lunes, 10 de febrero de 2014

EL CONSEJERO.




Nadie escribe como McCarthy. Eso parece claro.

Nadie puede escribir como McCarthy. Eso parece lógico si revisamos las premisas de su narrativa, ajena a la medianía del universo pequeñoburgués de sus contemporáneos más destacados, Roth y DeLillo. En las antípodas del genio prolijo, proteico y humorístico de Pynchon.

Su afilada prosa de oráculo, enigmática, sobria, punzante, se incardina en lo esencial, en el corazón salvaje del mundo y la naturaleza impía de los hombres. Su brújula señala hacia la vida y la muerte como único destino posible del arte. La lucha por la primera o la huida provisional de la segunda, su cerco continuo y seguro, suele ser el punto de partida argumental de unas novelas presididas por el fatalismo, la falta de esperanza.

McCarthy es un misántropo que no cree que el hombre haya venido al mundo para otra cosa que no sea sufrir y hacer sufrir bajo un cielo del que han desertado los dioses. El hombre a solas con su condición es un drama en sí mismo, lúcido, eso sí.

McCarthy es un evangelista maldito que mira de reojo a Sófocles y asiente a Dostoievski, luego discute con Nietzsche, echa unos tragos junto Melville y Heminghway. Cuando los tiene borrachos a unos y distraídos a los otros, desenfunda la Colt 1909, calibre 45, y los cose a balazos sobre su escritorio de roble canadiense.
Así se convive con los grandes. Así nos salvamos de los clásicos, llenando el cálamo con su sangre santa.


The Counselor (2013, Ridley Scott)

McCarthy elabora una soberbia fábula misógina con ecos de tragedia clásica, acerca de los corolarios del segundo principio de la Termodinámica.

Hacía tiempo que no disfrutábamos tanto con unos diálogos así de precisos, brillantísimos, certeros, veteados de digresiones y preñados de reflexiones que no son verosímiles ni lo pretenden.
Los personajes son meros actantes, máscaras trágicas que vehiculan principios e ideas, la codicia, la lujuria, la asunción pesarosa de las consecuencias. La maldición del libre albedrío. Hay que aplaudir la existencia de un filme que asume su naturaleza literaria sin complejos, la gravedad de unos presupuestos argumentales confiado en la inteligencia de la audiencia. Hay que aplaudir a un filme que nos trata como a personas. Y hay que hacerlo porque estamos ante una producción hollywoodense plagada  de estrellas que brillan y hacen brillar las palabras que pronuncian.

El guión dispone una serie de vis a vis que tienen como contrapunto las secuencias del itinerario del camión que oculta los narcóticos. Diálogo y acción conviven en una estructura perfectamente equilibrada en su alternancia de moción y reflexión, dejando los suficientes cabos sueltos para que el espectador sienta y presienta un mundo latente, un pasado vivo y un futuro incierto, en una historia y unos personajes que sentimos existían antes de que diera inicio la proyección, y persistirán, algunos, los menos, luego de los créditos finales, cautivos en nuestra imaginación, sufriendo los pasos de su destino de criatura. Que fue libre, pero lo fue para errar y caer. Y aquí nadie cae para aprender a levantarse.




En la mejor tradición de film noir, la mujer, eterna Lilith o Pandora, labra la perdición del hombre. En este sentido es memorable el personaje de Malkina, interpretado por una Cameron Díaz a la que los años le han endurecido los rasgos y potenciado el atractivo. Un bello diablo bañado en oro que envidia la nobleza del cazador, la pureza de un mundo de reglas simples, morir o matar, sin dilemas ni juicios de valor. Ya se dice en la película, la mujer no sabe de dilemas morales. Malkina es una diosa párvula que habita un mundo prístino y bárbaro anterior a la moral y la teodicea. 
"Conoces a alguien cuando sabes lo que quiere." Dice Reiner (Javier Bardem), en este sentido no conoce en absoluto a Malkina. Lo trágico es que lo sabe. La teme, ve al felino latiendo tras el cobalto de sus ojos, pero teme más imaginar una vida sin ella.

El hombre y su tendencia a la hiperestimación sexual que tanto tiene de compulsión neutótica, le hace incurrir en la suprema soberbia de investir el objeto de su deseo con lágrimas de eternidad, esas piedras "preventivas" llamadas diamantes que se espera inmunicen contra las mordeduras del tiempo realzando una belleza inmarcesible.

EL abogado (Michael Fassbender) hace por amor lo que no hizo por codicia. Pese a las adverencias de Reiner y Westray (Brad Pitt), el amor le hace sentirse invulnerable. Pero el azar o el destino, según se mire, le muestra lo errado de su sensación.
Los hombres del cartel usurpan el papel de los dioses que corrigen la soberbia de los hombres. Sin ira ni odio, ninguna emoción nubla la implacable labor de azotar la hýbris humana con su magisterio terrible y paciente.
El abogado aprenderá unas cuantas verdades, que lo harán más sabio ya que no más feliz. Las acciones son irreversibles y generan nuevos mundos. El perdón no es una opción.  El dolor no vale nada. Su comercio con la misericordia, una quimera judeo-cristiana que en nada interesa a estas deidades exiliadas del Olimpo que tienen su hogar en Ciudad Juárez.


Lástima, porque el Abogado tiene dolor a manos llenas.

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