miércoles, 16 de marzo de 2011

De Nueva Orleáns al infierno


                    
                                                                

              BIG JACKET: Se va a quemar por esto Angel.
              HARRY ANGEL: Lo sé, en el infierno.
              Si existe un lugar cálido en la topografía de las representaciones imaginarias, ciertamente, es el infierno: paradigma de suplicios sin cuento cuyo único fin es satisfacer el sadismo de una divinidad misántropa que descree de la rehabilitación de los condenados, y que, a falta de solución mejor, los somete a terapia térmica. El mismo fuego que simboliza el Espíritu Santo, prolifera por doquier en la morada del diablo, reducto de pecadores. El carácter ambiguo del elemento ígneo radica en su conveniencia para la vida, de su control se deriva el nacimiento de la civilización, como refleja el mito de Prometeo;  fuera de aquél, es una fuerza devastadora.
El calor se asocia a la vida, frente a la muerte, de sólito fría. Por lo mismo, al goce sensual, en última instancia, al pecado. Imposible prescindir de estas categorías religiosas, permean la totalidad de nuestras representaciones imaginarias. El calor sume los cuerpos en la molicie, invita al relajo, el ocio dispensa la ocasión y, el diablo que nunca duerme y todo lo añasca, entra en lid.
El corazón del ángel (Angel Heart, 1987), sexta película de Alan Parker, es una adaptación de la novela de William Hjörstberg Falling Angel, una brillante síntesis de la estructura de Edipo Rey y el mito de Fausto, dentro de los parámetros de la novela negra.
Alan Parker, cineasta aunque técnicamente solvente, fogueado en la publicidad al igual que los hermanos Scott o el infame Adrian Lyne (todos británicos), se escora con frecuencia hacia el efectismo visual y dramático, rasgo que lastra en exceso obras tan estimables como El expreso de Medianoche (Midnight Express, 1978) o Arde Mississipi (Mississipis burning, 1988), narradas con vigor, subyugantes a ratos; y que pierde definitivamente, otras, especialmente las de su última y olvidable etapa. Por eso, Los Commitmments (The Commitmments, 1990), cinta que marca el tránsito a su descomposición artística, no deja de sorprendernos, por su frescura, su falta de pretensiones, su brillantez; la obra maestra de eso que se dio en llamar “comedia proletaria” y en la que el estilo de Parker y sus resabios, son más invisibles que nunca.
Tras recibir el Premio Especial del Jurado en Cannes por Birdy (Birdy, 1984) se encontraba en el momento álgido de su carrera, propicio para cambiar de registro y adentrarse en el cine de género, ese que rara vez dispensa premios (salvo a los Coen) pero que regocija a los cinéfilos de raza (los que amamos el cine desde la primera infancia) 
Sus obras anteriores disponían de buenas historias, con fuerza dramática suficiente para exigir tan solo oficio y cierta mesura para  no descarriarse por los andurriales del melodrama o el gran guiñol. Ahora debía manejar géneros tan diversos como el cine negro de aliento clásico y el fantástico, narrar manteniendo la unicidad en el punto de vista; dominar la creación de atmósferas, recrear el pasado, los cincuenta, sin caer en el acartonamiento; evitar los guiños cinéfilos y lugares comunes, es decir, un ejercicio fílmico del que, a priori, solo un Polansky podría salir airoso (el polaco legó dos  piezas maestras en sendos géneros, del terror satánico en La semilla del diablo (Rosmary´s baby, 1968) y  del film noir en Chinatown (Chinatown, 1974), ¿será un guiño a esta última el parasol que luce Rourke buena parte del metraje sobre la nariz, y que nos recuerda inevitablemente al apósito de Nicholson?)
Para el reparto contó con dos estrellas: Mickey Rourke, que venía de trabajar con dos primeros espadas, Coppola y Cimino en sendas obras capitales de la década, La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) y Manhattan Sur (The year of the dragon, 1985)respectivamente, y consagrarse comercialmente con la candorosa, vista en perspectiva, Nueve semanas y media (Nine ½ Weeks, 1986), interpretó a Harry Angel impregnando al personaje con su arrolladora personalidad física, taciturno y cínico, justo de escrúpulos, con un desaliño  in crescendo, obra del sofocante clima meridional de Lousiana y las palizas de rigor. Exudando escepticismo y pragmatismo a partes iguales, como todo hijo bastardo de Marlowe, “yo no creo en el royo ese del vudú, soy de Brooklyn”.
De Niro, como Louis Cyphier, se muestra tan histriónico como todo grande que ha abordado el papel Príncipe de las Tinieblas, véanse los trabajos de Nicholson, Pacino y Byrne, aunque sin el gracejo de éstos.  Su interpretación es, con mucho, lo peor del film- soy de los que creen que tras Toro salvaje (Ranging Bull, 1980) su única gran actuación fue en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990)
Mención especial merece el nutrido elenco de secundarios, en la mejor línea de los actores de carácter del cine clásico, esos que con su mera presencia te esbozaban al personaje, disparando afiladas réplicas que no suenan tópicas, dotados de sonoros nombres “parlantes”, Windsap, Proudfoot, Krusemark, Toots Sweet, Favourite, Louis Cyphier, etc.
En esencia, Harry Angel, detective privado de bajos vuelos- “Con suerte, en ocasiones llevo casos de personas” -es requerido por un intrigante individuo, Chyphier, para que encuentre a un tal Johnny Favourite, cantante al que ayudó a medrar y que le dio esquinazo cuando logró el éxito. Sin embargo, todos los individuos implicados en un caso tan banal, aparecerán inopinadamente asesinados de forma grotesca tras el pertinente interrogatorio de  Harry; primero Fowler, el médico “pervertido”, más tarde Toots Sweet -“Técnicamente, asfixia por propio órgano genésico”- Margaret- Madamme Zora -“Alguien la visitó y preparó su propia tarjeta de San Valentín”- Y el padre de ésta, Ethan Krusemark- Edward Kelly.  Por último, Epiphany, poco antes de que Harry, llegué a la solución del caso y conozca su verdadera identidad y su implicación en los crímenes; como Edipo, se buscaba a él mismo: “Qué terrible es el conocimiento que no aporta beneficio al sabio”.
El film se estructura en dos partes que se corresponde con los diversos espacios geográficos en que se distribuye, Nueva York y Louisiana, destino al que le dirigen sus pesquisas,  crisol de tres culturas, -la francesa, la africana y la anglosajona-, y que recibe al forastero Angel con su atmósfera viciada de humedad, Jazz, y muerte lenta.
La breve secuencia de la estación de trenes de Nueva Orleáns, muestra ya a un Harry con visibles cercos de sudor en su camisa. Rasgo trivial sino fuera porque conocemos el desenlace del film, la bajada en ascensor a las profundidades del averno (más que nunca, resulta inexcusable asistir a la secuencia de créditos finales). A medida que se acerca a la verdad, una verdad que quema; tanto la del caso como la suya, aún desconoce que se trata de la misma; el calor va en aumento.
En su primera entrevista con Chyphiers, Harry se estremecerá por el aire de un ventilador extraño en ese contexto invernal; en lo sucesivo, el giro de las aspas nos señalará la presencia del maligno. Poco después, para sonsacar información al doctor Fowler, demora su dosis de morfina, y ante los deliquios de aquél le dice sádico: “Mírate Doc, estás sudando tinta china”. De nuevo veremos girar las aspas advirtiendo de la presencia diabólica; de la inminencia del crimen.  Margaret Krusemark o “Madamme Zora”, se recogerá la melena para enjugarse el sudor de la nuca, súbitamente sofocada por la mirada, inadvertida e inquisitiva, de Harry y el fuego que ya comienza a acompañarle.
El calor, gravado de noche, dificulta su tenue sueño, urdido por pesadillas en las que modernas ménades que sacrifican gallinas y se empapan de su sangre, o visiones de un soldado en Time Square que es requerido por una mano misteriosa. Despertará sobresaltado en un charco de sudor, y ante la presencia inopinada de dos policías que registran su estancia: “Solo los polis y las malas noticias entran sin llamar”.
El calor acucia su lubricidad. Asistimos a dos encuentros sexuales en sendas partes del film; en el primero, sumido en sus reflexiones, Harry desnuda fría, maquinalmente a su ayudante, como un trámite, dado que no puede pagarle sus honorarios, antes de que la recurrente visión del día de fin de año, le saque de situación. En la segunda, por el contrario, la pasión desatada e incestuosa le conduce al borde del homicidio; Eros y Tánatos siempre vecinos. 

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