesos, tan hermosos y malditos como ella, que ya aguardan con las agujas templadas y las copas llenas.
Las rayas disponen su blanco en paralelo sobre el mantel abrumado de quemaduras de cigarrillos  y un jaleo de  notas rasgadas resuena su júbilo en la alta bóveda.
Todo está dispuesto.
También ellos sintieron y aprendieron y olvidaron,  se afirmaron y preguntaron, como Amy.
 Y vivían, hasta que eligieron decir No.
Hasta que eligieron otra cosa…
 Amy hizo su elección una tarde de sábado, londinense y estival.
Que no falte nunca una copa de vino junto a tu tumba…

viernes, 22 de julio de 2011

A VUELTAS CON LA VENGANZA.

“Yo no hablo de venganzas ni de perdones,
el olvido es la mayor venganza y el mayor perdón.”
BORGES.






El deseo de venganza se encuentra enraizado en la naturaleza humana y responde a la lógica retributiva que aspira a obtener una satisfacción o enmienda en la duplicación del crimen, corregir un presunto desequilibrio universal corolario del agravio recibido para satisfacer cierto un sentido de la justicia, suturar las heridas traspasadas de odio con jirones de la carne del verdugo, al costo del envilecimiento de la víctima a unimismarse con el victimario  y repetir su crimen en los espejos del rencor.
La ilusión de causalidad hace posible la anhelada catarsis una vez consumada la venganza, pero cuando los hechos se sustraen a su orden serial, la venganza no es más que otro crimen alevoso. Impugnación de la venganza desde la epistemología empirista. Sin embargo, el hombre no puede sustraerse a la sentencia del tiempo.
Dios tuvo que marcar a Caín para que nadie tomara venganza en nombre del hermano asesinado. Solo a un dios, habitante de la eternidad y por ello, fuera del tiempo y de la causalidad, le era posible no reclamar ojo por ojo y solo su hijo podría predicar el perdón de las ofensas y el ofrecimiento de la otra mejilla; como semidios condesciende fácil con las debilidades humanas que no pueden tocarle, que no pueden ofenderle.
El primer crimen comprometió fatalmente el porvenir. Ricoeur domicilia el mal en el carácter mortal del hombre: una sola vida no basta para olvidar (“Quiero vivir dos veces/ para poder olvidarte.”) Por eso Nietzsche cifra el super-hombre en aquel que no tiene culpas que expiar ni cuentas que saldar; el niño que carece de pasado o el adulto que aprendió el noble oficio de olvidar.
Irreversible invertía la jerarquía causal de los hechos y arrumbaba su ilusión de necesidad lógica derogando por obra y arte del montaje la segunda ley de la termodinámica. No había posibilidad de catarsis, tan sólo dos crímenes que apuñalaban la mirada del espectador, y al final, cuando el segundo movimiento de la Séptima nos elevaba apenas sobre el erial de tanta carne torturada, persistía un poso de tristeza como un cuajo sanguinolento en el cielo de la boca.

Kill Bill muestra un mundo anterior a los hombres y sus leyes, un mundo de titanes que viven en la anomia, enredados en una épica salvaje y grandiosa para los que la venganza no manifiesta un rencor, no responde a  idea alguna de la justicia; es tan sólo la expresión de un carácter, un modo de ser y estar, de afirmarse. Y está todo dicho, porque no hay análisis que pueda arañar su pureza ni pormenor explicativo que no se despeñe por el cantil de la inanidad.
Truffaut dijo de Fuller que era primario, no primitivo; a buen seguro que hubiera afirmado lo mismo de Tarantino. La explosión de euforia que sentimos al término del Volumen 2, no la debemos a la hermosa muerte de Bill (muere como el super-hombre, sin resentimiento ni pesar, con la emoción nublando la mirada y el corazón explosionando por tanta vida vivida), sino al tiro de puro cine que nos infarta la mirada tras varias horas, sobrecogidos por la gratitud ante tanta belleza derrochada a manos llenas, la celebración de tantas cosas que  nos hacen repetir una y otra vez con Roy: Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…
Sympathy for Mister Vengance ilustra aquello de “ojo por ojo y todos ciegos”. La venganza se antoja un gesto inútil, desprovisto de significado alguno e incapaz de dispensar el menor atisbo de placer, la manifestación errática de una forma de tristeza sostenida en la cresta del dolor. Park urde un guión tan inverosímil como fascinante que bascula entre la hilaridad y el desgarro con pasmosa habilidad. La desesperación, aunque el tono sea otro, ligero y amable, conduce a los personajes a adoptar medidas desesperadas; el azar obra el resto. El momento de la visita de la niña ahogada  a su padre es de lo mejor que he visto en el presente milenio.
Old Boy ofrece un fuego cruzado de venganzas recíprocas de las que nadie sale indemne, y una jugosa reflexión, por más que nos creamos en el derecho de tomar satisfacción por el agravio recibido, desconocemos el verdadero alcance de nuestras culpas. La sentencia taoísta “cuando inicies una venganza, cava dos tumbas” jamás recibió una formulación más devastadora. Park hace una obra maestra que en última instancia es un canto a la vida: “Aunque sólo soy un animal, ¿no tengo derecho a vivir?”
Sympathy for Lady Vengance, la más bella de la trilogía llegó cuando ya poco le restaba por decir al coreano. Carece de la intensidad de Old Boy y abunda en todas las felicidades del cine de Park: una destreza narrativa que transita por varios planos temporales sin abandonar la fluidez en el desarrollo de una trama tortuosa pero sin titubeos; una puesta en escena epatante apoyada en un montaje musical que alterna los cambios de ritmo con los cambios de tonos dramáticos en su transito por toda la gama del cromatismo emocional, desde la screwald comedy hasta el gore, con escala en el melodrama desaforado a lo Fassbinder. Dos pegas, cierto abuso de planos cenitales, bellos pero gratuitos,  y demasiada recurrencia a los típicos planos frontales tan caros a los orientales que delatan un humorismo soterrado.

lunes, 18 de julio de 2011

MIENTRAS UN TREN PASA...

El problema  no es tener que abandonarlo/ todo a cambio de ti
El problema es tener que abandonarte a ti/ a cambio de un fantasma.
Luis Alberto de Cuenca.

…¡FUCKER!...y sintió que el tren lo arrastraba sin eco y sin esperanza por la desolación fría de la mañana ventosa que estalló bajo el obstinado recuerdo que le apuñalaba y ni siquiera, con las manos cubriendo sus orejas, chorreando desesperación, mientras el estruendo metálico que estremecía la estructura metálica y se encrespaba contra su odio entre las vías y lamía con su fugaz tránsito el arrastrado espesor de unos vagones que no alcanzaba a ver, lleno de una furia apenas contenida entre sus dos rieles afilados como cuchillas, y ni siquiera los jirones sanguinolentos de su voz enredados entre las traviesas como venas abiertas al aire turbio de su rebufo, porque volvió a escupir aquella hemotisis borrascosa de rencor contra su materialidad llena de triunfo salvaje, el desafío de la carne rosigada por la oruga de la incomprensión pero también desde el repudio y hasta de la desesperanza, volvió a vomitar su hemorragia desafiante en forma de otro FUCKER! como si el mismo acero pudiera conmoverse y no acertara a devolverle, que no volvería acaso por indiferencia para responder contra su vómito de dos sílabas, incapaz elevarse sobre aquella lejanía por el tallo del fragor que no cortaban las manos afiladas sobre el cartílago de sus orejas,  porque el destinatario de ese FUCKER! estaba por encima del puente por el que se arrastraba su gemebunda maquinalidad arrogante, más allá incluso del cielo alto y gris de este París de noviembre, más allá de un cielo en ruinas entre ninguna parte y el olvido, donde aquel FUCKER! nacido de un dolor recóndito, no sabría resonar en la alta bóveda de un fracaso ni apuñalar en cualquiera que fuera su guarida al dios-araña, sordo a los incontables FUCKER! de que se había hecho un millón de veces acreedor desde que decidiera poner en funcionamiento todo el tinglado…

…Y mientras, la ninfa de falda corta saltaba su íntima humedad sobre el crepitar de las hojas barridas en un remolino ocre; su guirnalda de ilusiones que sacaba relumbres del filo de la vegetación caduca arrastrada en aras de los cuidados municipales; su carne espesa y joven macerada en caldos de las mejores añadas al abrigo de la cálida umbría de la bodega burguesa y el apenas leve rumor del tren a su paso por el puente le acercaba el recuerdo de una tarde luminosa, cálida,  parada en el ápice de un instante de  su infancia argelina…


viernes, 15 de julio de 2011

NOTAS AL HILO DE "THE DARK KNIGHT"


"...la gran herejía de la modernidad es la de considerar la política como cuestión de convicciones: como si uno pudiera recuperar, en el ámbito de los propósitos políticos, la certeza consoladora que antaño proporcionó la religión."  SCRUTON


En estos días en los que se cuestionan con bastante torpeza pero no sin oportunidad los fundamentos de nuestra versión de la democracia en un sano ejercicio de civismo al que si algo debemos reprochar es precisamente su carácter excepcional, sus objeciones tardías y bastante ingenuas, incubado al socaire de la enésima crisis económica (la política a nadie interesa hasta que toca el bolsillo), en estos días, digo, me sorprenden menos de lo que lo hiciera hace apenas tres años un par de reflexiones que de forma nada incidental surgen con insistencia en El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008) de Christopher Nolan, acerca de los peligros que acechan al sistema en ausencia de una atención vigilante por parte de la misma sociedad civil que lo sostiene –esto es, al margen de la acción de los políticos, en quienes tan sólo delegamos, no lo olvidemos,  la soberanía –y más allá o más acá de la política, repitiendo la tesis del “principio de disidencia” que se esgrime como objeción a las “éticas dialógicas”, la idoneidad del voto de la mayoría para decidir acerca de determinadas cuestiones que no deben dejarse al arbitrio de un referendo.  Pero vayamos por partes.
1. Nada nuevo bajo el sol. Ya Platón cuestionó con severidad la democracia y pudo observar su deslizamiento progresivo por las sendas de la corrupción hacia la demagogia de la palabra hueca y el gesto alambicado.
En una secuencia del referido film se cuestiona la legitimidad de Batman toda vez que nadie le ha elegido para que vele por Gotam. La objeción es respondida inopinadamente por Harvey Dent (Fiscal del distrito, cargo electo) arguyendo que fue elegido por todos los ciudadanos que permanecieron indiferentes o sacaron tajada de la corrupción que iba minando la ciudad hasta que la situación se les fue de las manos; justo lo que nos pasa ahora.
Harvey autoriza su razonamiento con el proceder habitual en los últimos tiempos de la República romana cuando había que afrontar  una crisis, delegar máximos poderes en un individuo para acabar con la división interna del Senado y actuar así de manera eficaz.

2. En el clímax de la cinta acudimos a un brillante experimento sociológico del Jóker consistente en que los pasajeros de dos transbordadores se vean en la tesitura de volar por los aires el otro barco o esperar que estos, ante el mismo dilema, explosionen a su vez el suyo. En sendos casos la decisión se somete al voto de la mayoría y la democracia habla: mejor tú que yo. Cuando hay que apretar el botón las voluntades vacilan. El pasaje de uno de los barcos se compone de presos y es uno de estos alevosos criminales, un mandinga enorme de aspecto amenazador y mirada turbia, el que ejerce el principio de disidencia arrojando el detonador por la ventana.
De nuevo se cuestiona la legitimidad de la voluntad general cuando las reglas del juego están viciadas (el trance descrito) y sólo una voluntad individual puede tomar la decisión más adecuada aun a despecho del grupo. Es decir, la ética (reflexión de carácter individual sobre valores morales, colectivos) es irreductible a la política.

3.  En el epílogo, Batman opta por cargar con el fardo de culpas de Harvey para preservar la esperanza que en los ciudadanos de Gotam despertó la insólita sospecha de hallarse ante un funcionario honesto… “porque a veces la gente se merece algo más que la verdad”…Harvey no es el héroe que merecen pero sí el que necesitan…
Si uno de los pilares de la democracia es la transparencia informativa, su idoneidad se cuestiona en aras de un bien común.
Conviene recordar la situación excepcional que vive la ciudad de Gotam, atacada por un terrorista que como ya ocurriera con Hitler, conoce a la perfección las fallas del sistema y está decidido a acabar con la democracia utilizando sus mismas armas.

4. La democracia no es perfecta pero merece la pena luchar por ella. El pueblo norteamericano ha desbrozado su breve pero intensa historia sobre el erial de la tiranía desde su misma fundación sin sucumbir jamás a la vileza de la dictadura, cosa de la que nosotros, y ahora que se acerca el 18 de julio conviene recordarlo, no podemos presumir.
Nolan (que es británico) avisa sobre el peligro de mitologizar la democracia y convertirla en un fundamentalismo o una entelequia, esto es, la actualidad o perfección resultante de una actualización, con lo que obtenemos  la mixtificación de unos principios con los que se llenan la boca y los bolsillos demagogos a los que delata la lascivia en la mirada y el bulto en el pantalón por plazas de toros y pabellones deportivos ante una audiencia convencida y entregada (nunca entenderé la finalidad de los mítines), sin ver la hora de meterse en la cama con la doncella mil veces violada que misteriosamente consigue que sigamos creyendo en su virtud sin mácula, en su virginidad incólume y promisoria.
Somos un manojo de dudas entre las que sobresale alguna certeza.

lunes, 11 de julio de 2011

DIARIO DE LECTURAS

JUAN MARSÉ: Un día volveré
Cronista por excelencia de la posguerra, destiló el licor turbio de la  derrota en el alambique de un realismo de nuevo cuño en la década de los sesenta; relató el envilecimiento de unos ideales que acaban por sucumbir al hastío de su propia clandestinidad u olvido cuando la fe en la resistencia cede a un escepticismo que ya no recuerda por qué se luchaba o se sigue luchando y sólo se anhela recuperar la vida arrinconada, aunque sea una vida hecha jirones y polvorienta, una  vida maniatada pero vida al fin.
Albacea de la memoria de la posguerra, nadie ha retratado mejor el mundo de los adolescentes que crecieron entre las ruinas de la España victoriosa que había helado el corazón de sus padres y que ellos debían esforzarse en mantener latiendo bajo la escarcha, ya fuera al socaire de la oscuridad uterina de las salas de cine, con el estupor de la épica en la mirada  o en la crónica de “aventis” regocijadas en el acuerdo tácito de su mentira que como un pértiga los alzaba sobre el lodazal de la derrota.
 Como en el universo narrativo de Onetti, en Marsé la ficción se erige en salvadora de una realidad mezquina que no alcanza a justificar por sí sola una existencia penosa.
Jan Julivert, tras varios años operando en la resistencia anti-franquista y otros trece en prisión, regresa a su barrio en medio de una gran expectación al erigirse para la vecindad en el último baluarte de una esperanza agónica que reverbera especialmente en la rutina opaca de su sobrino Néstor  y su cuñada Balbina. Su figura aparece de entre una polvareda de revanchas y venganzas probables que desagraviarán por delegación a todos los humillados y ofendidos del Guinardó. Pero el hombre que todos esperan ya no existe; los años le pasaron por encima y ahora el hosco y taciturno ex guerrillero  sólo quiere vivir en paz a despecho de la versión oficial trenzada en los costurones de la memoria colectiva.
Como es habitual en Marsé y con una habilidad en el retrato que lo asemeja a Baroja, un nutrido grupo de secundarios puebla la novela. Pero a diferencia del novelista vasco, más atento al mero pintoresquismo, aquí cumplen una función en la estructura de la obra. Bibiloni, el loco que no para de hacer aviones de papel que arroja desde su balcón. Polo, el jubilado y canceroso policía que tan bien había sabido gestionar la represión en la inmediata posguerra en su beneficio y el primero en temer la venganza de Jan.  El viejo Suau, memoria viva del barrio y pintor de carteles de las películas que se proyectan en el cine; él ofrecerá al lector un dato biográfico de Jan que explica, en parte,  sus motivos (Marsé deja suficientes sombras y es deliberadamente ambiguo para implicar al lector). Paquita, la adolescente impedida de la que Néstor anda un poco enamorado. El Mandalay, antiguo compañero de correrías de Jan y encarnación del ideal roto. Del lado de la burguesía nos encontramos al amnésico juez Klein, amigo insospechado de Jan y enredado en un alcoholismo fatal que demora apenas la llegada de su muerte, de gran provecho para la señora Klein.  En el retrato y acciones de todos ellos se urde la trama novelesca que supera la mera yuxtaposición de episodios, como ocurre de sólito en las novelas de Baroja (por más que, como veremos, la estructura tenga fallas)
Acaso sea este uno de los rasgos que singularizan al autor de Si te dicen que caí, la habilidad de dotar a sus creaciones de rasgos vívidos, comunes, que sin embargo van cargándose de connotaciones a medida que la narración progresa y por la reiteración con que se alude a ellos que les confiere un nuevo orden simbólico que eleva la historia particular a arquetipo (los aviones de papel de Bibiloni, la salamanquesa falsa que pende sobre el sueño de Balbina y convoca la inquietud de Néstor; la amnesia de Luis Klein; la ginebra aguada que Jan bebe; el boxeo como trampolín para alcanzar una vida mejor  y sobre todo, la pistola que Jan enterrara antes de ir a prisión bajo el rosal y que todos esperan que vuelva a empuñar)
El mayor reproche que podemos hacer a la novela es que muchos de estos elementos no se encuentran debidamente trenzados y se da un cierto desequilibrio entre la prolijidad con que se refieren determinados episodios (las noches de Jan en casa de los Klein en sus funciones de guarda y los acostumbrados rescates en la madrugada del juez beodo o las visitas del Mandalay a Balbina), mientras que otros, que se  nos antojan más relevantes, aparecen desdibujados en exceso (la historia de amor con Balbina o su relación con Klein), donde, si bien adivinamos la intención loable de mantener sendos datos capitales difuminados al socaire de la chismografía que desdibuja la realidad en la sucesión de versiones de los acontecimientos (algo que era esencial en Si te dicen que caí), hacen difícilmente creíbles los motivos que conducen a Jan a dejarse matar.
El juego de narradores (el narrador-personaje, compañero innominado de Néstor, que abre y cierra la narración y el narrador principal) tampoco presenta una clara funcionalidad, salvo la conceder al relato un aura nostálgica y legendaria en su final.
Por todo esto vemos en Un día volveré un esbozo de dos de sus obras maestras El embrujo de Shangai y Rabos de lagartija.
Decir de Marsé que es el mejor novelista español de los últimos sesenta años es una obviedad que no me resisto a señalar. Su prosa es simplemente perfecta, bascula con sabiduría entre la narración ágil y precisa, y la descripción detallista pero nunca gratuita, con una vívida reproducción del habla que retrata por sí sola a la miríada de personajes que transitan por sus páginas, siempre en la línea de lo mejor de la tradición realista hispánica pasada por el tamiz de la nostalgia y orillando a menudo un lirismo que dispara con imágenes que se clavan en el alma. La perfecta arquitectura de sus novelas y su pasión por las estructuras cerradas le ha llevado a ensayar variaciones sobre la Telemaquia en Rabos de lagartija, de forma nada ostentosa y cuyo motivo central de la espera del padre y el esposo,  ya se adivina en  Un día volveré.
Por último hay que señalar que Marsé ha sido reiteradamente agraviado por Vicente Aranda en adaptaciones infames y creímos (ilusos) ver la luz cuando Víctor Erice  se puso manos a la obra con El embrujo de Shangai, historia que le venía como un guante, pero el invento duró lo que la paciencia de un tipo tan pedestre y de bajos vuelos como A. Vicente Gómez.  Del fiasco salió un guión que como un pecio precioso nos ha permitido soñar en incontables vigilias con las imágenes del vasco traduciendo las palabras del catalán. Dos artistas de raza a los que mediocridad, por más que lo intente, nunca alcanzará.


sábado, 9 de julio de 2011

JOHN RAMBO: "Vivir por nada o morir por algo".



 “Para sobrevivir a la guerra hay que convertirse en guerrero”, respondía Rambo (Sylvester Stallone) con su habitual estilo lapidario a su bella compañera oriental en Rambo (Acorralado II) (First Blood II, 1985) cuando apenas se atrevía a mirar de soslayo la verdad incómoda que bombardeaba las galerías de su alma: no fue el adiestramiento del Coronel Truman, ni la dureza del combate, ni la fiereza del enemigo; los mimbres que habían urdido su condición eran de otra naturaleza. 
A diferencia del soldado, para el que la guerra es algo adventicio, circunstancial y transitorio, el guerrero lleva la guerra en la sangre. Desea el fin de la guerra, pero cuando éste llega, no encuentra la paz, interioriza fatalmente el conflicto y por más que busque la serenidad lejos del alcance de sus guerras y sus cadáveres, un fragor íntimo desvela en la noche sin orillas al obstinado centinela de una memoria francotiradora que no perdona.
“No mataste por tu país, mataste por ti. Dios no permitirá que lo olvides.” Oye decir su conciencia esquizoide ante el dilema de volver a coger la espada en la última entrega de la serie, John Rambo (ídem, 2008) Rambo firma un armisticio con su naturaleza cuando admite esta verdad tremenda: es un asesino nato: “Cuando te empujan matar no es un problema.” Afirma con la boca llena de cenizas. Pero no puede odiarse al lobo por ser lobo.
El discurso que elabora Sylvester Stallone en su faceta de guionista puede fácilmente ser tachado de fascista, reaccionario y, como se dijo en el momento del estreno de Rambo, ser un vehículo al servicio de los valores de la era Reagan (por más que el film denuncie a su manera, una política gubernamental empecinada en negar la existencia de prisioneros de guerra en Vietnam, nunca repatriados debido al impago de indemnizaciones en concepto de daños de guerra que el país asiático reclamaba) y sin embargo, soslayando los inevitables prejuicios que configuran nuestra condición de hermeneutas situados en un momento determinado de la historia (en el sentido que les concedía Gadamer, pues ningún conocimiento se obtiene partiendo de una tabula rasa), ofrece un atractivo irresistible precisamente por su tosca articulación, lo elemental de un contenido que acierta a clavarse en la médula del arquetipo colectivo.
La obra fundacional de la literatura occidental La Ilíada, tiene como secundario de lujo a otro asesino nato (la primera gran creación literaria europea) que busca la inmortalidad al costo de vidas ajenas y cuyos crímenes le ameritan el honor de ser cantados por los poetas. Ridículo se antoja juzgar a Aquiles a la luz de los prejuicios morales del siglo XXI, transido por el racimo de cadáveres madurados a la sombra de la épica, cantares de gesta y demás éxtasis wagnerianos.
El ejercicio de la responsabilidad ética y cívica nos aconseja la censura. Quizá, la transigencia con los designios secretos del Ello es lo que nos provoca un regocijo impagable al releer las salvajadas de Egil Skallagrisomm o las machadas erizadas de testosterona de Frank Miller. Acaso nunca hemos dejado de ser el homínido que destroza con una eyaculación de sangre la osamenta craneal de un tapir o la cabeza retorcida de sesos del rival de turno, y a cada nueva visión de las guerras de Stallone (justas o injustas), sacamos el cilicio por haber gozado tanto a pesar de nuestras convicciones, flagelamos nuestra intelectualidad adventicia por disfrutar con el festín de balas y carne asiática torturada y rogamos a Dios que perdone nuestra afición al tableteo de las ametralladoras mientras nos limpiamos con disimulo la babilla que delata una delectación vergonzante que solo osamos confesar cuando la flecha del rubicundo vodka ha cerrado felizmente el centenar de ojos centinelas del Super-Yo.

viernes, 8 de julio de 2011

DIARIO DE LECTURAS

Don Delillo: Cosmópolis.


“El capital es el cuerpo sin órganos (lo improductivo, lo estéril, lo engendrado, lo inconsumible)  del capitalista, o más bien del ser capitalista…es lo que va a proporcionar a la esterilidad del dinero la forma bajo la cual éste produce a su vez dinero: produce la plusvalía.”
Deleuze.






Eric recibe los primeros jirones de la mañana sobre los párpados transidos de insomnio en su vivienda de cuarenta y ocho habitaciones con un deseo que se va concretando con la luz del día: atravesar Manhattan en una discreta limusina blanca hacia una vieja peluquería en el extremo opuesto de la ciudad donde solía ir en compañía de su padre cuando niño y desea hacerlo el día en que el presidente visita la ciudad y una muchedumbre de manifestantes anti-globalización sacude las atestadas calles por las que transitan a paso de gusano una caravana de limusinas como la suya agobiando el aire con el fragor grave de sus bocinas, y desea hacerlo contraviniendo los consejos de su guardaespaldas toda vez que la sombra probable de un atentado contra su persona se insinúa como una ramera, mientras invierte el tiempo precioso del trayecto en la compra de yenes a crédito para especular luego con acciones que potencialmente habrán de rendir brutales beneficios en la creencia de que en el mercado se dan tendencias y fuerzas previsibles cuando la verdad es que su capital se desvanece con el día y cuando ya nada le reste procederá a hacer lo mismo con el de su reciente y millonaria esposa con la que aún misteriosamente no ha rubricado el enlace con el sello sofocado del fornicio sin que por ello deje de follar siempre que la ocasión lo permita en el moroso discurrir hacia un pasado que parece alejarse con las horas de la tarde, hacia una peluquería a la que solía ir en compañía de su padre cuando niño, y los flujos de su libido y los reflujos de capital se engolfan parejos en las infartadas arterias en que se deshilacha Manhattan y las ratas que liberan los manifestantes amenazan con devorar las calles arrasadas por la lluvia ya en la noche, y la compra masiva de yenes conmociona un mercado vacilante y oscilante, tan asimétrico como su próstata, renuente a revelarle un supuesto patrón afín al mundo de la naturaleza cuya solución costea sus vigilias y esa turbamulta de manifestante que están poniendo millones de ratas de curso legal en circulación para impedir que el futuro arrolle el presente no son más que servidores del mercado muy a su pesar porque ellos lo concretan y perfeccionan, forman parte de la cultura del mercado porque nada hay fuera del mercado, ni siquiera la peluquería donde solía ir en compañía de su padre cuando niño y después de todo quizá sea hoy el día en que todo haya de suceder antes de que la sombra perpleja de la muerte se detenga en el vuelo de una mosca…





















domingo, 3 de julio de 2011

La mujer de al lado

Your eyes are soft with sorrow
Hey, that´s no way to say goodbay
Leonard Cohen


Me despiertan unos golpes acompasados. Una puerta mal cerrada. El viento de la madrugada obra el resto. Vienen de casa de Mathilde. Ella y Bachelard ya se mudaron y aún no ha sido alquilada de nuevo. Mejor será que vaya. Sé que ella no estará allí, pero iré de todos modos.
 Habíamos prometido que sería la última vez ante las sábanas furtivas que testimoniaban una voluntad siempre frágil, un deseo equívoco suspendido sobre la desmemoria, en otra noche que resuena hoy como el eco de un reproche en la bóveda gótica de mi alma. De nuestra alma. Y esa promesa tejida con palabras ilusas que pendían del frágil hilo de su mentira; velada por la estrofa de lágrimas vertidas en duelo por una felicidad remota, contenía toda la posibilidad del amor pero ningún compromiso, cuando enredados en la autocompasión los jirones de luz de la amanecida pusieron sordina a las voces de la pasión y yo renacía sereno al encontrar un punto de apoyo en mis deberes conyugales, diluido ya el gusto hembra de tu carne arremetida en la apenas tenue memoria de un pasado común, no por bello entonces menos triste ahora Mathilde. Pero esa no era forma de decirnos adiós.
Solo una vez más quisiera que se trenzará el deseo en los márgenes de la noche oscura entre tu piel suave y mi amor en fuga; sólo un vez más evocaría al joven que en el mes de la estación florida ofició misa en el templo de tu cuerpo y bebió el licor fuerte del cáliz de tu sexo eucarístico para sucumbir a una dulce embriaguez que lo mantuvo cautivo en el enrejado de tus piernas hasta que decidiste liberarme y me abandonaste. Porque tú fuiste la que me dejó alegando que no te quería, sólo te deseaba. ¿Y qué es el amor sino un deseo incólume? Pero el destino eligió por nosotros.
Y ahora camino por las vaguadas de esta noche sin luna en la que el viento me allega furias y penas, y anhelo en vano abocarme a tus labios tantas veces besados con la débil certeza de que sería la última vez, aún con el gusto ocre de la promesa rota en la boca, sintiendo el corazón sobrevolado por negros presagios, siempre víctima del deseo que se eriza bajo la piel y fluye por mis arterias su sustancia ávida, inalterada, que hace oscilar una voluntad que se creía firme, ignorar oscuros presagios que harían vacilar al más fuerte y hasta romper promesas rubricadas con lágrimas sobre sábanas furtivas. Solo quisiera encontrar la manera de decirte adiós, si es que hay alguna.
En el interior de la casa se podía respirar el aire que habían segregado y removido fugitivas sombras entregadas, éxtasis momentáneos, breves resoluciones, juramentos de amor urgente y jadeos de amantes culpables, queriendo alzarse desde el polvo de los colchones, de las paredes, de la oscuridad del piano abandonado en el ángulo más oscuro del salón. Busqué en vano por los espejos un reflejo, una sombra, un vestigio de tu ser cautivo en el enigma de sus superficies. No fue forma de decirnos adiós.
Enciendo un cigarrillo y otro más y veo al joven amante, al solícito, al desdeñoso, al arrepentido, al hombre que espera en la noche tu regreso imposible. Las corrientes de aire me juegan malas pasadas allegándome el repiquetear alto de tus tacones. Y en las sombras inquietas me figuro tu silueta sinuosa recortada en cada muro. Y ese olor tan tuyo alienta mi esperanza en un reencuentro infinitamente diferido, definitivamente aplazado.
 Son las cuatro de la mañana pero busco el mediodía y estas visiones de Mathilde es lo único que me queda…