domingo, 13 de febrero de 2011

EL APRENDIZAJE DE LA POBREZA




…o la pobreza como un aprendizaje que se le impone a aquéllos que ven mudada su condición social por el albur de la guerra, la mayor y más esmerada autora de la desdicha humana, la más entrañable y frecuente manifestación de la esencia paradójica del hombre, tal vez, motor de la historia. El Evangelio denuncia el envilecimiento espiritual aparejado a la riqueza, y no obstante son las situaciones de precariedad las que parecen evidenciar con mayor frecuencia la naturaleza rapaz del individuo, su total falta de empatía hacia el prójimo cuando la lucha por unos recursos escasos, y por ende, la supervivencia propia está en juego y las leyes de la selección natural, marginadas otrora del orden social a despecho de Spencer y sus acólitos, una vez defenestrado dicho orden por los estragos bélicos, reclaman su vigencia.
Sin embargo, pese a este  veredicto pesimista, es posible encontrar ejemplos en el que la pobreza educa a un individuo anteriormente recluido en su torre de marfil, ciego a una realidad problemática e insensible al sufrimiento ajeno, en valores solidarios, en una concepción de la supervivencia basada en la cooperación  y la ayuda al  débil, en un retorno a la esencia del mensaje evangélico. Acaso, individuos así solo existan en la ficción, mas la obra de J.G. Ballard de corte autobiográfico, en la que se basa el film de Steven Spielberg, El imperio del Sol (1987), ilustra la dialéctica entre estos dos diversos tipos de supervivientes, sendos alumnos de la pobreza que, sin embargo, aplican sus enseñanzas de modo bien distinto.
Jim Graham(Christian Bale) es el hijo único preadolescente de un diplomático inglés destinado en Shangai en los días previos a la invasión japonesa. La situación de la familia es, como corresponde a su nacionalidad, acomodada, sin embargo en torno a ellos se agolpa el bullente y paupérrimo mundo nativo que percibe la inminencia del ataque nipón. Sendos mundos heterogéneos convergen en los tránsitos que la familia británica realiza a bordo de su lujoso coche por las calles tumultuosas, que Jim contempla con la curiosidad que corresponde a su edad, con la distancia que acredita su posición, ignorante del curso inmediato de su destino, de la distancia ilusoria que lo separa del joven chino que reclama e inquieta su atención con las palabras premonitorias: Not dad, not mum, not  whisky- soda.
Será una travesura de Jim la que precipite los acontecimientos, la que selle su destino; tan dado a los juegos de guerra, responde a las señales luminosas de un acorazado japonés que se aprestará a iniciar la ofensiva. En la desesperada huida hacia la embajada británica, de la mano de su madre, en medio de la multitud atemorizada,  Jim deja caer su inseparable réplica de un zero, y  se suelta para alcanzar el juguete, gesto irresponsable y fatal que compromete inesperadamente su porvenir, pues la riada humana lo separa de sus padres. Decide volver a su casa a esperar, pero nadie vuelve. Nadie salvo una criada china que, afanada en el saqueo, le dispensa la primera lección, una vengativa bofetada a su arrogancia occidental malcriada. Agotados los alimentos, tendrá que adentrarse, por vez primera solo, por las calles de la ciudad, donde no tardará en perder las botas y su bicicleta, finalmente, a punto de ser atropellado, conoce a su nuevos padres, una pareja de vividores norteamericanos, Basie y Frank interpretados por el amanerado John Malkovich y el solvente Joe Pantoliano. Sin embargo, el cariño de estos nuevos padres no será incondicional.
Las reglas del juego le han sido súbitamente reveladas a Jim, su vida, toda vida, es innecesaria si no ofrece algo a cambio que la justifique, si no pacta con las fuerzas diabólicas que sostienen el nuevo orden instaurado. Sabemos como la vida se devalúa en situaciones conflictivas, de escasez, esta es la gran enseñanza de la pobreza, su tremendo corolario, axioma con el que Basie comulga. Jim cifra carácter innato de superviviente del personaje en su exclusivo consumo de agua hervida, gracias a lo cual no enferma, mas son su oportunismo y la falta de escrúpulos de los que hace gala  los que le mantienen a flote. Basie ajusta su comportamiento a los dictados de la selección natural sin perjuicios morales, ni sentimentalismos. Solo el fuerte sobrevive; es significativo que en el  pabellón del campo japonés donde son recluidos, imponga una estructura jerárquica de reminiscencias simiescas, disponiendo él del mejor espacio.
Frente a esta actitud, Jim, sin dejar de tener provisionalmente como modelo paternal a Basie, se comporta de modo bien distinto, interactuando con el resto de sus compañeros del campo, en una relación simbiótica, no parasitaria; con el resultado óptimo de sobrevivir al tiempo que crece como persona, como miembro de una comunidad, no como un individuo aislado, sin renunciar a ayudar a los que lo necesitan, mostrando como una situación de escasez no precisa necesariamente ser vista como una situación de competencia entre sus miembros. La observancia del vínculo entrañable entre la cooperación y la supervivencia es condición necesaria para preservar su humanidad, que le permite no ceder al chantaje de la pobreza.
Sin embargo, cegado por el carisma de su tutor, tarda en ver su vileza, el modo en que le instrumentaliza, la total falta de afecto que le procesa. En una de las últimas secuencias, cuando el “maná” llueve del cielo en forma de contenedores llenos de provisiones, cuando la pobreza ha sido vencida y la guerra llega a su fin, es cuando Jim, muerta ya la inocencia de aquel niño mimado que amaba los aviones, con el rostro endurecido por las privaciones y la mirada transida de traición, muestra su desengaño y rechazo hacia Basie, y se zafa por fin de su tutela.
La película presenta la estructura de una Bildungsroman, o novela de aprendizaje, que nos ofrece la evolución del joven protagonista, -soberbio Bale en su interpretación, actor que por fortuna ha conseguido cuajar en su madurez de forma espléndida-, espiritual y física, a lo largo de cuatro años, en la que se cifra el inevitable proceso de pérdida de la inocencia, tema recurrente en la literatura universal desde el Génesis, y al que un Spielberg  escasamente reconocido en aquellos tiempos, dispensa un tratamiento impecable en lo narrativo (cabe destacar la gran aportación del dramaturgo Tom Stoppard en la adaptación de la novela)  y epatante en lo visual, sin ahorra en enojosos infantilismos- véase la escena del hangar donde un Jim extasiado ante la presencia de un zero se cuadra y saluda a tres pilotos que le devuelven con solemnidad el saludo, aderezado por los coros pasteleros de John Williams .
Para el recuerdo nos queda la secuencia del estadio en el que se almacena el botín de guerra japonés, como un cementerio donde ha ido a parar la opulencia y la vanidad de la vida pasada del colonialismo occidental, cifrada en el caso de nuestro protagonista, en el ostentoso coche familiar;  reducto, en cualquier caso, de lo superfluo para la existencia, una vez que  la pobreza le ha enseñado a Jim a andar ligero de equipaje, y donde, en compañía de la moribunda Mrs. Victor, su “madre adoptiva” del campo (Miranda Richardson), presencia el fulgor de la bomba de Nagashaki, que en un primer momento, su ingenuidad, también agonizante, interpreta como el alma de aquélla partiendo: -Hoy he aprendido una palabra nueva, bomba atómica.

EL MAL DE MONTANO





                                                                                                 “Entre la vida y los libros,
                                                                                                     me quedo con estos, que
                                                                                                     me ayudan a entenderla”.
                                                                                                                            


   Nacido en Barcelona en 1948, comenzó su andadura literaria a mediados de la década de los setenta sin suscitar especial interés hasta la publicación de Historia abreviada de la literatura portátil (1985), con la que se granjeó la fama de raro y pasó a ser un autor de culto. En esta obra aparecen ya plenamente definidos sus motivos recurrentes: las relaciones entre literatura y vida, el viaje, la soledad, la locura o el drama del creador ante el bloqueo, el ágrafo trágico. Este será el tema de la obra que marcará, ya en los años noventa, el principio de su salida de los círculos minoritarios y supondrá su  pleno reconocimiento como uno de los autores fundamentales del momento, "Bartleby y compañía" (2000), primera parte de una trilogía que prosiguió con "El mal de Montano" (2002) y "Doctor Pasavento" (2005). Todas ellas distinguidas con diversos premios.
            En El mal de Montano nos ofrece un jugoso esbozo de su biografía literaria: “Por ejemplo, durante años actué en literatura como un perfecto parásito. Posteriormente me fui liberando de mi atracción por  la sangre de las obras ajenas y hasta, con la colaboración de éstas, me fui haciendo con una obra inconfundiblemente mía: discreta, de culto, medio oculta, tal vez excéntrica, pero que me pertenece y está muy alejada ya del uniformado ejército moderno de lo idéntico”. (pag. 220)
Toda su producción está marcada por una actitud combativa y de rechazo hacia el más rancio realismo carpetovetónico lo que se evidencia en la renuncia de los modelos de la tradición hispánica en favor de la germánica: Kafka, Musil, Walser, Benjamin o Gombrowitz son algunos de sus autores dilectos y de los que se percibe una mayor influencia, especialmente en su peculiar sentido del humor, tan extraño al de estas latitudes y al que debe buena parte de su fama de excéntrico; recordemos que una de sus obras se titula Hijo sin hijos (1993), en clara alusión y homenaje al escritor checo. Sin embargo, en su actitud ante la vida y la literatura, se emparenta con dos escritores más cercanos, Pessoa y Borges, acaso dos de los escritores que junto con Kafka, mejor representan la literatura del siglo pasado en cuanto a su espíritu, si la obra de éste es un testimonio desgarrador de la quiebra de la esperanza, premonitoria de Auswitz e Hiroshima, la de aquéllos, de la disolución de la identidad del hombre posmoderno bajo la proliferación de las máscaras y la multiplicación de los espejos. En Extraña forma de vida (1997) rendía  tributo al poeta y ensayista luso, mientras que el argentino habita en cada rincón de su lacónica prosa, de arquitectura sólida y ágil, rica en matices; de una serena complejidad. En cuanto a sus contemporáneos, ha reconocido el magisterio de Sergio Pitol, también germanófilo aunque en absoluto reñido con la tradición de la lengua en que escribe, e interés por autores coetáneos como Pombo, Bolaño o Marías, con los que mantiene claras afinidades estéticas.
Su tardío reconocimiento o lenta maduración, según se mire, ha mantenido su nombre excluido de agrupaciones generacionales. Sin embargo, su actitud reflexiva ante el hecho literario, tanto como escritor como lector, así como su querencia por tradiciones foráneas en abierta polémica con la tradición inmediatamente anterior del realismo social, o la recurrencia al cine y la música como formas artísticas que urden el entramado simbólico en que habita el hombre posmoderno cuando la quiebra de los  grandes ideales colectivo lo han relegado al solipsismo, lo emparentan con algunos de los novelistas del círculo de Benet, tales como Azúa, Gándara o el propio Marías, y los poetas antologados por Castellet, entre otros, Molina Foix, con el que compartió una etapa como crítico en la publicación mensual Fotogramas, o Gimferrer, quién interviene como personaje en El mal de Montano.
Es destacable que haya cosechado sus mayores éxitos en medio de un panorama literario en el que hace tiempo que dejaron de prodigarse las llamadas “ficciones metanovelescas” de raigambre vanguardista. Si echamos un vistazo a las últimas novelas de algunos de los llamados “posmodernos”, como Mendoza, con Mauricio o las elecciones primarias, Millás con Laura y Julio o Pombo (ganador del Planeta, lo que da una idea de su plena asimilación a los circuitos más comerciales) con La fortuna de Matilde Turpin, todas ellas del 2006, veremos un giro hacia formas tradicionales de narrar.
La novela de principios del siglo XXI, demasiado encorsetada por las exigencias del mercado, se caracteriza por una recurrencia temática al guerracivilismo, que dijera Umbral, o a la novela histórica, como mero pretexto para desarrollar tramas manidas en un contexto atractivo y exótico, que maquille otras carencias. No faltan las infantiles tramas esotéricas importadas del bazar anglosajón. En el cultivo de unas y otras, se prodigan los periodistas, artesanos de la escritura capaz de llegar al gran público con una prosa asequible y tramas lineales, en definitiva desprovistos de cualquier pretensión de generar literatura, fórmula infalible de todo best-seller.
Pasemos ahora al análisis de El mal de Montano. La obra está dividida en cinco grandes apartados de similar extensión, en el que se propone un viaje tanto exterior como interior por parte del narrador, naturalmente crítico literario, de lo contrario no sería verosímil su continuo meditar sobre las fronteras entre literatura y vida que deviene en una auténtica investigación detectivesca, y que nos lleva desde Nantes a las Azores, de Barcelona a Budapest, así como a la aniquilación o la absorción de la identidad de nuestro atribulado Ulises en el proceloso mar de tinta de la tradición libresca, en la miríada de voces que lo componen y lo habitan y con las que acaba por confundirse.
El motivo del viaje, tan viejo como la propia literatura, se erige en elemento estructural central. En el primer capítulo viaja a Nantes para visitar a su hijo Montano, escritor, en  una inversión paródica de la Telemaquia. Allí lo encuentra aquejado de una curiosa enfermedad (la literatura como enfermedad) parálisis literaria, debida a que:”…soy visitado por ideas de otros, ideas que me llegan de improviso, que me vienen de fuera y se apoderan de mi cerebro…y así la verdad es que no hay quien escriba.”(pag. 19) Unas líneas más abajo declara: “Se ha infiltrado en mi memoria la de Julio Arward y he visto un rincón de la calle Garriga Vela de Málaga, donde Arward vive.”
De forma sintética se han planteado ya las líneas temáticas centrales del texto. De un lado la pérdida de la identidad personal del escritor en el mar de la memoria colectiva, de la tradición que opera a la manera de puente entra las conciencias individuales. La tradición como una totalidad orgánica y no una mera colección de obras individuales, es una idea presente ya en T. S. Eliot. Relacionado con lo anterior se halla el fenómeno de la intertextualidad: “Decía Benjamin que en nuestro tiempo la única obra dotada realmente de sentido -de sentido crítico también- debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras.” (pag. 124) Se diría que Vila-Matas parodia el célebre dicho de Gómez de la Serna de que todo lo que no es autobiografía es plagio, pues la memoria del atribulado Montano se confunde con la de otros individuos, en concreto con la de Julio Arward. Ignoramos si éste fue alguna vez un pseudónimo empleado realmente por Justo Navarro (Granada, 1953), pero que en cualquier caso le sirve para introducir de paso el  motivo del “doble” y del heterónimo, la máscara literaria. En cualquier caso, recordar con una memoria extraña es una metáfora de la propia creación literaria.
El húngaro Tongoy, “el hombre más feo del mundo” y de aspecto vampírico (por su nacionalidad podría parecerse a  Bela Lugosi, sin embargo el narrador menciona a Christopher Lee y no obstante, por la descripción que nos ofrece recuerda más a Max Schreck en Nosferatu; hábil recurso para fundir a los tres Dráculas más célebres en un solo personaje, el paradigma del vampiro, otra metáfora del escritor), será uno de los  alter ego en el que el narrador se desdoble, su Sancho Panza, su M. Teste, “compartimos un inequívoco aire de familia” (pag. 220); quién ponga una dosis de realidad en su monomanía por litaraturizar el universo, “…un escudero está obligado a devolver a sus señor a la realidad…”. (pag. 86)
Al término del capítulo descubriremos que El mal de Montano es una novela corta en la que el narrador ha estado trabajando, y cuya urdimbre nos es revelada, “…me inventé un hijo que se llamaría Montano -acababa de ver una traducción al francés de un libro de Arias Montano…un hijo que viviría allí, en Nantes y sufriría un bloqueo literario muy serio…recibiría la visita de su padre…para que superara la condición de ágrafo trágico en la que había quedado sumido tras publicar un libro sobre los escritores que renuncian a escribir” (pag. 115)
En este capítulo prepara una conferencia que tendrá que pronunciar en Budapest acerca del diario como forma narrativa. Ahora descubriremos el matrónimo del narrador, Rosario Girondo, el nombre con el que firma sus libros, y que se corresponde con el de su madre, letraherida, como el hijo, y dada a imaginar suicidios que ponía luego en verso (una de las obras de Vila-Matas se titula Suicidios imaginarios), mientras la reflexión entre las tenues fronteras que separan la realidad de la ficción, y el juego de espejos que ambas producen es explorado en profundidad. Recordemos que la fecha y el lugar de nacimiento de Girondo coinciden con los de Vila-Matas. De igual modo, hace intervenir a Gimferrer en la narración con el pretexto de documentarse para su conferencia, dando pie, por cierto, a uno de los pasajes más desternillantes de la obra.
           A medida que la obra avanza  la tupida red de intertextos,  y los continuos juegos de espejos  multiplican la tenue realidad del narrador y a la postre acaban por vampirizarla, por desdibujar sus límites, por erigir el abismo en último referente. El universo deviene biblioteca de Babel, “…nuestro afán debería centrarse en la necesidad de desaparecer en la obra…Hoy eres Girondo y mañana Walser y tu nombre verdadero se pierde en el universo…” (pag. 297)
            En última instancia, más allá del elemento lúdico de la obra, bajo la maraña de citas, nombres y alusiones que el lector ha de desentrañar para su regocijo; de su fino o extravagante, según tercie, sentido del humor;  la obra contiene una grave meditación existencial de raigambre genuinamente posmoderna:”…y en vista del sinsentido de la realidad de tú época, te propusiste adentrarte en la irrealidad”.
            Más arriba dijimos que Vila-Matas se había acogido a modelos foráneos para construir su obra, sin embargo es incapaz de sustraerse (seguro que ni lo pretende) a la influencia del mayor novelista de la historia; los juegos de espejos entre realidad y ficción, la enfermedad del protagonista empeñado en leer la realidad y vivir los libros, el relato estructurado en torno al motivo del viaje, la inclusión de textos ajenos al núcleo argumental o la relación dialéctica con los otros personajes, son los elementos integrantes de El Quijote.
            Lo peculiar de la obra, desde el punto de vista del lector, es que exige de éste una pasión por la literatura análoga a la del propio autor y que acierta a contagiar con éxito desde las primeras páginas. Su grado de exigencia es proporcional a al deleite que dispensa el desvelamiento de sus claves para lo cual, estar familiarizado con su obra anterior y con la tradición que la alienta, facilita la comprensión de un texto, en cualquier caso, paradójico, ya que su hermetismo semántico,  cimentado sobre una miríada de textos es atenuado por una prosa ágil y fluida, lejos de la intrincada y laberíntica sintaxis con que han contorsionado el idioma aquéllos que se han acogido a tradiciones foráneas, especialmente a la lengua alemana.
            Por último, es de agradecer que un texto además del placer que pueda proporcionarnos por sus valores estéticos, nos de a conocer con una cantidad considerable de escritores y nos invite a su lectura. 
Debo a Vila-Matas el descubrimiento del relato de Melville, "Bartleby, el escribiente", así como la lectura de Robert Walser y el aliento necesario para concluir "El hombre sin atributos" de Musil. No conozco mayor recompensa.
      
        








                                                                         



[1] Enrique Vila-Matas, El mal de Montano, Barcelona, Anagrama, 2002.

sábado, 12 de febrero de 2011

METRALLETAS, SOMBREROS Y DEUDAS DE JUEGO.


Con un presupuesto mayor pero el mismo espíritu, no subversivo como a menudo se asegura, tampoco meramente revisionista, sino cono el de emular las pieza maestras del género, la pareja aborda ahora el universo literario de Hammett (uno de los más grandes novelistas norteamericano del siglo XX) en un film que es un resumen de los recursos narrativos, personajes, motivos y situaciones de La llave de cristal y Cosecha roja De nuevo los espacios naturales tendrán gran protagonismo pese a tratarse de una obra eminentemente urbana, “La encrucijada del molino” a que alude el título original, lugar en el que los capos saldan cuentas, es un bosque otoñal portentoso, salido de un cuento de otra pareja de hermano, los Grimm. La verticalidad de los árboles que se alzan al cielo contrasta con la horizontalidad de los cuerpos sin vida que son abandonados, tributos al dios del poder, de la avaricia, de la traición. Sus copas miran altas e indiferentes la tragedia del hombre que sabe su final próximo: así se dibuja un espacio funerario y sombrío que abre y cierra el film. Si la secuencia de títulos refiere un sueño en el que el sombrero de Tom (Gabriel Byrne) es llevado por el viento caprichoso, símbolo del destino del propio personaje, como veremos, la postrera, en la que Tom recupera su sombrero supone el triunfo del personaje sobre los poderes que, como el viento al sombrero, lo zarandearon sin clemencia.
El prólogo,  inspirado en El Padrino (The Godfather, 1972), nos presenta a los cuatro protagonistas principales, los dos jefes, Leo (Albert Finney) y Caspar (Jon Polito), significativamente sentados, y a sus lacayos, “Danés”(J. E. Freeman) y Tom, ambos de pie. Pero en el caso de Tom, se une el movimiento, así le vemos transitar del encuadre que contiene a Caspar y el “Danés”, al que contiene a Leo, significando el movimiento continuo del personaje, dialécticamente opuesto al estatismo de los demás. Muestra del talento de los hermanos para, trabajando sobre un motivo visual ajeno, ser capaces de ponerlo al servicio de sus intereses. De igual modo resulta revelador que a la hora de caracterizar a un personaje lo hagan de forma puramente visual. La secuencia del prólogo plantea admirablemente el conflicto y retrata a los actantes con singular precisión. A continuación en la secuencia de créditos aparece el fabuloso bosque a través de un travelling que nos ofrece el entramado de las copas desnudas que ocultan con su urdimbre esquelética un cielo que se adivina gris y vacío, que no ofrece consuelo alguno al reo. Pronto aparecerá el sombrero volado por un viento repentino. Sabremos a continuación que es un sueño de Tom en el que confluyen diversos aspectos.
1. Un elemento culturalista propio de la pareja, la colección de ensayos del gran Chesterton titulada Correr detrás del propio sombrero.
2. El sombrero es una metonimia de Tom y de su ir y venir de una banda a otra; significa también su ligereza y volubilidad en medio de la robustez y estatismo de los troncos, el movimiento perpetuo.
3. Al tratarse de un sueño de Tom, es una premonición de su doble visita al lugar como verdugo y como condenado, respectivamente.
El objeto se semantiza a medida que avanza la película. Cada paliza que recibe acaba desarbolándole el sombrero, mostrando su fragilidad. Cuando el “Danés” se dispone a dispararle, le quita el sombrero y lo arroja lejos con furia, como despojándolo de su arrogancia verbosa, en un intento de humillarlo, mostrando su desnudez. Finalmente, cuando inesperadamente Tom rechaza las disculpas sinceras de Leo, le vemos acomodarse cuidadosamente el sombrero, sujetándolo por el ala, al tiempo que levanta la mirada en dirección a su antiguo jefe y amigo que naturalmente, también cubre su cabeza, justo antes del fundido en negro que nos despide de la historia, cuando ese objeto es algo más que un objeto. Cuando correr tras el propio sombrero es correr tras algo más que un sombrero.
Así, los Coen optan por contar su historia y retratar a sus personajes, a partir de objetos y espacios, de cosas inertes, dotando a la película de una abstracción que  dispensa la sensación frialdad y distanciamiento, premeditación e imposibilidad de que ese milagro a que aguardaba Renoir en sus rodajes, que la vida se colara en el plató, ocurra. Porque los Coen gustan de mirar a sus personajes desde la atalaya del demiurgo y la indiferencia de un dios que no ama su criatura, rasgo que se irá acentuando en cintas posteriores hasta llegar al esperpento, la magnificación de las faltas humanas, la reducción del hombre a un ser estúpido y violento en el peor de los casos, y en el mejor, solo estúpido.  Muerte entre las flores aún no se alejan del modelo literario que las alienta pero ya dan muestras de su característico histrionismo o laconismo, siempre con el exceso vecino y orillando lo grotesco hasta que la carga de fuego de la Thompson  que dispara contra el infinito Leo se encuentre con los travellings enloquecidos de la lynchiana secuencia de la casa de Caspar y se fundan en la mirada arrobada del espectador con Scarface  y Sed de mal, en un fuego cruzado del que no es posible salir indemne. Hubo un tiempo en que Muerte entre las flores fue mi película favorita.

domingo, 6 de febrero de 2011

LOS HERMANOS COEN

 Hijos del azar y huérfanos de la necesidad.

Su cine ni es político ni moral. Tampoco son unos estetas preocupados por la construcción visual de determinadas secuencias. Así, podemos definirlos por vía negativa. Sus criaturas no actúan y cuando lo hacen se muestra la inanidad de sus acciones en el corazón de un universo determinista. Pero no hay tragedia porque no se percibe el fracaso de la acción como una rebeldía ni su derrota como el triunfo de una voluntad tiránica y todopoderosa. Sus personajes actúan accidentalmente no sustancialmente, sin necesidad o voluntad de lograr el objetivo propuesto, sumidos en el devenir de la trama con el desconcierto o la indiferencia en la mirada.
Sus historias tampoco son dramas porque no implican el problema del conocimiento ni de la identidad dado que no hay dimensión temporal alguna. No hay conflicto entre realidades (ficticia, onírica) ni dialéctica en virtud de la que se produzca el proceso de identificación: el tiempo no descubre la verdad de los hombres (herencia de Beckett) No hay conflicto entre fuerzas antagónicas que aspire a ser resuelto. No hay telos implicado en las acciones con lo que su carácter transitivo se desvirtúa y no son más que un eslabón en el devenir sin propósitos de la trama inexorable. ¿Por qué ayuda Tom a Leo en Miller`s Crossing (1990)? Por orgullo herido, por demostrar que, como siempre, tenía razón, por amistad, porque así lo dice el guión.
Y así llegamos a la mayor objeción que se amerita su cine, la perfecta arquitectura de sus guiones deja en el paladar un regusto a herrumbre por la rutina mecánica de unos textos que si bien son rotundos y redondos en su ejecución lo logran al costo nada desdeñable de privar de verosimilitud psicológica a sus personajes carentes de un albedrío que se subordina a la coherencia implacable del conjunto y cuyos retratos orillan en ocasiones deliberadamente lo grotesco. Porque los hermanos Coen son unos misántropos que arrancan al espectador una sonrisa helada mostrando la estupidez, la crueldad unánime y solidaria a toda la especie. 
Su mayor virtud deviene en la única limitación que parece han comenzado a superar abrevando su creatividad en textos ajenos. Pero vayamos por partes.

Sangre Fácil (Simple Blood, 1984) La obra maestra de dos alumnos aventajados de la escuela de cine. El film es un prodigio desde su concepción hasta su ejecución. Tan brillante como gratuito, tan perfecto como prescindible. Su mayor logro radica en la implacable construcción visual de sus secuencias y en la brillante expresión de ideas que cristalizan en el desarrollo de una historia que halla su basamento en la incomunicación entre sus personajes y su error en la interpretación de unos hechos tan equívocos como las intenciones de algunos de ellos. Nunca antes la naturaleza del McGuffin hichtcockiano había sido explorada con tanto descaro y más alegría. Los personajes mueren sin saber lo que pasa lo cual produce en el espectador una hilaridad infinita y testimonia la mala leche de la pareja de hermanos.
El cine de los Coen prioriza el espacio sobre el tiempo. La dilatación temporal, constante del modo de representación barroco y manierista (frente a la acumulación de episodios típicamente novelesca que caracteriza al clasicismo) acaba por disolver el tiempo en el marco impreciso de un espacio sin líneas de fuga, obsesivo, que se pliega sobre sí mismo, infinito.
El prólogo  nos sitúa en la aridez de los parajes texanos y revela el gusto de los Coen por los paisajes agrestes, nunca urbanos, las grandes extensiones vacías y opresivas que cercan a sus personajes, predios del vacío moral.                                   
El “marido” sospecha de la lealtad de su “esposa” y contrata a un “detective” para confirmarla. La “esposa”, que era fiel, comete adulterio casi empujada por el “marido”, para que el “detective” tome sus fotografías inculpatorias. Late una audaz parodia del esquema clásico de la novela negra al invertir la jerarquía causal. Luego, la pérdida de un encendedor por parte del pérfido “detective”, obra el resto. Débil argamasa para soportar la bóveda de crucería que es el film mediado su metraje pero que a esas alturas, el espectador fascinado por la secuencia del enterramiento, ayuda con su indulgencia a llevar la cruz de la inverosimilitud hasta abismarse en el brillante desenlace. No hay que dejar que la coherencia arruine una buena idea.